Jaime Bayly: Un bombero toma el poder

Jaime-Bayly

Nada más entrar en la cocina, se dio una gran sorpresa: su padre, Magno Ramírez, ochenta y dos años, estaba vestido íntegramente de bombero

Pía Ramírez, treinta años, soltera, abogada brillante, despertó al alba, se apuró en ducharse y vestirse, pues ese día tenía que hacer una presentación importante en el estudio donde trabajaba, y caminó a la cocina para desayunar.

Nada más entrar en la cocina, se dio una gran sorpresa: su padre, Magno Ramírez, ochenta y dos años, estaba vestido íntegramente de bombero, un uniforme rojo, de tipo mameluco, con su nombre escrito en el pecho y el escudo del cuerpo general impreso en el brazo, y un casco grande, aparatoso, de un rojo chillón, con un protector de plástico cubriéndole el rostro, y unas botas negras.

Bombero orgulloso de toda la vida, Magno Ramírez se puso de pie y saludó marcialmente a su hija, llevándose la mano derecha a la frente, haciendo el clásico saludo militar.

Pía Ramírez soltó una risotada espléndida y enseguida preguntó:

-¿Qué haces vestido de bombero a las siete de la mañana, papá?

Todavía de pie, interrumpiendo su desayuno de huevos fritos con salchichas, Magno Ramírez respondió:

-Tengo que ir a renovar mi carné de bombero.

Pía volvió a reírse de la extravagancia de su padre:

-¿Pero tienes que ir vestido de bombero?

-Sí -contestó Magno-. Positivo, hija.

Pía desayunó apuradamente un yogurt con cereales y se ofreció a llevar a su padre al cuerpo general de bomberos, pero Magno le dijo que prefería ir solo, en taxi, al centro de la ciudad, porque luego tenía otros planes:

-Tengo que hacer unas diligencias -dijo, en tono enigmático.

Magno Ramírez estaba profundamente orgulloso de su única hija: desde que enviudó, ella lo mantenía, le pagaba las cuentas, se ocupaba de que no le faltase nada.

Como si fuera a sofocar un incendio o conjurar una tragedia, Magno Ramírez salió de su casa, caminó orgullosamente como bombero, esperó a un taxi y se dirigió al centro de la ciudad. No llevaba tapabocas o barbijo. Pero el protector de plástico del casco le cubría suficientemente el rostro. Conversó con el conductor. Discreparon amablemente primero y agriamente después. El taxista apoyaba al presidente de la nación. Magno Ramírez detestaba al presidente:

-Es un mamerto, un papanatas, un candelejón -le dijo al taxista, subiendo la voz, dándose aires.

Llegando al cuerpo general de bomberos, se negó a pagarle al taxista:

-Por mentecatos comunistas como tú, este país está jodido -le dijo.

El taxista hizo un escándalo. Algunos bomberos veteranos reconocieron a Magno Ramírez y le pagaron al taxista.

Magno Ramírez caminó resueltamente a las oficinas del director general. La secretaria le dijo que su jefe no se encontraba en la oficina. Magno simuló no haberla oído: entró en el despacho y se quedó un momento de pie, contemplando los calendarios eróticos de tres hermosas mujeres argentinas: Pampita, Nicole y Luciana. Magno Ramírez se relamió, salivó de deseo, lamento ser un viejo que ya no interesaba a las mujeres. Miró de soslayo a la secretaria, llamada Fausta:

-Está buena la Fausta -se dijo a sí mismo.

Enseguida le pidió a Fausta que le renovase su carné de bombero honorífico. Ella lo ayudó con grandes reservas de paciencia y bondad. Le hicieron unas fotografías, le tomaron sus datos actualizados y le pidieron que pagase un dinero menor por la renovación.

-No tengo un puto centavo en los bolsillos -dijo Magno Ramírez, y entonces Fausta decidió exonerarlo del pago de rutina.

Cuando la secretaria fue a sacar unas fotocopias, Magno entró nuevamente en la oficina del director general, sacó una placa metálica con su nombre y la escondió en sus bolsillos. La placa decía: Comandante en Jefe Mario Castillo, Mariscal del Cuerpo de Bomberos.

Saliendo del local de sus colegas bomberos, Magno Ramírez adhirió en su uniforme, en el pecho, sobre su nombre, la placa metálica que había hurtado, y de pronto se sintió Mario Castillo, Mariscal de Bomberos.

Enseguida decidió que iría al palacio de gobierno, a darle una sorpresa al presidente, a quien detestaba.

