La historia recoge abundantes ejemplos de negociaciones políticas difíciles, complejas, bautizadas por la concurrencia caótica de posiciones aparentemente inamovibles de bandos y actores en conflicto. Aun con resultados satisfactorios, en su mayoría resultaron largas, zigzagueantes y casi siempre incómodas para los involucrados. En otros casos -los menos usuales- se resolvieron de modo acelerado, ajustadas al calado de la urgencia y los incentivos de ocasión, a la necesidad de responder eficazmente y sobre la marcha a peligros inequívocos como el de la destrucción mutuamente asegurada.
No es posible contar, por tanto, con “leyes” o límites que determinen a priori la duración y efectividad de la negociación política. He allí una evolución que atiende al mismo dinamismo del terreno en el que operan y que, sumado a la imperfecta, contradictoria e impredecible naturaleza de los agentes históricos, puede inclinar la balanza de los acontecimientos en una u otra dirección. El proceso y sus posibilidades, no obstante, son ejemplo magnífico de esa voluntad humana puesta al servicio de la razón, la causa común. Una que obliga a sintonizar enfoques para acabar con la situación amenazante y devolver el equilibrio perdido.
Pero si hablamos de negociación al límite, es imposible no retornar al ejemplo de la crisis de los misiles en Cuba. El título de la película de Roger Donaldson, Trece días, da cuenta de la emergencia: nada menos que cortar el paso a la guerra nuclear, negociar en tiempo récord, apenas días, un acuerdo con la URSS para evitar la aniquilación masiva. Zafarse de ese compromiso irracional que, como advirtió Kennedy, habría convertido “el fruto de cualquier victoria en ceniza en nuestras bocas”, obligó a optimizar la gestión diplomática para dar con una solución sin vencidos ni vencedores. Salvar a la humanidad del acabose fue acicate lo bastante poderoso como para que en cortísimo tiempo ocurriese lo improbable: alinear intereses de potencias ideológica y existencialmente enfrentadas, y habilitar su cooperación.
Si bien no puede decirse que la política exterior de los gobiernos estadounidenses respecto a Latinoamérica ha desplegado similar brillo, toca recordar lo que, por contraste, remite a las movidas del grupo Contadora, en plena Guerra Fría y política de “zanahoria y garrote”. Ese “milagro político” del que hablara Pedro Nikken, -un protagonista de las negociaciones de paz en Centroamérica- que hizo que en El Salvador se sentaran “enemigos militares” y salieran “socios de un proyecto de país”, ilustra la clase de mediación que exigía la crisis regional. Con una orientación latinoamericana innovadora, la articulación de los gobiernos de Colombia, México, Venezuela y Panamá para contener la amenaza de desestabilización por causa del conflicto armado en Guatemala, El Salvador y Nicaragua (y que ya alcanzaba a Honduras y Costa Rica), sienta las bases para el Acuerdo de Paz de Esquipulas y el Plan Arias, en 1987. Cuatro años, desde el nacimiento de Contadora en 1983, resumen una existencia relativamente corta pero intensa en términos de los desafíos que imponía el contexto. Revolución e intervención militar, fascinación y espanto, marcan las urgencias de los negociadores a la hora de redefinir posiciones y construir ánimos a favor de los acuerdos subsiguientes.
Valga lo anterior para repasar los nudos del conflicto venezolano, los dilemas que plantea una campaña electoral sui generis, el impacto de la incertidumbre estructural; todo ello condicionado por la reactivación de negociaciones internacionales en medio de lapsos cada vez más apretados. La evidencia de ese trastorno quizás se hace más ostensible cuando Lula da Silva habla de la expectativa de que, “cuando terminen esas elecciones, la gente volverá a la normalidad… o sea, quien ganó asume y gobierna, quien perdió se prepara para otras elecciones”. ¿Qué tan expedita resultará la influencia de actores más afines al chavismo para destrabar lo que luce estancado, para afectar decisiones sobre la marcha y apurar -como sugirió Gustavo Petro- un pacto de gobernabilidad que ofrezca incentivos y garantías a perdedores y ganadores? Cabría suponer, eso sí, que la única “normalidad” política posible sería aquella en la que se reconocen los demócratas. Un sistema dotado de reglas de juego claras, en el que los perdedores aceptan su derrota, entregan civilizadamente el poder y, sin el sabor a ceniza en nuestras bocas, se preparan desde la oposición para competir en la próxima elección.
@Mibelis