En 1999, el escritor mexicano Carlos Fuentes disertaba en sustancioso artículo para “El País” sobre las figuras que dejaban su impronta en el siglo que concluía, “el más fecundo en adelantos científicos y técnicos, pero al mismo tiempo el más violento en el contrastante retraso moral y político”. No faltan en su lista los nombres de Einstein, Picasso, Kafka, Joyce, Eisenstein o Welles, naturalmente. Pero puesto a evaluar carreras políticas, y excluyendo los “monstruos que pervirtieron el quehacer público”, Fuentes destacaba el valor de Churchill, Charles de Gaulle, Konrad Adenauer, Golda Meier, Gandhi, Mijaíl Gorbachov, Franklin D. Roosevelt, entre otros espléndidos ejemplos de hombres y mujeres de Estado que supieron intervenir en la realidad como gestores de excepción. Seres humanos con luces y sombras, víctimas también de sus contradicciones e ímpetus, pero no menos dispuestos a lidiar con ellos y domeñarlos.
Pero tras la muerte de Gorbachov y ante la crisis de liderazgo en un mundo crecientemente complejo, no faltan quienes siendo presas de cierto pesimismo histórico afirman que la figura del estadista fue eclipsada por las nuevas realidades. El ciclo de estabilidad democrática, paradójicamente, pareció inhibir su proliferación. El periodista ítalo-argentino Roberto Savio es enfático al señalarlo: los políticos perdieron la dimensión de estadistas. “Han ido retrocediendo a las exigencias del éxito electoral, a la política de corto plazo, a dar carpetazo a los debates de ideas, y en su lugar no recurren a la razón, sino a los instintos de los votantes. Instintos que se despiertan y se conquistan, incluso, por una implacable campaña de noticias falsas”. Con justificada amargura, afirma que el influjo de Trump se tradujo en escuela que fue exportada al resto del mundo, con trágicas consecuencias. Se esfuma una era capaz de sacudir al mundo que encontraba, dice, “con grandes riesgos y con los grandes objetivos de la Paz y la Cooperación Internacional”.
Aún abrazados a la esperanza de que ese pronóstico no resulte terminante, habrá que admitir que los tiempos de Modernidad líquida, inmediatez y sustitución incesante han dejado sus tajos en la dinámica política. El fenómeno no deja ilesa a Latinoamérica, donde la búsqueda de ese político evolucionado, el “estadista perdido”, sigue su nostálgico curso, elección tras elección. El trastorno global apretando tuercas en el ámbito doméstico, añade aguijones a esa pesquisa. Habilitar a gobernantes capaces de leer el presente con precisión y responsabilidad y a partir de allí proyectar el futuro, es una prioridad. Políticos capaces de nutrirse de los indicios del aquí y ahora y reparar más allá de la “niebla de guerra”, pensando no sólo en las próximas elecciones sino en las próximas generaciones, cómo advertía el mismo Churchill. Sabiendo que en nuestro pasado hubo referentes de la talla de Betancourt, por cierto, la necesidad de rescatar esa especie en extinción es especialmente apremiante en Venezuela.
Pero, amén de su dimensión democrática, ¿qué debe abarcar hoy el estadista? ¿Se trata de una suerte de “héroe” moral, presto a tratar nudos gordianos (“tanto monta cortar como desatar”, rezaba el lema de Fernando el Católico) y dejar su rúbrica en la escena nacional e internacional? ¿O asumimos más modestamente que el hombre o mujer de Estado son los que portan destrezas y saberes del eficaz administrador, una vez llegan al poder? Posiblemente la respuesta incluya esas virtudes y otras muchas que subrayan la singularidad del oficio político, la potencia que logra desplegar tanto en situaciones de equilibrio y permanencia como de inestabilidad y cambio súbito. Del estadista decía Ortega y Gasset que es el tipo de político “menos frecuente, más difícil de lograr, precisamente por tener que unir entre sí los caracteres más antagónicos: fuerza vital e intelección, impetuosidad y agudeza”. A cuenta de esa mixtura, surge la aptitud para penetrar la circunstancia y responder con ductilidad estratégica; como la clarividencia que Marcel Prélot reconocía en De Gaulle, quien parecía tener siempre “dos hierros en el fuego”.
El estadista es un líder, sin duda. Pero toda esa comprensión especial de la vida pública cobra espesura cuando se convierte en figura de poder. Nunca librado de las celadas de la incertidumbre y dotado de una voluntad que deriva en Razón Práctica (Kant), sabe cómo y cuándo adelantarse a aquello que no se revela como evidente. En su disertación sobre El juicio político, Isaiah Berlin advierte que “para que sea útil en una crisis, el conocimiento debe haber dado lugar a una capacidad semi-instintiva, como la de leer sin estar consciente al mismo tiempo de las reglas del lenguaje”. Entender la situación en su plena singularidad como hacían Bismarck o Roosevelt, por cierto, no equivale a algo metafísico, sino a la disposición para integrar una amalgama de datos en constante cambio. Es decir: equivale a tener buen ojo, olfato u oído político, facultad que “el amor, la ambición o el odio hacen entrar en juego”, que “la crisis y el peligro agudizan (o embotan) y para lo cual es esencial la experiencia”. Sentido común que es también sentido de lo común; Sensus Communis que los romanos tenían al mismo tiempo como obra y sostén de la convivencia.
Cerca como estamos de cerrar un año, y espoleados por los retos de los “tiempos interesantes”, queda esperar a que estos alienten la irrupción de estadistas resueltos a bregar con tales nudos. No se trata de sumirse en un optimismo miope, sí de esgrimir un legítimo rechazo al conformismo. También en nuestro país, y conscientes de que la prudencia no ha sido un bien abundante, habrá que trabajar para que florezca lo improbable: la sepultura de las equivocaciones, la reconexión efectiva con la realidad. “Milagros” que no lo son tanto y que según ese magnífico animal político y estadista, hombre de acción y pensamiento como fue Betancourt, en todo atienden a una voluntad llevada por la razón, la habilidad humana para descifrar la circunstancia y conducir la historia.
@Mibelis