Durante su estancia en casa de Tomás Moro, Erasmo de Rotterdam escribe su famoso “Elogio de la locura”: “Stultitiae laus”, irónico encomio a la estulticia, la necedad, la griega “moríae” (con lo cual hace también un guiño a la amistad que lo une a Moro, “hombre de todas las horas”, como afectuosamente lo llama). Dice Stefan Zweig que gracias a esa visita, Erasmo “se cura de la Edad Media y avanza hacia el Renacimiento”. Y no es para menos: tras el retruécano, la doble intención, el engañoso juego de máscaras dulcificando un saludable escepticismo, Erasmo embiste contra lo humano y lo divino, penetra con mirada mordaz los fanatismos, desnuda con dedos habilidosos la hipocresía de una época y deja entrever las luminosas pieles de otra.
Pero al apropiarse de la voz de esa locura que se celebra a sí misma, y en el ánimo de “más bien agradar que morder”, Erasmo hace también una invitación a reflexionar, –lo opuesto a la sinrazón- a distinguir la propia debilidad a fin de superarla. Ah, y con ello habilitar esa ruptura, esa transformación de mentes y espíritus indispensable para librar a la sociedad de las fuerzas que la retrotraen y la sumen en la cerrazón. El desfase entre las posiciones y ambiciones de los poderosos, por ejemplo, es uno de los tópicos a los que dedica su retozo. La contradicción que exhibía el desempeño de sacerdotes, eruditos, jurisconsultos o académicos respecto a la misión que demandaba la institución a la que servían, le sirve como excusa para interponer un provocador espejo donde se reflejasen pedagógicamente aquellos defectos que interesaba denunciar y exorcizar.
Quien interpela, claro, es un brillante humanista dirigiéndose a las cabezas perdidas de su época, mientras con maña se servía del fascinante disfraz del desafuero. A través de Erasmo se manifiesta así la razón, oculta bajo la pícara, engañosa saya de la estulticia.
Lo que parece y no es
El problema surge cuando, por el contrario, la locura se disfraza de sensatez y ejerce su engañoso influjo sobre los demás. He allí la tragedia política que en Venezuela nos remite al ascenso de los extremismos, prestos a embotar el sentido común, a impedir que la racionalidad tome la batuta o que la realidad sea percibida con justicia.
Un reciente artículo de “El País” dedicado al “epílogo de una larga historia” que corona con el Macutazo, resume la fórmula que desde el lado de la oposición añade espesura a esa tragedia: mitos, egos, torpeza. Al ejercicio de evaluar el despliegue de testarudez han concurrido distintas, severas opiniones: desde el “azar sin plataforma, trato de piratas, divorcio de la realidad”, que señala Elías Pino, a la “otra gran chapuza”, “atentado en contra de la institucionalidad que legitima a la oposición”, “grado cero de la política”, según borda Barrera Tyszka. La aventura de marras no pudo ser más reveladora del brete en el que estamos metidos los venezolanos, madrugados por la gestión “outsourcing”, avanzando a oscuras en un laberinto que luce inextricable mientras a la cabeza de la incursión están los que nunca han dejado de explorar vías suicidas como opción para abolir peligros igual de insalubres. El sinsentido es la táctica; “fuerza y fe”, la consigna. “La locura”, dice Barbara Tuchman, “consiste en persistir”, en no atender ni dar crédito a hechos y antecedentes, no importa cuántas veces ellos ratifiquen que elegir la ruta equivocada sólo puede premiar con el barranco de siempre.
Del delirio a la rectificación
El vacío recurrente es la expresión más nítida del anti-logro. Luego de dos años de haber despachado la ruta electoral para embarcarse en una estrategia que sigue tropezando con sus auto-negaciones, lo natural sería someter a ese liderazgo y su itinerario fallido a una cabal revisión.
Así ocurrió en Chile tras el fallido, catastrófico golpe a Pinochet comandado por la voluntariosa ultraizquierda, y que hizo entender a los opositores que la concertación de los distintos debía darse en torno a un plan realista, no apto para desbocados; uno que contemplase además una coincidencia ajustada a valores democráticos. Así pasó en Sudáfrica, donde en medio del fragor de la lucha armada y la amenaza de guerra civil, el otrora radical ANC liderado por Mandela decide abandonar la infructuosa vía de la violencia, dar la espalda al extremismo del PCS y sentarse a negociar, pragmatismo mediante. Algo similar a lo vivido en Polonia, donde abrazar la promesa que planteó la “Mesa Redonda” supuso neutralizar a intransigentes que acusaban a Walesa y sus afines de abandonar la protesta para colaborar con un “clásico complot soviético”. Sí, reconstruir una coalición realmente funcional, virtuosa, podría entrañar paradójicamente algunas rupturas, en tanto ello exige debilitar el ascendiente de sectores negados a aceptar reglas de juego racionales; paso difícil, pero crucial para la evolución.
Unidad “renacida”
La locura -estulticia-necedad suele ser seductora, a la locura le sobran recursos para el regateo y la excusa, para hacer pasar la temeridad por ingenio (Erasmo lo sabía, y por eso la pinta dueña de una lógica chocante pero zumbona, un discurso sugerente y desfachatado cuyo pujo es demostrar que a ella debe la humanidad toda bondad de la que goza). Con mayor razón, frente a la locura política –traducida en desmemoria, en pérdida de capacidad de autorreflexión sumando a la zozobra colectiva- y su potencial para el daño a gran escala, toca poner límites, advertir sus desbarros, blindarse contra sus inoculaciones.
Y es que considerando el tenor de lo visto y lo perdido, esa unidad hoy reducida a partidos del G4 no debería ya ser la misma, se impone un “renacimiento”… ¿sería mucho pedir que la batuta mal usada para desviar la índole de una alternativa de poder que está obligada a ser plausible, plural e inclusiva, favorezca ahora a estrategias que amén de parecerlo, sean también sensatas?
@Mibelis