Mibelis Acevedo Donis: El elector esquivo

Mibelis Acevedo Donis

El cruce entre el índice de cedulados y el de inscritos en el Registro Electoral sugiere que, para 2024, podría haber 3.3 millones de venezolanos menores de 30 años no inscritos en el RE. Héctor Fuentes, director del centro de reflexión y acción social EstadoLab, advierte que, en atención a las proyecciones de disminución demográfica por causa de la migración, 2,4 millones de esos no-inscritos estarán en Venezuela. Los datos en cuestión forman parte de un estudio que desmenuza la compleja situación de desconexión de los segmentos más jóvenes de nuestra sociedad respecto a la política nacional. Datos que, de cara al ciclo 2024-2025, sirven además para prever el impacto de un fenómeno hincado en un marco más amplio (la desafección cívica que cunde entre electores de todas las edades) sobre la aspiración del cambio democrático.

Habría que decir, claro, que el escaso interés del joven por la política convencional no es fenómeno exclusivo de Venezuela. Afirma Mario Sandoval (Jóvenes del siglo XXI, Sujetos y actores en una sociedad en cambio, 2002) que la posmodernidad ha estado asociada “a la puesta en duda del conjunto de certezas y éxitos de la modernidad y, en tal sentido, viene a configurar un sentimiento de desencanto, de descreimiento de todo y de todos, una sensación de crisis profunda y radical” que alienta los sentimientos de desvinculación y compromete la socialización política. La crisis global de la democracia lleva consigo el signo de la desilusión de ciudadanos cada vez menos tentados a tomar parte activa en la vida pública y que, en última instancia, acaban movidos por el voto del enojo, el azaroso “voto castigo”.

En 2013, el informe sobre participación juvenil realizado por FLACSO-Chile e IDEA, por ejemplo, ya reportaba que los menores de 30 años concurrían menos a las elecciones presidenciales en el continente. Desde el punto de vista del vínculo institucional, una lógica “adultocéntrica” pareciera no estar ayudando a generar espacios para que los jóvenes participen e incidan en las decisiones del gobierno (Brussino, Rabbia y Sorribas, 2009), con la consecuente percepción de que el sistema político no los representa ni refleja sus intereses. En el caso venezolano cabría preguntarse: ¿qué errores de abordaje por parte del liderazgo, qué barreras autoimpuestas impiden que un sector destinado a asumir el relevo político no se sienta seducido por la tarea? ¿Se trata de mera apatía o existen impedimentos estructurales que bloquean esa participación?

Responder a estas cuestiones obliga a examinar, por un lado, la salud, el alcance y eficacia de los agentes socializadores: familia, escuela, grupos de pares, medios de comunicación, organizaciones sociales, partidos políticos, entre otros. Asimismo, las condiciones en que se da este aprendizaje, las variables del entorno inmediato y amplio que intervienen en la adquisición de esa predisposición a la participación. Finalmente, saber hacia dónde apunta el resultado del proceso de toma de consciencia de los deberes y derechos del joven ciudadano, el grado de compromiso, aprobación o desacuerdo con el sistema. Tratándose de Venezuela, sospechamos que la anomalía que registran estas áreas a santo de la incidencia de la crisis estructural añade una textura propia al fenómeno. Quizás, como también sugeriría el sondeo de EstadoLab, las explicaciones sobre la calidad del involucramiento de estos esquivos electores deben mirar más allá de una supuesta pasividad frente a la potencial renovación del orden social; e invocar la necesidad de aggiornar, diseñar y poner en práctica modalidades de participación, diferentes a las tradicionales.

Es bueno recordar que se le habla a un segmento que, grosso modo, se compone de nativos digitales, individuos pragmáticos, consumidores inteligentes de información, preocupados por su emancipación material/afectiva y ganados para el activismo y las causas sociales. Pero también que nuestra “generación Z”, la de los Centenialls venezolanos, nació en tiempos de Chávez y creció en un país donde la cultura, modo de ser y hábitos democráticos han sido prácticamente deshechos como referentes. Con una adolescencia signada por la inestabilidad, alta incertidumbre, polarización, la falta de recursos que empuja a la ocupación laboral temprana; e hitos como la escasez, el apagón, la hiperinflación, la crisis humanitaria, el éxodo, la separación de las familias y la pandemia, su visión de lo político y expectativas respecto a la propia democracia y sus métodos tienden a contagiarse de comprensible escepticismo, ansiedad e impotencia. Haber estado expuestos a narrativas equívocas, además, a estulticias y mitos sembrados para destruir la confianza en el poder del voto, poco o nada ayuda a fomentar su integración a diversas dinámicas políticas.

En atención a esa singularidad histórica -y contrastando con estudios del mismo grupo etario en otros países, donde reina el fascinante vértigo de la modernidad líquida– el mayor anhelo es lograr estabilidad. He allí la clave para una acción comunicativa que mitigue la creencia de que la política es “un esfuerzo agotador e inútil”; el sabor amargo de la instrumentalización de convocatorias previas, la preeminencia del interés privado sobre el común. Esa desoladora impresión de que la política es apenas terreno para el engaño, la dominación, la desinformación, la reducción del adversario, y no para la entusiasta construcción de un proyecto de realización colectiva.

Todo ello conduce a una de las partes más útiles del mencionado estudio: las recomendaciones para la acción. En línea con la demanda de horizontalidad, flexibilidad y participación directa en la toma de decisiones, distintiva de estos sectores (Mieres y Zuasnabar, 2012), así como la búsqueda de eficacia política y resultados no postergados en demasía, toca pensar en modalidades atractivas (y menos costosas) de participación, redes informales construidas para fines concretos, en discursos genuinos que los interpelen y conmuevan. Se sugiere entonces apelar al sentido de responsabilidad y solidaridad, sabiendo que para estos jóvenes el altruismo y sentido del deber son móviles poderosos a la hora de la elección. Esto, sin que implique culpabilizar o amenazar, sino escuchándolos y empleando información con argumentos. Plantear dilemas estratégicos mediante el inmejorable recurso de la mayéutica, por cierto, abre espacios para equilibrar el envión de la pura emoción, tan crucial en el voto. Si algo necesitará Venezuela es pensamiento crítico, la idea como motor del cambio latiendo bajo el festivo traje de la propaganda.

@Mibelis