No es desusado que alguien me pida dinero prestado o donado. Ocurre con cierta frecuencia. Por lo general, se trata de espectadores de mi programa de televisión, o de lectores de mis libros y mis columnas. Son, pues, personas que no conozco, aunque ellas me conocen y me tratan con familiaridad, a menudo llamándome Jaimito, explicándome que necesitan con urgencia el dinero. Casi siempre alegan que sufren un grave problema de salud, que es un asunto de vida o muerte. Casi siempre dicen que la persona enferma es una niña. Suele ocurrir que dichas peticiones vienen acompañadas de fotos de la niña, la enferma. Puede que todo sea verdad, puede que exageren, puede que mientan, no tengo cómo saberlo. A veces no respondo, siento que están engañándome, pero en ocasiones doblegan mi resistencia y acabo enviando un dinero.
¿Por qué tanta gente me pide plata? Es de suponer que, como tengo un programa de televisión, mis espectadores asumen que poseo una fortuna. No saben que las televisiones ya no pagan como pagaban hace años. Entonces podías ganar millones, ahora el negocio se ha empequeñecido. Y luego están los incautos que piensan que he ganado fortunas con mis libros. Bien es cierto que he publicado casi veinte libros, lo que parece un exceso, una exageración. No es menos cierto que las editoriales ya no pagan lo que pagaban en los buenos tiempos. Por consiguiente, se trata de un malentendido: las personas que, sin conocerme, me piden dinero, y esto es algo que ocurre todas las semanas, con fotos de las lesiones y certificados médicos de las enfermedades, creen que soy un magnate al que le sobra el dinero. Pero no es verdad, no me sobra el dinero. Me sobra la grasa, no el dinero. Aun así, a veces me permito ser un hombre blando, sentimental, y mando el dinero, aunque me estén timando.
Pero ahora se trata de un antiguo amigo de la universidad, un amigo de toda la vida, un amigo que siempre ha sido noble y generoso conmigo y nunca me ha pedido dinero. No tenía por qué pedírmelo: cuando éramos jóvenes, mi amigo Pablo, hijo y nieto de argentinos, vivía en una mansión con sus padres, quienes tenían mucho dinero. Era seguramente una de las casas más lujosas de Lima, con vistas al campo de golf, en el barrio exclusivo de La Planicie, con autos relucientes en la cochera. Yo conducía un auto de fabricación italiana muy potente, un Fiat Brava de cinco velocidades, pero mi amigo Pablo tenía un auto japonés, un Honda Prelude, que era un bólido, un coche de carrera, un modelo hermoso que dicha casa automotriz dejó de fabricar. No sé cómo no nos matamos, haciendo carreras para llegar a la universidad. Éramos unos auténticos suicidas, manejando a toda prisa. Nos habíamos conocido en la universidad, nos aburríamos en clases, no queríamos ser abogados. Queríamos ser ricos. En cierto modo, ya lo éramos, pero queríamos ser más ricos. Yo ganaba un buen dinero en la televisión y Pablo no necesitaba trabajar para disponer del dinero que quisiera.
Recuerdo que hicimos un viaje a Buenos Aires, a visitar a sus abuelos maternos, que vivían en una casa preciosa en Martínez, al norte de la ciudad, y eran adorables. Dormíamos en el apartamento señorial que los padres de Pablo tenían en esa ciudad, cerca del hotel Alvear. En realidad, dormíamos poco: Pablo conseguía marihuana y cocaína y pasábamos las noches tomando whisky del mejor, aspirando cocaína y, en ocasiones, visitando las discotecas de moda. Raramente bailábamos. Lo mejor era estar solos, conversando, soñando sobre el futuro, sobre cómo seríamos ricos, muy ricos.
Unos meses después, Pablo me salvó la vida. De pronto, me enamoré de un amigo común que teníamos en la universidad, un joven cínico y risueño, que también se aburría en clases, que a menudo se drogaba con nosotros, que esculpía su cuerpo en el gimnasio, un joven de apellido Montaraz. Ese amigo no tenía auto ni dinero, pero era simpático y divertido y presumía de un cuerpo estupendo, hacía alarde de ello. Yo me enamoré de él como se enamoran las quinceañeras, con inocencia y candor, con pasión boba, pueril. Pero Montaraz no era gay ni bisexual y declinó mis pretensiones. Entonces, ya famoso por la televisión, aterrado de que me gustasen los hombres, desairado por Montaraz, decidí quitarme la vida. Me registré en un hotel de madrugada, pasado de cocaína, tomé un frasco de somníferos y esperé la muerte.
Cuando desperté, estaba en una clínica y Pablo sonreía a mi lado. Me había buscado esa mañana para hacer carreras a la universidad, no me había encontrado en mi apartamento y había tenido la extraña corazonada de que yo podía estar drogándome, o durmiendo, en el hotel donde quise suicidarme, un hotel señorial, el Country, el más bonito de la ciudad, en el que dormía de vez en cuando. Pablo no fue a la universidad aquella mañana, se propuso encontrarme, sintió que yo estaba en apuros. Acudió al hotel, le confirmaron que yo estaba alojado allí, sobornó a quienes tuvo que sobornar, entró en mi habitación y me encontró desnudo, inconsciente. Me metió en la ducha fría, a ver si despertaba, me vistió a toda prisa, me llevó a la clínica y limpiaron mi estómago. Por eso, cuando desperté, allí estaba Pablo, sonriendo.
