Al tratar de penetrar el ovillo que remite al conflicto venezolano, siempre fecundo en nuevas marañas, no faltan alusiones al complejo caso de la democratización mexicana. La extendida hegemonía del Partido Revolucionario Institucional -bautizada por Mario Vargas Llosa en un debate transmitido por Televisa, en 1990, con la célebre expresión de “la dictadura perfecta”- ciertamente encendía todas las alarmas democráticas. Si bien México gozó durante buena parte del siglo XX de una salud y estabilidad política que, al ceñirse a ciertas formalidades democráticas, lo diferenciaban de los regímenes autoritarios y militaristas que hormiguearon en el resto de Latinoamérica, era indudable el abrumador predominio del PRI en la vida política del país. El poder extraoficial concedido a la figura del presidente en virtud del monopolio del partido y su sostén clientelar, lo hacía una figura omnipresente en todos los espacios de poder. En esas circunstancias, y aun cuando la prohibición de reelección presidencial fue norma cumplida a cabalidad, el Ejecutivo era prácticamente inmune al contrapeso que debían ejercer los adversarios políticos. Una oposición casi inexistente, de paso; poco o nada beligerante, y en franca desventaja frente a los recursos ilimitados de los cuales disponía arbitrariamente el partido de gobierno.
A esta situación se sumaban las altas cifras de abstención, que permitieron al PRI asegurar mayoría electoral hasta con más del 75% de los votos. En las presidenciales de 1976, de paso, los conflictos internos del Partido Acción Nacional (PAN) impidieron lograr el acuerdo necesario para designar a un candidato. El revés desembocó en la realización de unas elecciones a las que el PRI acudió y en las que se legitimó nuevamente, sin competidores relevantes.
Sin embargo -y esto es muy llamativo- “el desarrollo económico contribuyó a crear una sociedad urbanizada, formada y diversa, que no podía controlarse con tanta facilidad” (Lowenthal y Bitar, “Transiciones democráticas”, 2016). A finales de los 60, el PRI comenzó a ser menos eficaz, a perder ascendencia entre sectores organizados de trabajadores, campesinos, estudiantes y clase media urbana que hasta el momento había mantenido bajo su influjo. Los mexicanos “empezaron a recurrir a formas de participación no electorales”, lo cual empujó a sucesivos presidentes a considerar reformas relevantes. A partir de 1988, destacan especialmente las políticas de liberalización económica y política emprendidas por Salinas de Gortari y profundizadas por Ernesto Zedillo (cuya elección, en 1994, revirtió los altos índices de abstención histórica: la participación fue de 78%).
Cabe recordar que en el mismo debate donde Vargas Llosa lanzaba su “estocada de antología” (como luego la calificó Enrique Krauze, quien fungió allí de moderador), y aunque en 1970 ya había cuestionado “la antinatural prolongación de su monopolio político”, Octavio Paz argumentaba que la dominación priista no se correspondía en sentido estricto con la de una dictadura. Eso sí: advertía que el partido hegemónico “está en crisis, en vías de desaparecer, si no se transforma. El dilema para el PRI es muy claro: o se transforma y se democratiza, o bien desaparece». La reforma democrática interna se asomaba así como vía necesaria para garantizar un proceso paulatino de democratización. Esa consciencia, sumada a una presión social que encontró vías de manifestación idóneas a través del voto, agudizó las contradicciones, impulsó reformas y abrió rendijas que esa oposición enflaquecida aprovechó para ganar peso e influjo.
Precisamente: en 1987, la disidencia interna del PRI desata la crisis que puso en tres y dos el mantenimiento de la hegemonía electoral. Las críticas de Cuauhtémoc Cárdenas y otros militantes en relación a la selección del candidato presidencial, sus exigencias de someter a concurso y debate público esa designación, delatan las prácticas autoritarias del partido. La expulsión de Cárdenas y la consecuente fundación del FDN (Frente Democrático Nacional), contribuyen al aumento del pluralismo y la competitividad electoral. Y aunque los candidatos del PRI seguían favorecidos por la mayoría electoral, su ventaja se fue recortando. El impulso reformista de Zedillo, marcando una “distancia saludable” entre el PRI y el gobierno, convoca la cooperación de los partidos de oposición. Tras el triunfo del PAN y el PRD en elecciones federales de 1997 y los triunfos de candidatos opositores en ciudades y estados estratégicos, se produce la histórica victoria del candidato del PAN, Vicente Fox, en el 2000. ¡Ah! Luego de 70 años, la elusiva alternancia en el poder finalmente se había concretado.
Oponer resistencia a esos cambios habría sido un error, dice Zedillo. “Más tarde o más temprano, simplemente por el nivel de desarrollo económico que estaba alcanzando el país, hubiera sido imposible mantener una autocracia con una ciudadanía alerta y demandante que, además, ya aspiraba a la democracia”. Una reflexión que nos remite a la “paciencia estratégica” que, según Abraham Lowenthal (Venezuela in 2023 and beyond: charting a new course/ enero 2023) corresponde desplegar en el caso venezolano.
No reincidir en los errores, claro está, sería esencial para abreviar lapsos. A la luz de eso, emprender una profunda revisión de los abordajes y paradigmas que han operado en los últimos años entre nuestra clase política, es hoy una prioridad. La evidencia propia y ajena lleva a pensar que el plan de llevar al límite a una sociedad para provocar cambios políticos abruptos, lejos de vigorizarla, puede conducir al suicidio. Sintonizarse responsablemente con las necesidades de la población, ofreciendo alternativas -no altares de sacrificio- para solucionarlas, pavimentaría el camino hacia esa transformación de la consciencia que, de cara al ciclo electoral 2024-2025, conviene promover en todos los ámbitos.
@Mibelis