Protestas enérgicas y aglutinadoras como las que ha provocado la aplicación del Instructivo ONAPRE (herramienta que vulnera los principios constitucionales de progresividad e intangibilidad del salario previstos en la Ley Orgánica del Trabajo, como advierten voceros de la Academia) dan fe de la precariedad en la que viven vastos sectores de la sociedad venezolana. El inclemente proceso de ajuste económico que el gobierno-patrón adelanta, los discretos o ruidosos alivios que estaría generando en algunos sectores, no necesariamente se traducen en mejoría equivalente para la mayoría. Por el contrario, el ingreso luce golpeado por la regresividad, cada vez más deprimido, cada vez menos capaz de asegurar la simple supervivencia de los trabajadores.
En el marco de tales trastornos, sorprende encontrarse con un discurso político desabrido, incapaz de conectar eficazmente con ese presente y sus humanas calamidades. Abocado a los hervores del “yo quiero ser candidato”, a la antagonización vacua, miope ante la oportunidad de contrastar con ideas la indolencia del gobierno. Consumido, en su solipsismo, por una chucuta vista del futuro que descuida lo principal: las gestiones que permitan no sólo influir en la apretada contingencia, sino perfilar el proyecto mayor, la construcción de una alternativa que, al asegurar progreso, inspire adhesiones masivas. Aun calculando que en 2024 haya efectiva alternancia en el poder, ¿qué pasará después si tal fortaleza no existe?
Sin agencia política no hay paraíso. Chapoteando unos en la alegría de tísico que implicó la retención del oro en Londres, por ejemplo, sin que ello anuncie beneficio palpable e inmediato para venezolanos carentes de todo; indignados los otros, los responsables del desangramiento de base, desnudados en su concepción patrimonialista del poder. Cada parte figurándose “dueña de su pedacito de país del cual no debe rendir cuentas a nadie”, como hace poco asestaba Pedro Benítez. La consciencia de ese país atravesado y partido por dos y más realidades, cada vez menos dado a distinguir en la movida local una esperanza de cambio, impele a recordar las obras de otras figuras que en circunstancias similares sí supieron conjugar la visión de presente-futuro. La atención en la economía y sus realizaciones, base de un proyecto de nación, surge en esas visiones como elemento medular. No simple desiderátum, no factor que emergerá por añadidura una vez sea alcanzada la “libertad”. Trascender la pura abstracción -no confundir esto con cese de la reflexión, de las ideas-, aterrizarla en forma de tareas con las que los ciudadanos, en tanto sujetos políticos, puedan involucrarse, sigue siendo un desafío que no pocos subestiman.
A santo de eso, recordemos la reflexión que figuras como Betancourt, por ejemplo, dedicaron a la cuestión económica, llave para acceder a esa modernidad que vendría adosada a la democracia. Mecanismos para precipitar cambios basados en la acción caudillista-militar, el garibaldismo estudiantil, la improvisación huérfana de lineamientos programáticos, fueron tempranamente desechados, al tiempo que operaba “un proceso de esclarecimiento ideológico”. Este “nuevo tipo de político”, uno “menos preocupado de la intriga y más en posesión de claves científicas para resolver problemas”, encontró en la socialdemocracia un modelo compatible con las realidades locales, eficaz para promover la inserción política, el mejoramiento material del individuo como la articulación colectiva.
Con enfoques más proclives al keynesianismo, al papel ductor del Estado en la economía, surgía la preocupación que concitaba este país petrolero, con incalculable potencial de crecimiento pero aplastado por miserias de toda traza. Muestra del afán de Betancourt es el largo camino que va del Plan de Barranquilla a la instauración de una República Liberal Democrática, ya delineada en “Venezuela, política y petróleo” (1956). No faltan allí “fórmulas simples y concretas”, de paso, para fomentar el desarrollo de “una economía diversificada y propia” a partir de la inversión de ingresos de la renta. Más tarde, navegando sobre una esclarecida ola, el Plan de Gobierno de Cuatro Años (1960-1964) permitiría impactar aquel cuadro estructural de atraso del sector productivo y mejorar el nivel de vida, con “obras encaminadas a la defensa y protección del material humano”.
Nuestro tiempo es otro. Identidades y mediaciones cunden en una sociedad más compleja; la circunstancia autoritaria, lejos de apagarse, muta y se vigoriza. Aun así, los apuros parecen reeditarse. Dada la crisis energética que desata el conflicto en Ucrania, la eventual reinserción del petróleo venezolano en mercados globales invita una vez más a afinar la mira política. A pensar en “fórmulas concretas” que interpelen a un ciudadano desencantado, no menos dispuesto a exigir mejoras. El estadista está obligado a plantarse firme a favor de exorcizar los vicios de manera organizada, consistente, institucionalizada. Con propuestas que, lejos de instrumentalizar la necesidad, pongan el progreso de las personas en el centro de los desvelos.
La ya mencionada falta de agencia, la incapacidad para conectarse, moverse y actuar que fue labrada a punta de disparates, está cobrando su peaje en el caso de la oposición, claro. Eso no es excusa para la pereza política, para mantenerse al margen del sufrimiento de los más, aquí y ahora. O para olvidar que la transformación de fondo, el forzoso cambio de mentalidad, es asunto que clama por el largo plazo. El nudo entre presente y futuro está más vivo que nunca.
@Mibelis