La conversación con miembros de la concertación chilena que derrotó a Pinochet en el plebiscito de octubre de 1988 resulta esclarecedora. Una sociedad que, tras la caída de Allende, se había quebrado por la mutua desconfianza, logró recomponerse, rearmar vínculos personales y abocarse a una idea de destino compartido gracias a la reparación de esas redes rotas. El propio expresidente Lagos ha hablado de la complejidad de un “proceso largo” al que se refiere como el “reencuentro de los demócratas”: ese acercamiento entre actores que prácticamente se habían tratado como enemigos existenciales y cuya sintonía parecía imposible. “Hubo muchas maneras de encontrarnos. Surgieron círculos de diálogo, se realizaron seminarios dentro y fuera de Chile donde se producía el encuentro entre los exiliados y los que estábamos en el país. La reflexión en conjunto nos permitió derribar prejuicios y construir confianzas.” Luego de eso se fueron gestando las alianzas políticas, primero la Alianza Democrática y luego el Acuerdo Nacional y la Asamblea de la Civilidad, germen de la futura Concertación. “Hubo un gran movimiento social de apoyo a las demandas democráticas: trabajadores y sindicatos, estudiantes universitarios y mujeres, que ejercieron un papel unitario defendiendo los derechos humanos y ciudadanos…”
Junto a experiencias de democratización como las de España o Alemania, lo anterior es dato que abunda en la necesidad de que sociedades enfrentadas a autoritarios hábiles para medrar en la desintegración social, superen la situación suicida de sospecha mutua, caótica e indistinta. Sabemos que la confianza es un aliño vital para contrarrestar la incertidumbre, las tensiones y el silencio que se cierne en escenarios sociales. Para mantener viva la fe en las relaciones humanas y el sentido del futuro. Un valor que además sirve de asiento a la solidaridad, la responsabilidad ciudadana y la cooperación. Sin confianza no es posible el acuerdo o la cohesión. Ergo, tampoco la serie de intercambios que, a fin de vencer el miedo hobbesiano y el canibalismo propio de lobos-humanos, se necesita para fundar una comunidad política. Cierta fe en la integridad, la buena voluntad y las buenas intenciones de otros individuos, en fin, hace falta para aglutinar las identidades dispersas y convertirlas en un todo cuya pluralidad no impide marchar de forma acompasada.
No en balde el debate académico en relación al tema de la confianza luce hoy tan activado. Vista como fundamento del orden social, según Lewicki, McAllister y Bies (1998); insumo para la acción social colectiva, entendida esta última como participación, colaboración voluntaria en contextos organizacionales o componente de la calidad de vida de las personas, su declive en las sociedades líquidas contemporáneas va dejando boquetes que se traducen en extrañamiento, en sensación de impotencia colectiva, en amargura o resignación. En insilio. Hoy, apunta Daniel Innerarity, “la capacidad de neutralizar es incomparablemente mayor que la de configurar. La sociedad se aglutina con más facilidad en torno a la indignación que a la esperanza”.