“He sido muchas veces amigo de un mendigo, en circunstancias que a ambos nos impedían descubrir si el otro era digno. Todavía me falta ser hermano de un príncipe, aunque en una ocasión conocí de cerca a quien pudo haber sido un verdadero rey, y me prometieron la posesión de un reino: un ejército, un tribunal de justicia, rentas y principios políticos, todo de una vez. Pero ahora mucho me temo que mi rey esté muerto, y si quiero una corona tengo que buscarla por mi cuenta…”
Así arranca y va cobrando nervudo cuerpo el relato de Rudyard Kipling, “El hombre que quería ser rey” (1888). Base de una magnífica película, por cierto, con la que John Huston (junto a Connery, Caine, Plummer, demiurgos tan sobresalientes como él mismo) se despide de una era de grandes producciones épicas, en un Hollywood que en los 70 decidió repensarse. Historia de mendigos y príncipes, de dioses y mortales. O más bien de mortales que creyeron ser dioses, hasta que sus miserias los plantaron frente a un destartalado espejo. No, no hay dioses acá sino seres humanos asediados por sus delirios; esos que encajan en el lugar y el momento preciso en que el sedicioso espíritu de la tribu invoca sus apariciones.
A finales del siglo XIX, cuenta Kipling, el hambre de aventura y fortuna de dos suboficiales británicos los lleva a cruzar la cordillera del Hindu-Kush, en pos de la conquista del reino de Kafiristán. La quimera no es menuda: unificar hordas que se linchan unas a las otras en una tierra incivilizada, promover la unidad política y encabezar un Estado soberano. Carnehan y Dravot se proyectan, complacidos, en el ideal de su mesiánica incursión. Tal como en vida real, cabe recordarlo, hiciera Josiah Harlan, el norteamericano que en el siglo XIX viajó a Afganistán y el Punjab dispuesto a convertirse en rey. Una vez allí, tras servir como asesor militar del Ranjit Singh, León de Lahore, fue finalmente recompensado con el título de “Príncipe de Ghor”.
(Sí, hay hombres ansiosos de ser coronados, y pueblos dispuestos a coronarlos.)
«Cada uno en su propia estimación es un rey», escribió una vez Harlan. Misma certeza que parece bullir en los personajes de Kipling, quienes echando mano de sus conocimientos y fascinante verborrea, logran cautivar a los pobladores de Kafiristán al punto de hacerles creer que fraternizaban con dioses.
La utopía es entonces casi palpable. Ganan batallas, someten a los ejércitos de pueblos vecinos, se reconocen en el signo sagrado del Gran Maestre francmasón. Y Dravot es proclamado rey. Al final, persuadido de ser hijo del mismísimo Alejandro Magno y de la reina Semíramis, cada vez más extraviado en los pasillos de su desvarío, anuncia su boda con una joven nativa. El día de la ceremonia, sin embargo, la aterrorizada muchacha muerde al Dios-rey, al Dios-diablo: y la sangre en el cuello acaba con la alucinación. «¡Ni dios ni diablo, sino hombre!», aúllan los sacerdotes: el desengaño anunciaba así la persecución, el eventual sacrificio de un rey-dios que era, en realidad, puro cuerpo físico.
(Sí, hay hombres ansiosos de ser adorados; y sociedades prestas a adorarlos primero y despellejarlos después, cuando descubren la falaz agencia de su mesianismo.)
La historia de marras evoca episodios familiares, pasajes en los que políticos encumbrados por las circunstancias, espoleados por sus ficciones y la complacencia vanidosa en el poder, terminaron engullidos por los que antes los honraron. “¡Liderofagia!”, denuncian los más escandalizados. Lo cual, de buenas a primeras, endosaría toda obligación a una estirpe de Pantagrueles inclementes, que piden y trasiegan héroes como si del refresco de moda se tratara; eso para luego arrojar sus restos en rincones que no merecen siquiera ser memorizados. El descarte compulsivo de líderes por parte de pueblos “ingratos”, dirían algunos, es hábito de la manada espasmódicamente descabezada.
Pero, ¿qué pasa si aquellos totémicos paladines naufragan en eso de estar a la altura de las expectativas que vendieron; si olvidan auscultar con oído fino la jaculatoria de sus devotos, si usan el poder como mortero para devastar templos? ¿Qué pasa con el sobrevenido liderazgo cuyo desempeño revive el parto de los montes: fragoso y alborotador al principio, menguado como el ratón que resume el alumbramiento, al final? ¿No es al menos comprensible cierta exasperación, el aullido, los temblores de la desilusión; el hastío de ciudadanos que, a diferencia de los que optan por sepultar toda duda, reclaman su trozo de cielo, el que no hubiese ningún milagro?
La vieja tragedia cobra nueva vida. Se ha hecho sangre, sudor y lágrimas en Kafiristán, en los Urales; y en Cuba, Nicaragua, Brasil, Venezuela, incluso EEUU. La molienda de quienes se han visto a sí mismos como reyes-dioses, de quienes al chocar con sus debilidades de pronto se vuelven seres mínimos, seres trágicos, deviene en forzoso déjà vu. Todo mal. Es la liga estirada hasta el desgarro. La puja entre lo que se percibe como predestinación, como autoridad cuasi-numinosa, y la realidad. Una hybris que antes de consumirse se esmera en hacer el mayor daño posible.
Frente a estos monarcas a deshora, individuos cegados por la creencia de que las instituciones deben amoldarse a la majestad de sus dos cuerpos (E. H. Kantorowicz) y no al revés, la democracia eventualmente tirita. Hace falta la mordida, la evidencia que los delata, el aplomo ante sus bufidos, la brega sostenida para ponerlos en su sitio. Con suerte, con razones, la democracia ganará y la consigna será otra: el falso rey ha caído. Qué viva la constitucionalidad, los contrapesos, la alternancia.
@Mibelis