No me preguntó por qué quise matarme. Nunca me lo preguntó. Ahora pienso que lo intuyó, lo sospechó: seguramente había advertido que me gustaba Montaraz. Cuando me dieron de alta, Pablo me llevó a la mansión de sus padres. Me dijo que de momento no me convenía estar solo y me acomodó en un cuarto de huéspedes al lado del suyo. Me sentí querido, protegido y mimado por Pablo, por sus padres, por su hermana María (que era bellísima y de madrugada aceptaba mis besos furtivos). Por eso me quedé un mes, dos meses, tres meses en esa casa. Fueron tiempos felices.
Nunca nos besamos, no fuimos amantes, solo fuimos amigos, buenos y leales amigos. Luego Pablo se hartó de vivir en esa ciudad decadente y se marchó a estudiar en Nueva York. No por eso dejamos de ser amigos. En aquellos tiempos no había computadoras, ni internet, ni celulares. Así que hablábamos de teléfono fijo a teléfono fijo. Yo viajaba todos los meses a Miami para grabar un programa de televisión: desde allí lo llamaba y, con frecuencia, viajaba a Nueva York, donde pasaba unos días en su apartamento.
En aquellos tiempos, Pablo y sus padres estaban sentados sobre un patrimonio importante. Su padre había hecho considerable fortuna fabricando un pegamento de eficacia inmediata que se vendía mucho. Pasaba los días jugando al golf. Viajaba a Buenos Aires con frecuencia. Luego cometió el peor error de su vida: asustado por el avance del terrorismo, por las amenazas de muerte que recibía, vendió sus fábricas, sus acciones, su mansión, sus coches de lujo, todo lo que poseía en Lima, y se mudó a Caracas. Entonces concluyó su bonanza y comenzó su lento pero seguro declive. Un espadón golpista, Chávez, capturó el poder. El padre de Pablo había invertido millones. La revolución comunista en ese país lo arruinó. Perdió casi todo. Quedó tan expoliado por los ladrones venezolanos en el poder, que volvió a Buenos Aires. Allí murieron los padres de Pablo, enfermos de cáncer y de tristeza.
Pablo nunca tuvo que trabajar. Sus padres le dejaron suficiente dinero para vivir tranquilo, sin grandes ostentaciones ni aspavientos, pero tranquilo, jugando al golf, al tenis. Se casó con una banquera ambiciosa, tuvieron dos hijas, no fueron felices, acabaron divorciándose. Pablo me contó entonces que la banquera, al divorciarse, lo había desplumado, le había jugado sucio, se había quedado con todo, o casi todo. Entonces tuvo que encogerse, achicarse: se mudó a un apartamento pequeño, compró un auto austero, dejó de viajar en absoluto, dejó de comprar ropa y comer en restaurantes. Increíblemente, y mientras yo prosperaba gracias a la televisión, Pablo era ahora un hombre empobrecido, que vivía con un presupuesto muy ajustado. Pero, aun así, no tenía que trabajar como empleado de nadie, ni someterse a los caprichos de un jefe odioso, de modo que, ya no siendo rico, al menos era libre.
Yo traté de ayudarlo para que tuviera un programa de golf en la televisión, pero fracasé. Ya no nos veíamos con frecuencia. Yo viajaba a Lima los fines de semana, pero mi agenda familiar y de trabajo era complicada, extenuante. Pablo no viajaba a ninguna parte, no pasaba por Miami, donde yo vivía. Entonces dejamos de vernos, aunque de vez en cuando me escribía algún correo, diciéndome que estaba bien, que había ganado un dinerillo en la Bolsa. Sus pasiones, entonces, eran la Bolsa y el golf. ¿Seguía drogándose? Yo no se lo preguntaba. Me daba miedo lo que pudiera responderme.
Hace mucho que no nos vemos, que no recibo noticias suyas. Pero ahora Pablo me ha escrito, pidiéndome un dinero. El correo es amable y está impregnado de tranquila felicidad: me cuenta que se ha enamorado de un joven venezolano de apenas veintiún años, experto haciendo tatuajes, quien tiene la ilusión de abrir un negocio de tatuajes en un centro comercial. Pablo me dice que su novio hace unos tatuajes increíbles y me pide un dinero para abrir el negocio. Yo nunca me he hecho un tatuaje, ni me lo haré, pero mi esposa tiene dos que le quedan preciosos. Pablo me manda una foto de su pareja. Se llama Gerson, es un chico guapo.
¿Debo enviarle a mi amigo el dinero que me pide con carácter de apremio? ¿Debo apadrinar el negocio de tatuajes? ¿Debo decirle que es un préstamo y por tanto aspiro a recuperarlo? Acabo de regalar un dinero a unos amigos de mi esposa, ¿me conviene seguir regalando dinero a manos llenas? ¿O ser tan generoso me llevará a la quiebra, como quebraron los padres de Pablo?
No lo dudo más: debo enviarle el dinero a Pablo. Me salvó la vida, rescatándome del hotel y llevándome a la clínica y luego a su casa. Solo por eso estaré siempre en deuda con él.
Apruebo entonces la entrega del dinero a mi amigo. Al hacerlo, me siento reconfortado, siento que ninguna suma de dinero será suficiente para devolverle tantas cosas buenas que él me dio. Cuando mi esposa y yo pasemos por la ciudad del polvo y la niebla, invitaremos a Pablo y a su novio Gerson a cenar, y quién sabe si hasta nos haremos unos discretos tatuajes, celebrando el amor improbable, el suyo por Gerson, el mío por Silvia.
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