Su padre quería que fuese militar, el general que por ser cojo él no había podido ser, y su madre soñaba con que fuese sacerdote. Abrumado ante dichos futuros con uniforme tieso, Barclays se aferraba a la pueril ilusión de triunfar como futbolista.
De niño, Barclays quería ser futbolista, pero su padre le decía que era un oficio maloliente de gente pobre y su madre que Dios no había inventado el fútbol ni la pelota y que ganarse la vida pateando pelotas era perder el tiempo.
Su padre quería que fuese militar, el general que por ser cojo él no había podido ser, y su madre soñaba con que fuese sacerdote. Abrumado ante dichos futuros con uniforme tieso, Barclays se aferraba a la pueril ilusión de triunfar como futbolista.
Aunque destacaba en el colegio por su habilidad para sortear rivales y su técnica refinada para patear la pelota, Barclays no era el mejor futbolista de su promoción. Era bueno, solvente, a menudo pícaro, pero no descollante. No era suficientemente fuerte, rudo, veloz. Era delicado con la pelota, evitaba toda forma de aspereza, eludía los choques físicos y no se distinguía por ser rápido ni potente. Dadas sus limitaciones para el juego brusco, el entrenador de la selección del colegio solía pedirle que jugase como mediocampista y se ocupase de lo que mejor sabía hacer: tocar la pelota en primera, extender pases largos a los delanteros, probar con tiros de media distancia.
Pero Barclays comprendió bien pronto que nunca sería la estrella del colegio ni mucho menos un futbolista profesional. Entonces decidió que, como no había nada en el mundo más fascinante que el fútbol, sería periodista deportivo, relator de partidos, comentarista viajero, trotamundos. No imaginaba un oficio mejor, más apasionante, que el de ver partidos de fútbol, narrarlos, comentarlos, viajar por el mundo cubriendo los grandes torneos, las eliminatorias, los mundiales. Para eso era indispensable hablar bien o hablar bonito o hablar de un modo histriónico y vocinglero, y Barclays se sentía capaz de hacer todo aquello sin esfuerzo alguno.
Resuelto a ser periodista deportivo, escapaba del colegio con frecuencia y se dirigía a los principales clubes de la ciudad, a ver los entrenamientos de los equipos de primera división. Vestido con su uniforme escolar, llevaba un cuaderno, tomaba apuntes, evaluaba el rendimiento de los jugadores en las prácticas. Para entrar a ver los entrenamientos, a veces debía sobornar a los porteros de los clubes con un billete o dos, y ya luego se hizo amigo de todos ellos.
Además de leer una revista de fútbol que le llegaba todas las semanas desde la capital argentina, y ver los partidos semanales de la liga alemana que pasaba en blanco y negro el canal estatal, Barclays, obsesionado con el fútbol, tratando de evadirse del futuro militar o religioso que le habían trazado sus padres, se propuso ir los fines de semana al estadio, a los estadios, a ver jugar a los mejores equipos de la liga. Acudía solo a la cancha, aunque siempre acompañado de una pequeña radio a pilas. Para pagar la entrada a la tribuna menos incómoda, la de occidente, hurtaba, durante la semana, algún dinero de la billetera de su padre, mientras este se duchaba. Barclays suponía que su padre no advertía que le había adelgazado el fajo de billetes. Cuando su padre le preguntaba con qué dinero entraría al estadio, Barclays mentía, decía que lo había invitado un amigo, la familia de un amigo cuyo padre era dirigente de un club de fútbol. Quizás su padre le creía, quizás notaba los robos, pero nunca le dijo nada al respecto ni le prohibió ir al fútbol.
Una vez sentado en la tribuna de occidente con la radio a pilas pegada a su oreja y un pequeño cuaderno sobre las piernas en el que hacía anotaciones sobre el rendimiento de los jugadores, Barclays contemplaba el juego con absoluta concentración, como si fuese el entrenador o el dueño del club, como si fuese el militar napoleónico que supervisa la guerra o el fanático religioso que dirige la untuosa ceremonia de la fe. En efecto, el fútbol era, para Barclays, un acto de fe, una confesión religiosa, una guerra sin cuartel entre un imperio y sus colonias amotinadas, una expresión artística, un forcejeo viril, un juego de ajedrez. Sin el fútbol, la vida le parecía un esfuerzo penoso, sin sentido. Se vivía para ver fútbol, para hablar de fútbol, para jugar al fútbol aun si no eras demasiado bueno. El fútbol era el sentido mismo de la vida, la expresión más noble y elevada de la existencia humana, una fusión de arte, religión y combate que podía ser lo mismo bella como injusta.
Desde su butaca, oyendo la radio, la voz de un comentarista legendario, muy gordo, que bebía litros de coca cola mientras dirigía las transmisiones y comentaba los partidos, Barclays volvía la vista atrás y distinguía, a lo lejos, dentro de una cabina radial, detrás de un vidrio grueso, a ese hombre muy gordo que debía de ser el tipo más feliz del mundo: famoso, popular, millonario, se ganaba la vida viendo fútbol, comentando partidos, viajando por el mundo para cubrir los grandes torneos. Barclays no quería ser como su padre, un tipo violento y amargado, ni como su madre, que pasaba los días llorando y rezando: quería ser como ese hombre muy gordo en la cabina radial, el tipo más feliz del mundo, que no hablaba de política ni de religión, esos pantanos espesos donde se hundía y ahogaba tanta gente, sino de fútbol, el juego más vibrante que se hubiera inventado jamás.
En las vacaciones escolares del verano, con catorce años cumplidos, Barclays, gracias a su madre, consiguió un trabajo temporal como reportero de la página de deportes de un diario añejo, conservador. Ahora tenía un carné de periodista deportivo y podía entrar a los estadios sin pagar entrada. Ahora podía sentarse en el palco de los reporteros, aunque no en la cabina radial de su ídolo, el comentarista obeso, adicto a la coca cola, capaz de beber litros de esa gaseosa mientras relataba un partido. Con su carné de reportero, Barclays entrevistó a varios jugadores de la selección, a ciertos entrenadores, a los periodistas deportivos más influyentes. Se sentía encaminado a coronar el sueño de su vida: ser un hombre que vivía del fútbol, no jugándolo, pues no le daba el talento para tanto, pero cuando menos hablándolo, comentándolo, relatándolo. Por eso relataba partidos imaginarios mientras caminaba al colegio y, de noche, despertaba a menudo soñando con juegos afiebrados, gritando goles de antología, a veces marcando él mismo los goles, con la camiseta de la selección nacional.
Varios accidentes parecieron eclipsar entonces los sueños de Barclays.
Una noche, en el entretiempo de un partido importante, Barclays salió del palco de prensa, subió las gradas una a una y se acercó a la cabina radial del comentarista obeso, su ídolo. Permaneció un momento mirándolo con reverencia y admiración, demudado, como si mirase a Buda, a Mahoma, a Jesucristo. Con los audífonos puestos, el gordo le dirigió una mirada hostil y le hizo unas señas inamistosas con las manos, que Barclays no supo entender. De inmediato el comentarista obeso se despojó de sus gruesos audífonos negros, abrió la ventana y le dijo a Barclays:
-¡Apaga tu radio, huevón, que se está acoplando y me estás jodiendo la transmisión!