Jaime Bayly: ¿Dónde diablos está mi corona?

Jaime-Bayly

Esa corona me la había colocado no mucho tiempo atrás un dentista en Miami y ahora había que ponerla en su lugar cuanto antes, porque así, con esa cara de tonto, no podía salir a esquiar, a tomarme fotos con la familia, a hablar de política con quienes ocasionalmente pudieran reconocerme, así comienza su artículo Jaime Bayly.

Habíamos llegado finalmente a las montañas de Whistler, en British Columbia, después de volar ocho horas desde Miami, pasando por Nueva York y Vancouver, y tras manejar un par de horas por una ruta alucinantemente bella, como si estuviéramos viendo una película o un documental sobre los prodigios de la naturaleza: montañas recortadas de pinos, montañas rocosas, lagos, islas, puentes de vistas sobrecogedoras, ríos caudalosos al pie del camino, el viaje en auto más hermoso que yo había hecho nunca, por algo mi hermano me lo había recomendado con tanto entusiasmo.

Los viajeros éramos cuatro: mi esposa, que estaba inquieta por esquiar en un mes improbable para practicar dicho deporte extremo, mayo; nuestra hija de siete años, que, como yo, deplora ponerse las voluminosas botas de esquí y sufre cargando los pesadísimos esquís y me recuerda que mejor estaríamos en la piscina o el jacuzzi del hotel; el perro Leo, de apenas tres meses, todavía un bebé, encantado de sentir temperaturas frescas y conocer la nieve, burlando los controles de seguridad de la montaña, pues estaba prohibido subir con perros y, sin embargo, lo escondimos en mi casaca polar y pasó como tejido adiposo mío, lo que no llamó la atención de nadie, así de gordo estoy; y yo, que estaba algo más estresado y nervioso que de costumbre, porque complacer a mi esposa, a mi hija y al perrito al mismo tiempo me tenía acelerado, desasosegado, feliz pero atropellado, eufórico pero al borde de un infarto, encantado pero recordando el vértigo de mis tiempos de cocainómano.

Tal vez por eso, aquella mañana, mientras esperaba a que nos trajeran el desayuno a la habitación, cogí una manzana de la canasta de frutas que nos habían dejado como cortesía, di un mordisco apurado, probablemente un pelín más brusco que de costumbre, porque el perrito insistía en mordisquearme y jugar conmigo, y de pronto sentí un extraño orificio en mi dentadura, y enseguida comprendí que se me había caído un diente por morder de un modo tan desusadamente viril aquella manzana roja canadiense. En realidad no se me había caído un diente sino una corona, un implante, pues del diente original quedaban apenas residuos ínfimos, microscópicos, erosionados por el paso del tiempo y los vicios subsiguientes. Corrí al baño, me miré en el espejo, sonreí y vi con toda nitidez a un idiota con un hueco llamativo en la dentadura. Parecía un payaso de circo de provincia, parecía La Chilindrina del Chavo del Ocho. Mi hija y mi esposa, al verme, se rieron a carcajadas. Luego nos pusimos a la tarea de encontrar el diente y por suerte lo hallamos sobre la alfombra. Esa corona me la había colocado no mucho tiempo atrás un dentista en Miami y ahora había que ponerla en su lugar cuanto antes, porque así, con esa cara de tonto, no podía salir a esquiar, a tomarme fotos con la familia, a hablar de política con quienes ocasionalmente pudieran reconocerme. Sin perder tiempo, llamé al más reputado dentista del pueblo, hice una cita y pospuse la aventura de esquiar. Poco después llegó el carrito con el desayuno. Leo se alborotó. Es un perro que se cree humano y cuando nosotros comemos, él también come. No le interesa comer comida procesada para perros, la desprecia con un mohín altanero. Le gusta comer pollo (pechuga, no muslo), pescado blanco (no atún ni salmón), carne roja (sin mucha grasa) y, muy especialmente, algo que a mí también me encanta: claras de huevo revueltas, o claras de huevo cocidas, duras. Nos sentamos a desayunar, yo puse el diente caído sobre el platito del pan, no se me fuera a perder, y mi esposa empezó a darle pedacitos de claras de huevo a Leo. Como ella estaba distraída mirando su celular, atenta a sus correos, y yo me encontraba leyendo las noticias del día, no me di cuenta de cómo y por qué mi corona rota desapareció. La busqué en la alfombra, en mis bolsillos, en el baño, en todas partes, pero fue inútil, no la encontré. Hasta que mi esposa, riéndose a carcajadas, me confesó lo que había ocurrido:

-Creo que Leo se ha tragado tu diente. Pensó que era un pedacito de huevo.

Mi hija y mi esposa se morían de risa, pero yo estaba sinceramente afectado: ¿y ahora qué carajos haría toda la semana en Whistler, con una sonrisa patética e impresentable, siendo el hazmerreír de todos? Me quejé, me molesté, regañé a mi esposa por no estar atenta a lo que Leo comía, pero fue en vano, mi tragedia solo provocaba grandes risotadas en ellas y el perro seguía comiendo claras revueltas o duras como si no hubiera mañana (los perros felices capturan el momento, no conocen la idea de mañana, del futuro, no pierden su tiempo haciendo planes).

