Feo, sí. “Fue el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros encorvados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera. Aborrecíanlo de un modo especial Aquiles y Odiseo, a quienes solía zaherir…” Homero no ahorra detalles para describir a Tersites, personaje que junto a la sublime perfección de los héroes que transitan en la Ilíada, resulta todavía más deforme y repulsivo. ¡Ah! Aun así -feo, malquisto, rústico y estridente- Tersites se atreve a hacer lo que otros hombres ni soñaban: criticar públicamente al rey de reyes, el divino Agamenón.
Cuenta Homero que por más que los aqueos se indignaban, este mortal sin gracia ni linaje no daba tregua a Agamenón, “seguía increpándole a voz en grito”. No le faltan razones ni palabras. Odiseo, de hecho, lo reconoce como orador facundo. Sabiendo que nada le falta al rey y que este ha retenido irresponsablemente a sus huestes durante nueve años a las puertas de Troya, Tersites aprovecha la reunión de los generales para acusarlo de codicioso. “¡Atrida! ¿De qué te quejas o de qué careces? (…) No es justo que, siendo el caudillo, ocasiones tantos males a los aqueos”. En medio de un desahogo que introduce la duda entre los aqueos, les propone acabar la guerra, volver a la patria.
El inusual episodio, esa provocadora bofetada que un simple encajaba a los intocables, a los mejores, a los “aristos”, dura poco. Enseguida Odiseo, asolador de ciudades, frena al implacable crítico. “¡Calla!… No tomes en boca a los reyes, ni los injuries, ni pienses en el regreso”, le espeta. Luego toma el cetro de Agamenón y lo golpea en la espalda y los hombros. “Tersites se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda”. Todos ven, y “aunque afligidos”, todos ríen. La propia Atenea, transfigurada en heraldo, bendice y acompaña al héroe que ha silenciado así al feo y lenguaraz plebeyo.
Era feo, sí. E incómodo. Para dirigentes y socios intolerantes, así mismo debe lucir la opinión que los fustiga por sus errores. A la vez, era una voz valiente la de Tersites, resuelta a trascender la perspectiva de sus pares y desafiar al poder en espacios donde la participación de los más estaba vedada. En la introducción de su versión de La Ilíada, Robert Graves asoma la posibilidad de una travesura de Homero, quien escondido tras la grosera vista del alborotador aprovecharía para deslizar su propio reproche a los jefes aqueos. Al aportar también su relectura de la obra, poniendo “a los dioses entre paréntesis” y dando volumen a lo humano, Alessandro Baricco escoge a Tersites, el de “ánimo osado”, como uno de sus principales narradores. Su monólogo navega en aquel descontento: “me di la vuelta y busqué a Néstor, al viejo y sabio Néstor. Quería mirarlo a los ojos. Y en sus ojos ver morir la guerra, y la arrogancia de quien la desea, y la locura de quienes la libran”.
La imagen de Tersites nos visita en tiempos en que el pensamiento crítico no deja de ser percibido como amenaza; una que debe ser sofocada, a toda costa. Hablamos no sólo de la censura que distingue a un sistema autoritario como el venezolano, por cierto; sino de la limitación que enfrentan quienes aspiran a democratizar espacios pero que, irónicamente, esquivan la brega con la pluralidad. “No es hora de cuestionar a tal o cual dirigente”, advierten algunos, y atropellan como Odiseos arrogantes, cetro en alto y soflamas descorteses a modo de emblema. Y todo esto en el marco de la crisis de representación que delatan las encuestas; según More Consulting, 40% de venezolanos no se identifica con ningún bloque político; y entre opositores, son mayoría los que no acompañan al liderazgo tradicional (PU/G4/interinato). Sin rumbo programático claro, con partidos frágiles y liderazgos con mayores niveles de rechazo que de aceptación, ¿tiene sentido pedir un seguimiento que, además, sea acrítico: ciego, sordo, mudo?
Ya Albert O. Hirschman -quien habla de esa “retórica de la intransigencia”, siempre alérgica a la duda- explicaba en Salida, voz y lealtad (1977) que la insatisfacción no atendida, antes que garantizar adhesiones, más bien conduce a las rupturas. Sabemos que la lealtad extrema hacia una opción política no es valor deseable, al menos no para quien aspira a distanciarse de las dinámicas de la secta. Atender la voz, “la acción política por excelencia”, aporta en este caso calidad procedimental y normativa, reduce las asimetrías, abona a la eficiencia. La solución democrática radica en eso: la expresión del disgusto cívico, la gestión de la queja metódica o caótica con el fin de mejorar un estado de cosas que ya no satisface.
No deja de sorprender que a contrapelo de esa lógica y sin conexión con las mudanzas emocionales que entre 2019 y 2022 registran los sondeos de opinión, en lugar de dialogar y convencer se opte por suprimir la voz. ¿Desaparecerán los feos, incómodos Tersites a razón de semejante desmaña? No es probable. En especial cuando los bancos de confianza de la población han sido desvalijados a fondo. La esperanza (otra vez) es que un nuevo sentido común aparezca para poner las cosas en su sitio. Que haya inteligencia para asumir que en procesos que implican alguna dosis de destrucción creativa, la crítica debe operar como insumo dialéctico para la superación de los viejos lastres, los desequilibrios y la mediocridad instalada. Nunca una razón para la agresión, la burda cancelación, el silencio.
@Mibelis