Yurancy Castillo no quería dejar a su familia, pero a medida que la inflación se disparaba en Venezuela, restándole prácticamente todo el valor a su salario como trabajadora social, la joven de radiante sonrisa y rizos color ámbar decidió que su futuro estaba lejos de ahí, en Perú.
Uno de sus tres hermanos vendió su motocicleta para ayudarla a comprar el costoso pasaje de autobús para su larga travesía a través de cuatro países.
“Mami, no te preocupes”, le dijo a su madre, que no podía contener las lágrimas, justo antes de partir. “Me voy para allá por un mejor futuro“. Esos sueños se toparon se vieron sofocados una y otra vez.
En Perú, encontró trabajo como vendedora de máquinas de coser y como mesera, pero el salario no era suficiente. Los peruanos, escépticos de los inmigrantes venezolanos, no la hicieron sentirse bienvenida. Pero el mayor ladrón de sus sueños resultó ser un diminuto y silencioso enemigo.
En mayo comenzó a presentar fiebre y una semana después fue al hospital. Fue ingresada y se le proporcionó oxígeno, pero no mejoró. Luego de tres semanas en una unidad de cuidados intensivos en el sur de Perú, finalmente murió a los 30 años.
“Siempre es así, que los hijos entierran a los padres“, dijo su madre Mery Arroyo, de 54 años. “Nunca pensé que mi muchacha se me podía ir. Y menos en otro país”.
Castillo creció en la ciudad de Barquisimeto, una metrópolis ubicada a orillas del Río Turbio. Su padre, coordinador de transportación en una fábrica de leche y yogurt, tenía ingresos modestos pero sus cinco hijos vivían con comodidad. Era aquella época en la que Venezuela aún era una de las naciones más ricas de Latinoamérica, y siempre había comida suficiente en la mesa.
Castillo, la tercera de cinco hijos y una de dos nietas, se destacaba en la escuela, donde varias veces fue elegida como la “reina de la clase”. En los bailes escolares, brillaba por la energía y la velocidad de sus pies durante la interpretación de las danzas populares de la región. Su personalidad jovial le ganó muchos amigos, que le llamaban de cariño “La pelúa” por su abundante cabello rizado.
En sus primeros años de juventud, entró a trabajar a la alcaldía, donde evaluaba a los residentes vulnerables y ancianos en un centro de asistencia social que requerían de atención médica. Justo cuando entraba a los 20 años, la economía venezolana comenzó su desplome. Corrupción, malas gestiones e inestabilidad política colapsaron a la industria petrolera.
En casa de la familia Castillo los apagones eran frecuentes y el refrigerador cada vez estaba más vacío. La pensión de su padre apenas alcanzaba para comprar una bolsa de harina.
Así que cuando su novio emigró a Perú, ella decidió acompañarlo, embarcándose en una nueva vida en el extranjero al igual que los otros millones de venezolanos que huían de la crisis en su país en los últimos años.
“Aquí en el país, uno ya no puede vivir“, asegura su madre. “Estamos sobreviviendo”.
La pareja se estableció en Arequipa, una ciudad colonial rodeada de cuatro volcanes. El dinero que ganaba en distintos trabajos no era mucho, pero sí suficiente para que sus padres compraran pasta, arroz y ocasionalmente pollo. Pero vivir en un país extranjero significaba soledad. Pidió que sus hermanos se fueran con ella.
Un año después, sus dos hermanos mayores tomaron el autobús hacia Perú.
Los tres hermanos, y su sobrino de 6 años, rentaron un apartamento de dos recámaras en la capital, Lima. Castillo trabajaba seis días a la semana vendiendo máquinas de coser. La vida era difícil, pero al menos estaban juntos, señalaban. Cada 15 días los hermanos se alternaban para enviarles dinero a sus padres.
Los domingos, su día de descanso, su hermana cocinaba pabellón, un platillo venezolano de estofado de res acompañado de arroz y frijoles. Después, salían a explorar Lima, visitaban el zoológico, los parques e iban a la playa, sentándose a orillas de la helada agua azul oscuro, muy distinta a las cálidas playas de color turquesa que visitaban en Venezuela.
A principios de este año, Castillo decidió visitar a su novio en Arequipa. Mientras estaba ahí, el presidente Martín Vizcarra ordenó una cuarentena nacional. Se cancelaron todos los viajes locales. En sus llamadas telefónicas, les suplicaba a sus hermanos que permanecieran confinados y prometió hacer lo mismo. Al hablar con su madre, expresaba su frustración de seguir en Perú. Quería volver a Venezuela, poner un negocio, comprar nuevos muebles para la casa de sus padres y llevarlos a la playa.
A mediados de mayo, le llamó preocupada a su hermana. Padecía de una incesante fiebre y una tos rasposa. Tal vez era chikungunya, el virus transmitido por la picadura de un mosquito y que comparte algunos de los síntomas del coronavirus, se convenció. Sus familiares temían que fuera lo peor. Le pidieron que visitara a un doctor.
La última fotografía que recibió la madre de Castillo mostraba a su hija sentada dentro del hospital Honorio Delgado, con una mascarilla de oxígeno. “No hablaba casi”, recuerda Arroyo.
A pesar de no tener problemas de salud previos, su estado se deterioró. Los doctores llamaban diariamente a su novio para pedirle costosos medicamentos. Amigos y familiares en todo el continente montaron una campaña en redes sociales para recaudar fondos. Milagrosamente, lograron juntar apenas lo suficiente para comprar lo que necesitaba.
“Era una chica joven, una mujer fuerte, muy valiente“, señala Emilio Cañizalez, un amigo. “Creo que la pudieron salvar”.
Su fallecimiento el 17 de junio desató dolor y enojo. Su madre está molesta con el gobierno al que responsabiliza por la decisión de su hija de migrar a Perú. Sus amigos están enojados con los líderes de oposición a los que contactaron para exponer el caso de Castillo pero que no hicieron nada por ayudarla. Todos están molestos por la manera en que terminó la historia de Castillo. “Me marcó”, asegura Cañizalez. “Ya no creo en nadie”.
Por ahora, sus cenizas descansan en una pequeña caja de madera en Arequipa.
Algún día, cuando la pandemia haya quedado atrás, su hermana las llevará de regreso a Venezuela.