Devastado, ridiculizado, estuve a punto de romper a llorar. Habíamos viajado desde tan lejos, ¡para venir a perder un diente y que el perrito se lo tragase! ¡Cómo el azar podía haberse ensañado tan cruelmente conmigo! Y ahora ¿qué diantres haría? ¿Sería capaz de encontrar un dentista en Whistler que me hiciera una nueva corona exprés, ultra-rápida? Parecía improbable. El dentista en Miami me tomaba las dimensiones exactas de mi dentadura y mi mordida y solía tardar un par de semanas en tener lista la corona. Me dispuse a llamar nuevamente al dentista de Whistler para explicarle que ahora ya no tenía una corona desprendida para recolocar, pero mi esposa, siempre tan ingeniosa, me detuvo:

-No, no lo llames. Haremos que Leo haga popó. Y encontraremos tu diente en el popó. Y con tu diente en la mano iremos al dentista a que te lo ponga de nuevo.

Nuestra hija soltó una carcajada estruendosa. Mi esposa continuaba riéndose a mis expensas. Leo no parecía incómodo con una corona en sus tripitas.

-¿Y cómo hacemos para que Leo haga popó? –pregunté-. ¿Y cómo sabes que mi diente aparecerá en su popó?

Mi esposa no se dejó amedrentar por la dificultad de la misión. Le dio al perrito media banana, un vasito de jugo de naranja que sorprendentemente bebió encantado, un poco de avena con leche y azúcar que le fascinó, y todo el huevo que quiso y no quiso comer. Después, como Leo no suele defecar en espacios cerrados, pues lo han entrenado para que haga caca en el jardín, entre las plantas, pudorosamente, lo bajamos a la recepción del hotel, cruzamos la calle y nos echamos sobre el césped bien recortado del campo de golf, que, a esa hora de la mañana, estaba vacío, despoblado. Tumbado sobre el pasto húmedo de la mañana, contemplando el movimiento mínimo de las nubes en aquel cielo de extraña luminosidad, esperé a que Leo me devolviera mi diente indebidamente tragado. Una hora más tarde, el can se alivió a la sombra de unos pinos. Corrimos a examinar su pequeño mojón, sin que nos diera asco, porque ya era parte de la familia. Fue mi esposa quien gritó, extasiada:

-¡Tu diente, tu diente! ¡Leo cagó tu diente!

Besamos a Leo, la abrazamos, lo apachurramos. Mi esposa me entregó el diente amarronado, un tanto apestoso. ¿Sería capaz de ponérmelo de vuelta? ¿Tanto amaba a ese perrito como para seguir usando un diente que había recogido de sus heces fecales? ¿A tal punto me había conquistado el chucho?

Lavamos el diente en el hotel, subimos a la camioneta alquilada y nos dirigimos al dentista, en el pueblito de Whistler, a poca distancia del hotel. El consultorio era extrañamente apacible, te pedían que te sacaras los zapatos al entrar y pasaras en unas pantuflas. Las enfermeras eran todas lindas. Le expliqué a una de ellas el percance, sin contarle por supuesto que el diente había reaparecido en la torta de estiércol de nuestro perrito tan coqueto, y ella se enamoró enseguida de Leo y empezó a acariciarlo, hasta que llegó el dentista.

-Mordí una manzana y salió volando el diente –le dije-. Le ruego que me lo ponga de vuelta, que aguante unos pocos días. La próxima semana estaré de regreso en Miami y veré al dentista que me lo instaló.

El dentista hizo su trabajo con admirable esmero y celeridad. En media hora pulió la corona, me colocó bastante cemento, la reimplantó y se aseguró de limar cualquier aspereza y probar que mi mordida no pusiera en riesgo la firmeza del cemento. Luego me dio un apretón de manos y se retiró. Quedé a solas con la enfermera o asistenta. Era rubia, bellísima, y su belleza se acrecentaba porque ella no parecía ser consciente de eso, o no hacía alarde de eso.

-Le voy a recomendar dos cosas –me dijo, bajando la voz, sonriendo-. La primera: que, llegando a Miami, invierta (usó ese verbo: “invierta”) en un protector nocturno para que sus dientes no se desgasten por la presión que ejerce sobre ellos cuando está dormido.

-Por supuesto, compraré el protector nocturno, muchísimas gracias –respondí.

Luego se acercó y susurró en mi oído:

-Y también le recomiendo que vea a un médico de confianza para que le cure su problema de aliento.

-¿De aliento? –me sorprendí.

-No quiero ser ruda –dijo ella-. Pero el diente que le hemos reimplantado realmente huele mal, realmente apesta.

-Mil disculpas –me sonrojé, y no me atreví a contarle por qué esa corona olía tan persistentemente mal.

-Hay pacientes que tienen mal aliento –prosiguió ella, llena de ternura, tratando de ayudarme-. Pero el suyo parece ser un problema estomacal crónico. Por favor vaya al médico. Su esposa lo va a dejar si su boca le sigue apestando así.

Le di la mano, le agradecí mirándola a los ojos, y me retiré, profundamente humillado.