Conflicto irresoluble o consenso y estabilidad. Paz o guerra… ¿de qué clase de paz hablamos, cuál guerra? Nos recuerda García Pelayo que la Idea de la Política (1967) ha estado signada históricamente por su naturaleza ambivalente. Por un lado, predomina la tensión, el conflicto, el constante antagonismo. Allí cobra cuerpo la tríada lucha-poder-voluntad: el convencimiento de que sin lucha de poder ni fuerzas contrapuestas, no hay política. Por otro lado, surge la visión de que la política, intuida como paz o como orden gira en torno a la Justicia; así, tal como sostenían Platón, Aristóteles o Cicerón, esta operaría como ordenación de la razón. «¿Qué son los reinos cuando de ellos está ausente la justicia, sino magna latrocinia?», se pregunta en ese sentido San Agustín. La tríada paz-razón-Justicia da rostro a esta postura.
El sistema de valores al cual se adscribe el poder es vital a la hora de definir una determinada estructura política. “La historia entera de la política es en buena parte el intento de vincular un sistema axiológico al poder político, la búsqueda por parte del espíritu de la fuerza histórica capaz de materializarlo”, recuerda también García Pelayo.
Convengamos al mismo tiempo con el jurista español en que, en tanto sustrato de la existencia humana, no podemos remover de esa ecuación el ingrediente del conflicto, la lucha que resulta del despliegue de la voluntad, el apetito, el conatus o potencia del ser, según describía Spinoza. “La idea de la política centrada en torno al poder y a la lucha es propia de épocas críticas en las que se pretende poner al desnudo o desenmascarar las apariencias de las cosas”, apunta asimismo García Pelayo. De allí que el mejor fin al cual podemos apuntar no es la supresión de esas diferencias que resultan de la insalvable pluralidad, no es convertir a las sociedades en modelos uniformizados bajo el dominio de una única creencia, sino gestionar una esfera donde la lucha no sea completamente eliminada, más bien transformada y canalizada para que la violencia no sea lo que la defina. La paz lograda a partir del convencimiento e incorporación de quienes oponen resistencia al poder, supone “una síntesis de los valores por y para los cuales se constituye hic et nunc la convivencia política”.
Para que esa paz sea funcional y contribuya al orden, entonces, puede y debe ser entendida como civilización de la lucha, como fase de equilibrio entre intereses, capacidades y voluntades dentro de un campo social. Como avenencia y alineación puntual de expectativas que cuaja dentro de ciertas reglas, no como abolición forzada y permanente del conflicto. Es justo esto último lo que alientan las visiones autoritarias, por cierto: eliminar aquello que define a la política, la puja entre fuerzas contrapuestas, la posibilidad ulterior de transformar la guerra simbólica en promesa de pacto, siempre renovable. Sobra decir, además, que la «paz interna» luce como condición necesaria pero insuficiente para calificar de democrático a un régimen; y que conseguir la paz interna a través del terror o la destrucción de mecanismos de acción colectiva jamás podría exhibirse como logro civilizatorio.
Al despolitizar la esfera pública -esto es, al anular la voluntad y disolverla en mera impotencia- la imposición de “verdades” ad hoc resulta una tarea menos ardua, claro. Frente a dicho propósito y según los medios que se empleen para lograrlo, la claudicación temporal, el abandono de la causa, el acomodo del oponente es una posibilidad. Pero el mismo Carl Schmitt, de hecho, advierte que, lejos de anticipar la “paz perpetua”, negar la oposición pública amigo-enemigo (esto es, el antagonismo que prefigura el conflicto político) intensificaría la lucha en las comunidades políticas y favorecería el resurgimiento del “enemigo absoluto”. Al final, tales intentos no destierran el choque cuya latencia se vuelve amenazante para los gobiernos autoritarios. Entonces surgen respuestas paradójicas: la anormalidad convertida en normalidad, la angustia, el temor difuso e inextinguible que invade al sometido, pero también al opresor; la suspensión de la política, al final, el “estado de excepción permanente” y generalizado (así lo definía Walter Benjamín al manifestar su discrepancia con el Decisionismo schmittiano).
Sirva lo anterior para pensar en las promesas de “paz y orden” con las que trajinó el gobierno venezolano en días de campaña electoral, y que no abandonan el discurso oficial en tiempos de indeterminación y crisis postelectoral. Combinación de gestión cotidiana con coerción estatal, lucha inusual “contra el terrorismo y el fascismo”, una situación que se ha pervertido al punto de que los propagandistas hoy se afanan en medir y vender un supuesto deseo de “pasar la página” del 28J como si de un enojoso traspié se tratase, equiparándolo con el anhelo de paz de la población. Pero nada hay en tan sospechoso arbitraje que invoque a la justicia, en tanto reguladora de expectativas y promotora de consensos; sino más bien tolerancia con el real quebrantador de la paz, sumisión a la violencia, “que no es otra cosa que posponer la guerra”, como también advertía García Pelayo.
Es justo afirmar que los venezolanos desean vivir en paz, naturalmente. Pero he allí un deseo que de ningún modo cancela la necesidad de reconocer la discrepancia dirimida en los marcos de ley, y que mucho menos puede ser entendido como aceptación de sometimiento absoluto al poder del Estado, este Leviatán sin límites ni contrapesos. Incrustada en la consciencia colectiva, se mantiene la página de una disonancia crítica para la convivencia presente y futura, y cuya vigencia se reactiva ante la inequidad, el irrespeto, la violencia institucional y la injusticia social. Ante el desconocimiento de la Constitución, los derechos humanos y la razón democrática.
Una paz negativa, la simple ausencia de guerra y la inaceptable supresión del conflicto, no basta para disolver el malestar y transformarlo, por tanto. Haría falta en todo caso una paz imperfecta, siempre política y atenuante de la brecha entre las expectativas y el poder. Anclada, además, a una realidad que se sabe dinámica, procesual, inestable, inacabada e incompleta, como apuntan los expertos en construcción de cultura de paz. Una que no lucha por eliminar los conflictos, sino que hace posible la coexistencia con estos, fuentes y motores de desarrollo. Es la clase de paz, por supuesto, que sólo cabe encuadrar dentro de cierto orden político, basada en un equilibrio de poderes y que “implica una estructura correspondiente de expectativas y patrones de cooperación”. Sí: con Rudolph J. Rummel (1991) podemos afirmar que sólo la democracia representa esa «bala de plata» capaz de poner fin a la violencia interna, creando condiciones para una situación que no aplasta ni destruye la voluntad, sino que invita al ajuste mutuo.
@Mibelis