Espeluznante relato: Los primeros 45 días que pasé en un calabozo de la PNB

«Poco a poco, entendí que el día a día del preso consiste en dormir, esperar la visita y hablar. Hablan de todo. De sus familias, de sus mujeres, de las veces que estuvieron presos en Tocorón, en Rodeo II, en Yare I. Son palabras que repiten, repiten, una y otra vez»

Para Anderson Gutiérrez un error significó poner en riesgo su libertad, ya al día de hoy dice que superó rencores y auto críticas y puede decir que aprendió. Aprendió a no confiarse demasiado de extraños, aprendió a no ser ingenuo y aprendió que en este país todo tiene un precio. Ya en libertad, contó cómo fueron los primeros 45 días que pasó en un calabozo de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) en Caracas y lo resume: ratas, restricciones y mucho miedo.

por Anaísa Rodríguez/El Cooperante

Ratas

«Todo se veía gris, así puede describirse cuando entras a un lugar donde decenas de personas arrastran males, crímenes, pesadillas y otros el peso de la injusticia -no son todos, pero tampoco pocos-. El primer día que llegué, eran las 11:00 p.m. Lo primero que hicieron fue preguntarme qué había hecho y si tenía alguna culebra. A leguas notaron que no tenía registro policial, que ni sabía que era una rutina, una cárcel, un calabozo. No tenía ni idea. Por eso, me recibieron sin problema. Podía estar en esa celda -1- pero no por mucho tiempo. La celda donde me recibieron alberga violadores, asesinos, ladrones violentos. Es la celda inicial, la población. Esa noche no pude dormir. No tenía nada encima. Me ofrecieron arroz solo y agua para que no pasara la noche con el estomago vacío, hasta que llegara mi familiar al otro día. Sentí miedo. Mucho miedo, pero un pastor me explicó cómo funciona todo allí.

Hay que tener cuidado con lo que se dice, con lo que se hace. Aquí todo se sabe. No puedes mentir porque ellos sabrán si es así. No puedes usar zapatos, no puedes usar ropa que no sea amarilla o azul. No puedes tocar las cosas de los trabajadores -quienes limpian-. El baño dura 2 minutos. La visita dura media hora. Puedes pasar un teléfono pagando 10 dólares. Puedes pagar wifi pagando 2 dólares semanales. No puedes pasar enlatados. No puedes pasar comida congelada. No, no y no. Era lo único que pasaba por mi cabeza en ese momento.

Poco a poco entendía de qué se trataba todo: perder la libertad de hacer lo más mínimo. No hay pocetas. No hay lavamanos. No hay regadera. No hay comedor. No hay servicio médico. Las cárceles venezolanas son depósitos, depósitos de humanos.

Nunca le tuve miedo a las ratas, me daban igual, pero en ese lugar, supe cómo se comportan, cómo son animales pequeños como un perro o un gato. La misma noche que llegué vi a muchas de ellas brincando por las telas que usan para dormir. Nadie corría, nadie las espantaba. Literalmente es convivir entre ratas.

También hay cucarachas voladoras.

Restricciones y el precio de no tenerlas

Al día siguiente, me desperté como con una gran resaca. Creía que todo era un mal sueño, una pesadilla surrealista, pero no. Era verdad, estaba preso y los días anteriores había sido imputado: pasaría 45 días, mínimo, en ese lugar. Tenía que acostumbrarme. Tenía que blindarme, acostumbrarme para no morir en el intento, pese a que no hay armas. Podía morir por dentro, si no me preparaba psicológicamente para lo que me estaba pasando.

Esa mañana, del 11 de enero, me visitó mi esposa. Luego, mi abuela. Lo primero que hice fue intentar no llorar. Tenía varios días sin verlas. Pero fue imposible. Les medio conté cómo fue todo, qué había pasado y que ahora, tendríamos que ser extremadamente fuertes para poder resistir. Sin duda, fue cuando supe el significado de unión, de apoyo y de solidaridad.

Pude comer, pude bañarme, cepillarme los dientes y vestirme. Pero nada quitaba el dolor que sentía en el pecho. Una mezcla de remordimientos con miedo. Mucho miedo.

Debido al tipo de delitos que se me imputó, los custodios me ofrecieron pasar a otra celda. Una celda donde estaría más tranquilo, pero la tranquilidad en ese lugar cuesta mínimo 200 dólares. Eso fue lo que me pidieron para pasarme a la D. Decidí hacerlo. Igualmente el teléfono. Decidí que tenía que arriesgar todo por estar comunicado, para que mi familia estuviera tranquila.

Me agruparon con unos «pastores», leen la Biblia a diario y oran para enseñarte las escrituras. Yo estudié en un colegio católico, pero en ese lugar aprendes a escuchar y aprendes lo que te enseñen. Empecé a leer versículos a diario, ellos le dicen leer la palabra. En perspectiva, eso me ayudó, me enseñó y aunque no me veo como un pastor, sé que es uno de los más grandes aprendizajes.

Mucho de lo que te enseñan tiene que ver con no confiar en extraños, en lobos vestidos de ovejas, personas que no quieren el bien para ti. Te enseñan a valorar cada una de las cosas que tienes a tu alrededor. Tus hijos, tu trabajo, tu casa, simplemente caminar y respirar el aire libre. Para muchos eso es impensable. Muchas personas allí tienen años de retardo procesal, no saben si tienen abogados, no tienen familiares, no tienen visitas: son los desasistidos.

El calabozo donde estuve tiene unos 150 reclusos y 50 son desasistidos. Comen de lo que les cocinan en la dirección, de las iglesias que llevan sopa, pasta aliñada, granos y frutas. La mayoría está desnutrida, no tienen dientes, usan la misma ropa a diario. No tienen esperanza de nada.

Miedo

En medio del caos, debo decir que me tocó estar en un lugar tranquilo. No hay pranes. Nadie manda a nadie, como ellos mismos dicen. En otros calabozos o cárceles abiertas es un peligro inminente ser parte de la población, cualquiera puede invitarte a un deporte: caerte a puñaladas.

La última vez que me peleé fue en el liceo. Hoy tengo casi 30 años. Eso me llenaba de miedo, pensaba en un traslado, pensaba que me matarían al llegar. Pero nunca fui trasladado.

Lo que sí me llenó de miedo y creo que fue lo peor que me pasó, fue cuando estaba comiendo pollo frito con papas que me llevaron de almuerzo y vi como uno de los presos estaba ensangrentado, arrastrándose por el pasillo donde yo estaba.

Me fuí en vomito, nunca ví tanta sangre en mi vida. Lo golpearon porque se robó un teléfono. Sin duda, creo que ese señor quería morirse. No puedes robar en una cárcel, no puedes robar entre malandros y él lo sabía.

Ese día sentí miedo. Mucho miedo. Luego se lo llevaron de traslado, nunca más supe de él.

Poco a poco, entendí que el día a día del preso consiste en dormir, esperar la visita y hablar. Hablan de todo. De sus familias, de sus mujeres, de las veces que estuvieron presos en Tocorón, en Rodeo II, en Yare I. Son palabras que repiten, repiten, una y otra vez.

Causa, culebra, lírica, prisión, libertad. Unos lo agarran a broma, hacen chistes para que el tiempo pase más rápido, pero de una mente aturtida nada te salva. Ni siquiera el sueño. Cada noche que pasé durante esos 45 días tuve pesadillas. Pensaba que me quedaría más tiempo.

Era mes y medio que tenía que pasar en ese círculo. En ese tiempo se llevaría a cabo mi audiencia preliminar, donde podría salir en libertad o pasaría a juicio.

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