Jaime Bayly: El cocinero, el actor y el escritor

Faltando meses para las elecciones presidenciales, acercándose el plazo para inscribir las candidaturas, un cocinero, un actor y un escritor se preguntan si deben postular a la presidencia de la nación.

El cocinero es dueño de varios restaurantes en su país y el extranjero. Es inmensamente talentoso, un artista de la cocina. Estudió en París, se casó con una alemana encantadora, volvió a su país en los años aciagos de la violencia y abrió un restaurante de cocina francesa. Pronto descubrió que sus comensales preferían platos de cocina autóctona. Le ha ido tan bien que es un hombre rico. Podría retirarse. No lo hará. Le apasiona ser un cocinero creativo, innovador. Las decenas de personas que trabajan para él lo adoran. Es un hombre bueno, generoso.

El padre del cocinero fue senador de la república y ministro de Estado. Desde niño, el cocinero conoció a los grandes políticos de su país. Ahora los líderes del partido de su padre le piden que se postule a la presidencia. Lo consideran imbatible. Es relativamente joven, en sus cincuentas, es carismático, es querido por la gente del pueblo, es un candidato perfecto, o así lo parece. El cocinero se lo piensa, lo consulta con su esposa, sus amigos. Ellos le dicen: no te apures, no te precipites.

El cocinero razona: Yo cocino para la gente de izquierda, de derecha, de centro. Yo cocino para los liberales, los conservadores, los socialdemócratas, los socialistas, los comunistas. Yo cocino para los del partido de mi padre y los de otros partidos. Nunca le pregunto a un cliente, un comensal: ¿Usted de qué partido es, de qué tendencia política es? Nunca le pregunto: ¿usted por quién piensa votar? Mi obligación como cocinero es atender bien a todos por igual, independientemente de sus posiciones o posturas políticas. El cocinero cocina para todos. Pero, si el cocinero se mete en política, y se inscribe como candidato, se verá obligado a definirse políticamente, a tomar partido por tales o cuales ideas, a elegir sus trincheras. Si se pronuncia, si revela sus convicciones, de inmediato ganará enemigos. Por consiguiente, perderá clientes, comensales. No pocos dirán: como me disgustan las ideas políticas del cocinero, entonces dejaré de ir a sus restaurantes. Por eso sus amigos le dicen al cocinero: si eres candidato, y si ganas la presidencia, tus negocios como cocinero sufrirán un perjuicio no menor.

Ya el cocinero ha podido sentir las críticas virulentas por decir, hace años, una opinión política. Dijo, en una entrevista concedida a un diario de izquierdas: “Es un deber moral ser de izquierda”. La frase apareció en la portada del periódico. No pocos comentaristas, analistas y periodistas de derechas vapulearon al cocinero por decir lo que dijo. Sintiéndose agraviados o discriminados, los incendiarios señores de la derecha le espetaron al cocinero que su postura era intolerante, extremista, moralmente prepotente. Le dijeron: ¿Estás diciendo entonces que una persona de derechas es, por definición, una mala persona? ¿Estás diciendo que es inmoral ser de derechas, o no ser de izquierdas? ¿Estás diciendo que quienes no somos de izquierdas faltamos a nuestros deberes cívicos, morales? Es decir: ¿todos debemos ser de izquierdas para que tú nos consideres buenas personas? ¿Todos debemos ser de izquierdas para ser tus amigos y comer en tus restaurantes? El deber moral, como ciudadanos de izquierdas, de derechas, de centro, sin posición política, ¿no consiste en respetar las leyes y pagar tus impuestos? Si un empresario de derechas, capitalista, respeta las leyes y paga sus impuestos, ¿es inmoral a tus ojos? Tal fue el vendaval de críticas que provocó aquella declaración emitida por el cocinero tiempo atrás, y de pronto rescatada por un periodista, que el cocinero, escaldado, decidió que, para su tranquilidad, y para el bienestar de sus negocios, no entraría en política, no sería candidato a presidente. Soy un cocinero, mi lugar está en la cocina, seguiré cocinando, declaró a la prensa, para desilusión de los líderes del partido de su padre.

El actor, amigo del cocinero, también de izquierdas, ha tenido éxito en su país y el extranjero. Ha hecho películas y series de televisión. Incluso ha dirigido un par de películas de buena factura. Es respetado por la crítica y apreciado por sus pares. Estudió leyes, rozó el periodismo, eligió la actuación. No le ha ido mal. Tiene un agente, le mandan guiones, le proponen series y películas. Nunca como ahora el actor ha tenido tantas propuestas en su país y fuera de él. Sin embargo, está turbado por el narcótico de la política. Años atrás, separado traumáticamente de su esposa, necesitado de cierta calma, de unos ingresos sostenidos, aceptó ser ministro de Cultura. Lo hizo tan bien que casi no tuvo detractores. Tiempo después, debido al prestigio que ganó como ministro y al buen trato que tenía con la prensa, fue nombrado primer ministro. Corrió entonces el rumor de que sería candidato a presidente. El actor no perdía el tiempo refutándolo o desmintiéndolo. Azuzado por el presidente intrigante y felón, espoleado por sus colegas de gabinete y por mediocres asesores en la sombra, adulado por la prensa amiga, el actor se prestó para montar una burda operación de asalto al Congreso, que era dominado por un partido belicoso de oposición. En lugar de decirle al presidente intrigante y felón que cerrar el Congreso era un paso en falso, un trauma institucional, un abuso que el país debía evitarse, el actor se rebajó al triste papel de verdugo que dejó caer la guillotina sobre un Congreso elegido legítimamente por el pueblo. Como era previsible, la prensa adulona lo aplaudió, el presidente y sus colegas de gabinete lo aplaudieron, la mayoría de sus compatriotas lo aplaudieron. Pero el actor, por soberbia o envanecimiento, por ceguera o miopía, no era capaz de ver que se había confabulado, en la conjura de los necios y los mastuerzos, para acallar con prepotencia a un Congreso hostil. El actor dijo: La Constitución nos permitía cerrar el Congreso. Numerosos juristas y analistas dijeron: No es verdad, lo que hicieron atropelló la Constitución. Aun si la Constitución facultaba al presidente y al actor a cerrar el Congreso, no estaban obligados a hacerlo: lo sabio era no cerrarlo.