Como no llevaba dinero, caminó varias cuadras hasta llegar a la casa de gobierno. Era un día frío, nublado, y las calles lucían despobladas porque, debido a la peste que azotaba al mundo, no había turistas y le gente temía salir de su casa.

Llegando al palacio que erigieron los españoles siglos atrás, los guardias de seguridad le preguntaron quién era y a qué venía, y Magno Ramírez no vaciló en responder con autoridad, levantando la voz:

-Soy el Comandante en Jefe Mario Castillo, Mariscal de Campo de los Bomberos. Vengo a entrevistarme con el Señor Presidente de la República. Tenemos una cita. Me espera.

-Un momento, por favor, señor Comandante -le dijeron, y Magno se sintió a gusto de que lo llamasen así.

Poco después, un guardia le dijo:

-La secretaria del Señor Presidente me informa que no tiene cita con usted.

-¡Es una emergencia, carajo! -bramó Magno Ramírez-. ¡Dígale que es un asunto de vida o muerte! ¡Está por ocurrir un terrible desastre! ¡Tiene que recibirme!

Intimidados por el vozarrón del anciano que decía ser Mariscal de Bomberos, los guardias volvieron a llamar al despacho presidencial y lo dejaron pasar. Magno caminó, acompañado de un guardia, quien lo dejó en la antesala de las oficinas del presidente. La secretaria lo saludó con amabilidad y le preguntó de qué urgencia se trataba.

-Es una emergencia de vida o muerte -le respondió Magno Ramírez-. Tengo que comunicársela cuanto antes al presidente.

-¿Pero no me puede decir de qué se trata, para darle un avance al Señor Presidente? -insistió la secretaria.

-¡No! -rugió Magno-. ¡Por favor, déjeme pasar! ¡Hay vidas humanas en juego, señorita!

Minutos después, el presidente de la nación, algo desconcertado y, al mismo tiempo, asustado, recibió en su despacho a Magno Ramírez, seguro de que era Mario Castillo, el Mariscal de Campo de los bomberos del país:

-Querido Mario, qué alegría recibirte, bienvenido -le dijo, con una mascarilla que le cubría la nariz y la boca.

-Señor, he venido porque la patria está en peligro -dijo Magno Ramírez, aún de pie, negándose a tomar asiento, como le sugería el jefe del Estado.

-No entiendo de qué peligro me hablas -le respondió el presidente.

Magno Ramírez se acercó tres pasos al presidente y le espetó a gritos, cubriéndole el rostro de salivazos que olían a pisco rancio:

-¡Si usted sigue siendo presidente, la patria se irá derechito a la mierda del comunismo!

Incrédulo, el presidente dio un paso atrás y dijo:

-Más respeto, oiga. No le permito que me falte al respeto.

-¡Eres un mamerto, un papanatas, un candelejón! -le gritó Magno Ramírez al presidente-. ¡Eres un comunista de mierda!

Luego se quitó el casco voluminoso y golpeó al presidente en la cabeza una, dos, tres veces, hasta que lo vio caer desmayado sobre un sofá de cuero negro.

Sin perder tiempo, Magno Ramírez sacó su teléfono inteligente y se hizo varias fotos al lado del presidente desmayado, con la frente levemente ensangrentada.

Luego acomodó al presidente caído en el sofá, se aseguró de que estuviese respirando, salió deprisa del despacho, cerró la puerta y le dijo a la secretaria que el presidente le había pedido una hora de absoluta privacidad, pues necesitaba descansar. La mujer lo miró con extrañeza. Magno Ramírez, de nuevo el casco rojo cubriéndole la testa, le hizo el saludo militar y caminó a toda prisa hasta la salida. Pero de pronto pasó por la sala de prensa y advirtió que diez o doce reporteros se hallaban allí reunidos, como si estuvieran matando el tiempo, aburridos, esperando noticias del presidente. Magno Ramírez entró en la sala de prensa y rugió:

-¡Señores periodistas, vengo a hacer un anuncio a la nación!

Enseguida subió al podio presidencial, mientras los reporteros lo enfocaban con sus cámaras de televisión o sus teléfonos inteligentes.

-¡El presidente de la república acaba de sufrir un paro! -gritó Magno Ramírez, provocando consternación en la sala-. ¡Estábamos sosteniendo una reunión de trabajo y cayó inconsciente frente a mí! ¡Parece que tiene un coronavirus muy avanzado!

