Del mundo de tareas que competen a la política, quizás la que remite a la toma de decisiones es de las más comprometedoras y complejas. Entendida como el acto de elegir entre alternativas posibles en un contexto de incertidumbre, la faena resulta aún más desafiante cuando la democracia no es “the only game in town”; esto es, cuando no existe certidumbre en los procedimientos (instituciones y procesos confiables) e incertidumbre en cuanto a los resultados (cualquiera puede competir en elecciones y resultar ganador). Operar en estos contextos obliga a alinear valores y visiones promiscuas para hacer frente, con criterio práctico, a un adversario común. Así, para la oposición venezolana, esa toma de decisiones trasciende hoy la simple distinción entre posibles alternativas de máxima utilidad, para convertirse en proceso que contempla tanto transacciones entre intereses en competencia, como las enojosas pero ineludibles presiones logísticas y burocráticas que definen sus alcances reales.
Decidir que existe un problema, decidir que ese problema requiere una solución, decidir la mejor (la menos costosa) manera de resolverlo, y actuar en consecuencia. He allí el apretado resumen de una secuencia que también involucra actitudes, conductas, motivaciones personales, fobias y filias de los decisores pesando en los posibles desenlaces. Así que igual habrá que considerar que tomar decisiones colegiadas, paridas y validadas incluso por métodos democráticos, comporta un aprieto no menos peliagudo. En especial si las expectativas de los concurrentes en torno a los medios y fines no guardan ninguna correlación; si las fórmulas de decisión no están delimitadas por reglas de juego claras; si se han confundido medios con fines. Si, además, en ese cálculo de costos y beneficios propios de la decisión racional se impone una estimación de variables subjetiva o inexacta, lo probable es que la opción favorecida aparezca desprovista de toda relevancia.
Verdad de Perogrullo: es obvio que los próximos eventos electorales en Venezuela plantean un tránsito poblado de permanentes y arduos procesos de tomas de decisiones. De allí la necesidad de afinar esos mecanismos, de ocuparse de la definición objetiva del entorno (J. Frankel), dados los muchos dilemas (algunos en apariencia irresolubles) que la oposición enfrenta y seguirá enfrentando para determinar sus próximos pasos. Es innegable que las razones para llevar a cabo tal o cual acción no necesariamente son compartidas por todos los actores a la hora de privilegiar desencadenantes de la acción colectiva. Así que hay que preguntarse si, ante las dificultades que anticipa el contexto y su manotazo hacia lo interno -reglas sesgadas, malapportionment, ventajismo mediático, inhabilitaciones; manipulación de actores, de clivajes políticos y reglas de competencia, todo parte de una política gubernamental de exclusión y fragmentación del rival- no será sensato hacer reconsideraciones estratégicas y poner nuevo foco en las expectativas. ¿Se hacen primarias para elegir a un candidato representativo de un sector en unas elecciones seguramente viciadas? Más allá de su potencial simbólico como “acto de resistencia”, ¿es un trámite que responderá a la necesidad concreta de hacer política, aun en condiciones hostiles? ¿O se trata de legitimar una nueva lucha por la hegemonía, la de un sector facultado, incluso, para recorrer rutas distintas a las pactadas originalmente?
Sin duda, la pluralidad de visiones, lejos de despojar de atributos a una eventual alianza de fuerzas democráticas, debe ser su mayor virtud. Nada más nocivo que contribuir a remozar otra Espiral del silencio basada en el miedo al aislamiento, a fin de favorecer ideas, creencias, modos autoritarios que se amplifican para legitimar a priori y sin consenso real a un liderazgo. De la estrambótica experiencia de 2019 ya debería haber quedado bastante escarmiento. Sin embargo, a sabiendas de la debilidad institucional de partidos convocantes y la tendencia a privilegiar estilos personalistas de conducción, es justo revisar los supuestos básicos. Preguntarse, además, cuál es el objetivo parcial que persigue la fórmula de selección de un representante opositor (un medio que responde a una etapa; no un fin último) y asegurarse de que todos comparten y avalan las mismas premisas.
A estas alturas, lo anterior parecería una confirmación innecesaria. Cabría suponer que hay claridad estratégica y comunicativa respecto a lo elemental. Pero visto lo visto -las reacciones ante posicionamientos no esperados, el ascenso de la personalización de la política, el tono de ultimátum, la impronta volitiva de ciertos discursos; la omisión de criterios de secuencialidad- sobran motivos para sospechar lo contrario. Más allá de la tensa confrontación que plantea cualquier lucha agonística, resurge la sensación de que la tendencia a la división persistirá, en la medida en que esta atiende a posturas estratégicas antagónicas (irreconciliables, en muchos sentidos) y cuyo impacto no se ha calibrado a consciencia y suficientemente.
Dada la imprevisible evolución de ciertos eventos, -renuncias a la CNdP, incluidas- la necesaria consulta y (re)alineación de expectativas es, por tanto, una fase a la que conviene volver, cada vez que sea necesario: ¿qué se espera obtener tras completar este tramo? ¿Están siendo eficaces hasta ahora los medios elegidos para conquistar los fines? ¿Son rentables las rutinas de la administración (M. Weber) empleadas acá para gestionar los recursos escasos? Esto, si se desea dotar al proceso de toma de decisiones de esa contención que asegura un acto racional y supeditado al principio de realidad, a los criterios de utilidad y probabilidad; no un acto copado por la emoción. En este sentido, y aun cuando el “plan A” luzca en extremo seductor, lo responsable es anticipar y comunicar escenarios alternativos, no esperar a zanjar el bache sobre la marcha. Cuando la abrumadora incertidumbre manda y la premisa es garantizar el bienestar colectivo, trabajar en el plan B, C, D o Z, más que una opción, parece una forzosa (no pocas veces impopular) diligencia.
@Mibelis