Ahora el actor, adulado por sus amigos, por la prensa adicta, se pregunta si debe ser candidato. No tiene ganas. Está dolido por las críticas feroces que ha recibido por prestarse a cerrar un Congreso. Prefiere volver a la actuación. Pero, después de pasar años como ministro de Cultura y como primer ministro, ¿será posible volver a la actuación? Sí, tiene varias propuestas. Lo duda. Las encuestas le otorgan números alentadores. Podría ganar las elecciones, está entre los primeros. Si gana, sería presidente de la nación: ¿no es un papel estelar para cualquier actor? ¿No está demostrado que los políticos más talentosos son siempre grandes actores? El actor se pregunta: ¿he nacido para ser un actor o para ser un actor político? Su familia y sus amigos le aconsejan que se inscriba como candidato. Sin embargo, el actor cree que, aun ganando, aun llegando al gobierno, será infeliz, desdichado, extrañará la vida libre del actor que se reinventa cada año. El político tiene que ser serio, noble, altruista, confiable, o al menos parecerlo, piensa. Pero el actor puede ser un canalla, un rufián, según el papel que le adjudiquen. Ciertamente es más divertido y rentable ser actor, concluye. Por eso, decide no ser candidato a la presidencia. ¿Se arrepentirá? Quizás. Por ahora, se divierte haciendo teatro.

El escritor ha sido un animal político toda su vida. Ha hablado de política desde muy joven. No teme a la controversia, al escándalo, al fuego cruzado. Es escritor, pero también periodista, y como periodista ha sido un francotirador de apasionada opinión política. No oculta que es liberal y cree en el capitalismo. Es de derechas liberales. Es un defensor sin culpa del capitalismo. Lleva casi cuarenta años saliendo en televisión, ha entrevistado a muchísimos políticos, ha tenido por tanto una intensa educación en la política y la vida pública. No solo ha entrevistado a presidentes, dictadores, espadones y golpistas: a veces, al calor de esas entrevistas, ha debatido con ellos, se ha erigido como una voz desafiante y contestataria a ellos. Podría decirse entonces que el escritor se ha entrenado desde muy joven para ser político, candidato a presidente. Es simpático, sabe hablar en público, sabe seducir al público, no le corre a la pelea política. No es neutral, no es objetivo, no puede ni quiere serlo, ha sido siempre un guerrillero del periodismo político. Hay dos o tres partidos políticos que cortejan al escritor. Le dan un plazo. Se acerca la fecha de inscribir las candidaturas. El escritor debe tomar una decisión.

Como vive fuera del país en que nació, como ha tenido éxito fuera de su país de origen, el escritor, si decide meterse en la política profesional, tendría que mudarse a la ciudad donde nació. La esposa del escritor se opone. Las hijas del escritor se oponen. El escritor piensa: No podría irme solo, me condenaría a la tristeza. Luego razona: quizá me iría bien, quizá ganaría las elecciones, pero, si me meto en política, no podría seguir escribiendo, dejaría de escribir. Luego piensa: un día sin escribir es un día perdido. Mi triunfo como político sería mi fracaso como escritor. Hace treinta años elegí no ser un político, elegí irme de mi país y ser un escritor. Si ahora dejo de escribir y entro en la política activa, estaría traicionándome como escritor, faltando y deshonrando a mi vocación primera, estaría capitulando, rindiéndome. Pero, además, ¿para qué? ¿Para tener poder, para gobernar? ¿Qué es gobernar? No nos engañemos: gobernar es improvisar, apagar un incendio cada día, o varios incendios cada día. Gobernar es hacer de bombero cada día, durante años, apagando un incendio tras otro, chamuscándote en medio de tantos fuegos impensados, de tanta candela que avanza a tu alrededor, sofocándote, ahogándote. El mejor plan de gobierno es entonces no tener un plan rígido, ser flexible, saber improvisar, adaptarte al caos. ¿Está dispuesto el escritor a hacer todo eso, a entregar años de vida apagando incendios sin que nadie se lo agradezca, más bien la gente furiosa, culpándolo de que haya tantos incendios? Porque no nos engañemos: el político hace su mejor esfuerzo, pero al final casi siempre es odiado y sus enemigos se confabulan para meterlo en la cárcel. El escritor concluye: sería infeliz haciendo política, gobernando, apagando incendios un día tras otro. Y no podría probar que fui un buen político, un buen presidente. Y seguramente terminaría en el exilio o la cárcel. Prefiero ser un escritor. Elijo el arte sobre la política. Aunque tenga pocos lectores, aunque venda pocos libros, esos libros perdurarán y si consiguen mejorar la vida de un solo lector, no habré fracasado como escritor.

El cocinero elige la cocina. El actor elige el teatro. El escritor elige los libros que está por escribir. ¿Han sido egoístas por elegir su vocación primera, fundamental? ¿Deberían renunciar a ella por amor a la patria? ¿Se ha perdido el país a tres grandes candidatos que hubieran adecentado las riñas políticas? A veces, en la soledad de la noche, el cocinero, el actor y el escritor se sienten atacados por la duda y se preguntan: Si gana el candidato de la extrema izquierda, si el país se va al carajo, ¿me sentiré culpable de no haber hecho mi mejor esfuerzo para evitarlo?