En “De Catilinae coniuratione”, La conjura de Catilina, el historiador romano Cayo Salustio narra la trunca historia de sedición que contra la República protagonizó Lucio Sergio Catilina, en el 63 a.C. La época es especialmente convulsa. Tras la dictadura de Lucio Cornelio Sila, una Roma sitiada por la decadencia se encuentra a merced de la confrontación entre numerosas y diversas facciones políticas. Algunas comprometidas con la defensa del Senado, el republicanismo y sus instituciones, como la que representa Cicerón y el propio Salustio. Otras, más bien extremistas, como la del Partido Popular al cual pertenecía Catilina, ex Propretor de la provincia de África.
Este patricio venido a menos y pellizcado por sus muchos bretes económicos -eso deslizan sus enemigos- tras participar y perder en elecciones para designar Cónsules, decide dar marcha al plan de hacerse del poder absoluto, de reinstaurar la dictadura. Con ofertas en apariencia democratizadoras como la redistribución igualitaria de tierras, la condonación de deudas o el desalojo político de la oligarquía, atrae a una nutrida hueste. La conjura, que enredó a César y Craso, arranca con un relanzamiento de la candidatura de Catilina al Consulado, y continúa con la intentona de asesinato de dos cónsules electos. Cicerón, entre ellos.
Al calor del trastorno que toda aquella avidez personalista desata, y armado de impecable y pertinente oratoria, Cicerón, Homo novus, denuncia la maniobra en pleno Senado. Una primera frase descuella entonces en sus Catilinarias: “¿Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?”… ¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia? Y prosigue: “¿Por cuánto tiempo tu locura se burlará de nosotros? ¿A qué extremos ha de llegar tu audacia desenfrenada?”.
Las preguntas reflejan no sólo indignación, sino hartazgo. Eso que inspiran ciertos personajes dominados por sus pasiones: paradójicamente dueños de una fortaleza y tenacidad singular, de Thymos en estado puro, ese “humo en los pechos de los hombres”, como canta Aquiles en La Ilíada. Toros ciegos, grandiosos y feroces a un tiempo. Esclavos de convicciones personales tan inexorables que acaban arrollando cualquier contrato y regla consensuada, borrando la noción del otro, esquivos frente la inclusiva ética del nosotros. Así retrata Salustio a esta suerte de héroe trágico, tan incansable como equivocado, tan temerario como funesto.
“Muchas cosas hay tremendas, pero nada más tremendo que el hombre”, escribió antes Sófocles en su Antígona. Es inevitable pensar en la abrumadora presencia de actores que, a lo largo de la historia y armados de inusual terquedad, han abusado del aguante colectivo con su apego al dislate. Sujetos empeñados en avivar zombis ideológicos en pleno siglo XXI, como pasó en Venezuela, por ejemplo. Otros, repitientes sin pudor, aún cuando la pasantía por el infierno revolucionario ya había sido probada y rechazada en procesos traumáticos como el de Nicaragua en los 80. Militantes de movimientos llevados por la misma visión de cíclope, que una y otra vez insistieron en zanjar con violencia lo que la propia sociedad supo resolver civilizadamente, como en Sudáfrica o Chile. O personajes que, aprovechándose de épocas en las que la opinión pública privilegia las posturas extremas, la palabra hinchada y altisonante, se venden como titanes capaces de disolver milagrosamente la desgracia, invocando medios torvos pero blanqueados por la pureza de los fines. Catilinas reverdecidos, en fin, no menos descaminados y peligrosos.
Persistir constructivamente en el plan que, por no entrañar cambios radicales, fue despachado en medio de la exasperación, es cosa distinta. A esa porfía, ligada al talento para mirar más allá -recordemos al arquero de Maquiavelo- toca apelar cuando la circunstancia favorece las revisiones. Es así cómo la gestión política del conflicto, voto y diálogo mediante, vuelve a ser una opción en Venezuela. Un escenario al cual también concurre el hastío de una sociedad rebasada por los tiempos heroicos, hiperbólicos, terminantes; tiempos de pathos y “sí o sí”. Es el hastío que vivió la España post-Franco, o el Chile del plebiscito. “La gente ya no quería más división entre buenos y malos, traidores o patriotas: quería unidad nacional”, cuenta Mariana Aylwin. El bello y vano exceso también consume, e invariablemente hace desear la vuelta al centro. “Tout passe, tout casse, toute lasse et tout se remplace”: todo pasa, todo se quiebra, todo cansa y todo se reemplaza, dice el proverbio francés, que bien podría sumergirnos en el río en permanente movilidad de Heráclito.
Pero el Catilina de nuevo cuño también parece inmune a la súplica de la moderación, a la necesidad de mudanzas internas. Una vez desnudado, entonces, habrá que interpelarlo enérgicamente cada vez que haga falta, como hace Cicerón: ¿hasta cuándo te equivocarás? “¿Nada consigue perturbarte? ¿No comprendes que tus designios han sido descubiertos?… ¡O tempora, o mores!”… ¡Ya está bueno, Catilina!
@Mibelis