“Sin duda nuestro tiempo… prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser… Lo que es sagrado no es sino la ilusión… lo sagrado se engrandece a medida que decrece la verdad y que la ilusión crece, tanto y tan bien que el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado”. Con la cita de Feuerbach, Guy Debord introduce su mítica obra, “La sociedad del espectáculo” (1967). En ella no hay ahorro de miradas severas sobre esa dinámica de representaciones sociales que, según el autor, ha terminado sustituyendo al ser por el tener; y al tener por, simplemente, parecer.
La impronta del pensamiento marxista, el concepto central de alienación devenida espectáculo, los medios como recursos de dominación de la subjetividad, la necesidad de hacerse cargo del ocio de los trabajadores y producir una “contracultura emancipadora”, bordan la preocupación del representante del Situacionismo. Con misma potencia, emerge la denuncia contra “la mentira totalitaria, verdad en la incoherencia” del stalinismo, o contra el “arcaísmo técnicamente equipado” del fascismo. Son asuntos que, en gruesa medida, anticipan ánimos, lenguajes y contenidos del Mayo Francés. En tiempo marcado por la agitación vanguardista, por lo disruptivo (no menos dramático, no menos teatral), la obra de Debord es también fruto de una sociedad de la abundancia. Una a la que, paradójicamente, responsabiliza de haber reducido al individuo a la condición de espectador pasivo en la política, en la producción y el consumo. Un esclavo de la imagen, en fin, y de su sensual inmediatez.
Lo cierto es que, aun sin acompañar la radicalidad de algunos de sus enfoques, del tremendismo con que muestran “una guerra del opio permanente” o rebajan el valor de la pop-culture, no puede negarse que muchos de ellos caminan más allá, como gestados bajo las señas de la revolución digital. Las personas, afirma un visionario Debord, hemos dejado de relacionarnos como realidades, para pasar a hacerlo como representación de las mismas. La vida ya no se vive, dice; más bien se representa y el consumidor real se convierte en consumidor de ilusiones. “La realidad surge en el espectáculo, y el espectáculo es real… el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, es decir social, como simple apariencia”. Revelaciones que bien podrían pasar como llamativo déjà vu de dinámicas comunicacionales más recientes: el coto del Homo videns de Sartori, ahora Homo digitalis.
En sintonía con esa visión apocalíptica, visión desencantada de las contradicciones del progreso, Walter Benjamin afirmaba en 1936 que “la humanidad que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma”. Con mirada inundada por el horror de la guerra, advertía entonces sobre los peligros de “artificación de la política” en el fascismo, y la “politización del arte” en el comunismo.
Aunque con énfasis distintos (quizás tardíos y no exentos del barniz de cierto conservadurismo), un mismo objeto de examen, la sociedad cuya espectacularización adultera la calidad de espacios y contenidos, ocupa la atención de Vargas Llosa en “La civilización del espectáculo”. En un mundo en el que “divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal” -acusa el escritor peruano- el cómico “es el rey”. No debe por tanto extrañar que en la política, por ejemplo, se impongan aquellos cuya presencia mediática y aptitudes histriónicas los animan a burlar la condena del Gran Bostezo (Octavio Paz). Presumimos que Vargas Llosa no ignora que la política siempre ha estado ligada al espectáculo, a lo grandilocuente, a lo teatral, al rito; a la facultad de actores para conquistar a las masas o vencer al rival dialéctico, pathos, subjetividad y representación mediante. (La política colinda, por un lado, con el teatro y, por el otro, con la religión, recuerda Paz). Sin embargo, concedamos que hay razón para quejarse de tal banalización, el sacrificio del fondo por la forma, de la calidad por la cantidad. De la sustitución de ese centro que antes ocupó el sentido de lo humano, por el culto al “Yo” y el narcisismo que hoy invocan figuras públicas tan disruptivas como peligrosas.
Innegable, eso sí, es que el arribo de la virtualidad ha instaurado una cultura a la medida de la cotidianidad de un ser humano que se aburre y consume imágenes desechables, incesante y vertiginosamente, pero que también las produce. En buena medida es más que un espectador pasivo y, al menos en apariencia, dueño de cierta prerrogativa para imponer sus gustos, apetitos y prioridades. Para bien o para mal, son esas multitudes -las que hacen de su intimidad un espectáculo efímero y banal, o las que se ilustran, crean valor y contenidos- las que están reorientando los pulsos de la comunicación política. En su peor faceta, presión para un liderazgo irrelevante, tentado a ser reflejo y no modelo, a renunciar a sus tareas de conducción para dejarse llevar por la arbitraria ola opinática; eso que en Stuart Mill se perfila como tiranía social.
Pero, ¿conviene rendirse ante lo que ya luce inevitable; asumir la postura que, frente a la cultura de masas, Umberto Eco reconocía en el Apocalíptico? Considerando la evidencia, cuesta engrosar las filas de los Integrados. Pero, como igualmente afirma Eco, negar que la acumulación de información “pueda resolverse en formación, equivale a tener un concepto marcadamente pesimista de la naturaleza humana”. Quizás el esfuerzo por eludir la precarización de la idea y abrazar lo complejo siga encontrando en la comprometida, intensa, genuina interacción humana la vía para no disolverse en los charcos de lo aparente, la ficción de la experiencia, la no-vida.
@Mibelis