A continuación, Magno Ramírez mostró las fotos del presidente desmayado en su despacho. Los reporteros verificaron que se trataba del presidente y que parecía inconsciente, desmayado, tendido en un sofá negro. Minutos después, esas fotos aparecían en las televisiones y los periódicos digitales del país, en medio de un clima de alarma y crispación, al mismo tiempo que Magno Ramírez gritaba, para estupor del cuerpo de prensa:

-¡El presidente ha caído por razones de salud! ¡Vengo a anunciarles a que el nuevo Presidente de la República, soy yo, Magno Ramírez, bombero vitalicio!

-Pero su placa dice que usted es Mario Castillo, señor -observó una reportera, perspicaz.

-¡Perdón, mamacita, mil disculpas! -se excusó, risueño, Ramírez-. Mario Castillo era mi predecesor en el cargo, pero ha fallecido de coronavirus. Soy Magno Romero, Mariscal de Campo de los Bomberos y, a partir de este momento, Mariscal Vitalicio de la República.

-¿Se considera usted el nuevo presidente? -inquirió un periodista, desconcertado.

-Positivo, hijito -respondió Magno Ramírez, en tono condescendiente-. A nombre del cuerpo general de bomberos, acabo de dar un golpe de Estado para salvar a la patria del comunismo. ¡Anuncio que soy el nuevo Mariscal de Campo de la Nación!

En medio de la confusión y los gritos de los periodistas que se reportaban a sus jefes, Magno Ramírez empezó a cantar el himno nacional de la patria y algunos periodistas, abrumados por las circunstancias, lo secundaron.

Entretanto, la secretaria del presidente legítimo trataba de reanimarlo en su despacho, sin saber que el inopinado visitante, Magno Ramírez, bombero, anciano, ochenta y dos años, acababa de perpetrar un golpe de Estado y proclamarse Mariscal de la Patria.

Saliendo de la sala de prensa, Magno Ramírez caminó con la gravedad de un jefe de Estado, se cuadró ante el regimiento a caballo y pidió que lo dejaran montar a caballo. No fue fácil subirlo, el pesado traje colorado de bombero no ayudó a la improbable tarea. Una vez montado a horcajadas sobre un caballo negro, sin quitarse el casco, Magno Ramírez exigió que abriesen las rejas del palacio y, acompañado de la guardia presidencial a caballo, salió cabalgando de la casa de gobierno, en medio de los vítores de los pocos peatones que no entendían por qué un bombero anciano, montado a caballo, era tratado con todos los honores. Nuevamente, Magno Ramírez y sus subordinados rompieron a cantar el himno de la patria, traspasados por la emoción.

Poco más allá, un carro de bomberos, haciendo ulular su sirena, se plantó frente al Mariscal y su caballería sediciosa. El auténtico Mario Castillo, despojado de su placa, bajó del carro y conminó al usurpador a devolverle el nombre que le había hurtado:

-¡Devuélveme mi plaqueta, viejo concha tu madre! -le gritó, furioso, a Magno Ramírez.

Sin dejarse arredrar, Ramírez ordenó a sus lugartenientes:

-¡Arresten a este impostor!

La soldadesca descendió de sus caballos y neutralizó a Mario Castillo, quien no entendía qué carajos estaba pasando, por qué un anciano era el nuevo jefe de los bomberos y Mariscal de la República.

-¡Échenle agua, carajo! -rugió Magno Ramírez, desde su caballo, y los bomberos trepados en el carro no dudaron en abandonar pérfidamente a su jefe caído y obedecer al nuevo mandamás, disparando un chorro potente sobre la magra humanidad de Mario Castillo, quien voló unos metros, como una hormiga obesa y colorada, y cayó en el pavimento, atontado.

-¡Viva la patria serena! -gritó Magno Ramírez, y la caballería y los bomberos lo secundaron con un grito salido de las vísceras:

-¡Viva!

En ese momento, Pía Ramírez, quien se encontraba hablando en la sala de conferencias de su estudio de abogados, fue interrumpida por uno de sus socios, Alfredo Mendoza, quien se acercó a ella y le dijo al oído:

-Creo que tu viejo ha dado un golpe de Estado.

Encendieron el televisor, pusieron el canal de las noticias y entonces Pía Ramírez vio a su padre vestido de bombero, montado sobre un caballo negro, seguido por la guardia presidencial a caballo y por un carro de bomberos que hacía ulular su sirena de un modo festivo, mientras los viandantes y comerciantes callejeros, sin entender qué rayos pasaba, saludaban al anciano bombero a caballo, quien les decía a los gritos:

-¡Soy el Mariscal Magno Ramírez y vengo a decirles que hemos salvado a la patria del cáncer comunista!

Al comprender que su padre había dado un golpe de Estado, Pía Ramírez sufrió un vahído y cayó desmayada en brazos de su jefe.