Verdad y política nunca se han llevado demasiado bien, afirmaba Hannah Arendt en su ensayo de 1964, “Verdad y política”. La desoladora observación no era ajena a su experiencia personal, por cierto, pues fue acusada por sus paisanos de “traicionar” al pueblo judío, de exponer una perspectiva de los hechos históricos que, de algún modo -según aducían- mitigaba las culpas del enemigo nazi. A santo de esa polémica y de los feroces ataques personales que recibió por su crónica sobre el juicio a Eichmann (Eichmann en Jerusalén, un informe sobre la banalidad del mal, 1962) Arendt se plantea entonces dos problemas: “El primero tiene que ver con la cuestión de si es siempre legítimo decir la verdad -de si creo sin reservas en el lema “Fiat veritas, et pereat mundus”-. El segundo surge de la enorme cantidad de mentiras usadas en la “controversia” -mentiras, por una parte, sobre lo que yo había escrito, y, por otra, sobre los hechos de los que yo había informado-”.
“La mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no solo de los políticos y los demagogos, sino también del hombre de Estado… ¿Forma parte de la propia esencia de la verdad el ser impotente, y de la esencia misma del poder el ser falaz?”, se pregunta, consciente de la gran incomodidad que generaban sus planteamientos. ¿Cuál es el daño que la política puede infligir a la verdad, por medio de la mentira? El tema de la verdad en política era también, naturalmente, el de la mentira en política. Un forcejeo que cobra especial relevancia en la moderna sociedad de masas y en el marco de los totalitarismos, pero que no es ajena a las cavilaciones de otros pensadores antes de Arendt.
Reflejo del conflicto griego entre la verdad filosófica y la Polis, Platón, por ejemplo, habla de la “mentira noble”, la de la persuasión usada para acrecentar el espíritu público, de la que el primer beneficiario es el gobernado y, en segundo término, el gobernante. (La sentencia contra Sócrates, por cierto, exponía la debilidad de la verdad fáctica en el ámbito de la política). Hobbes zanjaba la discusión convencido de que existen temas por los cuales “los hombres no se preocupan”. Maquiavelo, echando mano a una visión pesimista y sin reivindicación posible de la naturaleza humana, esa visión cruda, autoritaria y excluyente del poder que la guerra de todos contra todos exigía al gobernante, dispensa la “falta de exactitud” a la hora de conservar tal status. Amén del temor y la fuerza del Leviatán, el príncipe requiere “astucia” para el engaño. Por otro lado, Max Weber, para quien lo pertinente en la acción política es el provecho práctico, advierte en La política como profesión que la fidelidad a la verdad figuraría entre los cánones morales impracticables. Pero al tomar como referencia al Gran Inquisidor, el despótico cardenal descrito por Dostoievski, reflexiona sobre el problema que supone justificar cualquier medio en función del fin, pues eso llevaría a disociar los principios de la responsabilidad ética del político.
Por su parte, la mentira organizada, la falsedad deliberada y a gran escala, intenta “cambiar la crónica”, fabricar realidades alternativas para atacar la realidad común y compartida, bloquear su incomodidad presente y “destruir lo que haya decidido negar”; una manera de pervertir la libertad humana para afectar la circunstancia. “El reverso de la verdad tiene mil formas y un campo ilimitado”, escribe Michel de Montaigne, citado por Arendt. Si bien su objetivo es hacer pasar una verdad de hecho como una opinión, sumirla a fuerza en los fangos de los desórdenes informativos (para ello, amén del autoengaño destinado a crear una apariencia de fiabilidad, hoy recurre a aparatos comunicacionales poderosos, productores masivos de posverdad y desinformación), la creciente amplitud del consenso en torno a lo que en realidad está ocurriendo no deja de representarle un desafío. Sin la participación de los más, la eficacia de la mentira organizada acaba comprometida.
@Mibelis