La muerte es siempre cosa de los vivos. Los que se van no leen los artículos póstumos que de ellos escribimos honrándoles. Por ello es menester decirlo en vida. Cayito se fue sintiendo todo el cariño que le teníamos, no solo los que tuvimos el honor de ser sus compañeros y discípulos, sino todos los venezolanos que estuvieron pendientes de él. Tiene que ser hermoso luego de una vida plena, talentosa, amable y buena, partir con la certeza del cariño de todos. Es una magia que solo pueden vivir los grandes artistas, los sabios, los hombres de bien. Cayito fue todas esas cosas.
Con Cayito también se nos muere un tiempo. El humor ha cambiado, ya no se requieren habilidades especiales como esas que tenía Cayito, sino -las más de las veces- solo desfachatez. Y viene a cuento esta última palabra que etimológicamente significa “quitarse la cara o la máscara externa con la desvergüenza y la osadía irrespetuosa”. Cayito, justamente nunca fue un descarado, por el contrario, si algo tenía eran caras, con esa capacidad para la caracterización que hizo de él una leyenda en el humor venezolano.
Una de las cosas que nos enseñó, es la responsabilidad que implicaba la caracterización de un personaje en términos de límites. El humor se pone límites, aunque el objetivo es causar gracia, no todo lo que causa gracia es pertinente, porque puede ser obsceno, de mal gusto o desatinado en el juicio. Cayito nos enseñó mucho de esta responsabilidad que quizá algunos todavía no hemos terminado de aprender bien.
Con Cayito también se va un tiempo del país, de la televisión, del arte. Aquellos tiempos en que las grandes figuras de nuestra televisión desarrollaban una larga carrera que exigía muchos años de hacer las cosas bien para alcanzar notoriedad. No había esas famas instantáneas que se alcanzan hoy. No conocíamos la viralización, sino los números del rating que llegaban una semana después. Así que había que desarrollar la intuición, el criterio y el juicio para llegarle al televidente. Luchábamos en contra del principio que algunas veces gobernaba la televisión de que el mal gusto genera sintonía. Nos declarabamos en rebeldía en contra de la tesis que preconizaba que la programación tenía que “subir cerro”. En muchas oportunidades -también desde los programas de humor- intentamos bajar al cerro al mundo de la cultura y la sensibilidad, formar una espectador más exigente y refinado. A Cayito se le daba muy bien: hacíamos nuestras parodias de Uslar con “Volar es humano” que comenzaba inevitablemente con él diciendo. “muy buenas noches
amigos inservibles” (por los “amigos invisibles” a los que se dirigía el original). Muchas cosas se hicieron por este camino: se habló de arte, de poesía, de literatura. Se caracterizaban las grandes personalidades de nuestra cultura en parodias que también llevaban parte del contenido del original.
Con Cayito se va el tiempo de las grandes parodias políticas, del humorismo crítico, agudo de un país que vivía en democracia e iba conquistando progresivamente libertades desconocidas en otros momentos de nuestra historia. Era el tiempo de un país que sentía que progresaba, dell que uno no imaginaba, ni por asomo, que tendría que irse, como no fuese para prepararse y volver o para las clásicas compras en Miami de los mayameros del “ta’barato”, que también parodiaba la Rochela. Memorable, sin duda, su caracterización de Carlos Andrés Pérez que llevó al mismo Pérez a decir en un discurso público ante una equivocación: “¡Caramba, ya me estoy pareciendo a Cayito!”.
Cayito hizo todos los papeles que la vida le asignó con amor y pasión, convirtió su existencia en alegría para todos, lo cual es una auténtica bendición, tanto para él, como para los que tuvimos la dicha de compartir su tiempo. Una verdadera suerte frente a la cual solo cabe gratitud en esta hora de su viaje definitivo… ¡que le vaya bien!