Aquella noche, cuando las luces lo iluminaron y las cámaras lo enfocaron, el hombre tuvo que ponerse de pie muy a su pesar
Aquella noche el invitado no llegó a tiempo y, como el programa de televisión se emitía en directo, Barclays tuvo que improvisar: no haría una entrevista al invitado que había anunciado, dado que este no aparecía ni respondía los llamados desesperados de los asistentes de Barclays, sino una entrevista a sí mismo, alentando al público sentado en el plató, unas treinta o cuarenta personas, muchas de las cuales asistían asiduamente, a hacerle preguntas improvisadas e inopinadas, mejor aún si dichas preguntas, anunció Barclays, atizando la curiosidad del público, eran hostiles, indiscretas o embarazosas y lo ponían en apuros.
De inmediato los técnicos en el estudio se apuraron en iluminar al público sentado en varias filas de sillas plegables, corrieron a encender un micrófono de mano del tamaño de una banana o un pepino y reacomodaron las cámaras, de modo que algunas pudiesen capturar imágenes del público, los espectadores uno a uno se ponían de pie y se animaban a preguntarle algo al insufrible Barclays, que, faltaba más, estaba encantado no haciendo la entrevista al invitado ausente y, por una vez, ocupando el doble papel estelar de anfitrión y entrevistado: Barclays, en efecto, siempre encontraba tiempo para hablar apasionadamente de sí mismo, y aquella noche no habría de ser una excepción.
Todo fluyó razonablemente bien, la mayor parte de las preguntas fueron formuladas por señoras de edad avanzada, algunas trémulas de voz y de equilibrio cuando se ponían de pie, todas impregnadas de sincero afecto a Barclays, salvo cuando le tocó preguntar a un hombre de mediana edad, alto, de complexión atlética, que asistía al programa una vez por semana, sin falta, y nada más terminar aquella misa laica o libertaria se acercaba a Barclays, procurando tener un momento a solas con él. Era un hombre raro o misterioso a los ojos de Barclays. Decía que era cubano y se ganaba la vida trabajando como dentista, pero hablaba muy bajito, como susurrando, en tono receloso o conspirativo, de modo que no parecía cubano, y no tenía cara de dentista, sino de deportista o entrenador de deportistas. Barclays lo trataba con comedido afecto porque temía que el dentista cubano tuviese interés en colonizar sus partes urogenitales y, en consecuencia, explorar no sus cavidades dentales sino otras. Barclays tenía fama de promiscuo y disoluto y quizás el dentista cubano quería atenderlo no precisamente en su consultorio. Por eso Barclays daba un paso atrás y procuraba mantenerlo a distancia prudente.
Pero aquella noche, cuando las luces lo iluminaron y las cámaras lo enfocaron y, azuzado por Barclays, tuvo que ponerse de pie muy a su pesar, el dentista cubano enmudeció y no supo qué rayos preguntar.
-Vamos, hombre, no te cortes, pregunta lo que quieras, que somos amigos -le dijo Barclays.
Luego añadió, dirigiéndose a la cámara:
-Nuestro querido amigo es un dentista cubano y viene con frecuencia al programa. A ver, ¿cuál es tu pregunta?
Lívido, aterrado, el dentista se quedó en silencio unos segundos que parecieron eternos y por fin preguntó:
-Si no fuese escritor, ¿qué le hubiera gustado ser?
-Escritora -respondió Barclays, y su feligresía celebró con risas aquella previsible ocurrencia, pero el dentista se sentó con el rostro adusto, circunspecto, como si estuviese en un velorio.
Esa noche, al llegar a casa, Barclays leyó los correos que le había escrito el público, pues durante el programa aparecía a menudo el correo electrónico de Barclays, instigando a la audiencia a escribirle. Uno de ellos llamó poderosamente su atención. En tono grave y admonitorio, el autor del correo, un sujeto que daba su nombre y documento de identidad, decía que el dentista cubano no era dentista, aunque sí cubano, y en realidad era un espía al servicio de la dictadura de La Habana. Con profusión de datos y fechas, el espectador decía que era tío del espía y le contaba a Barclays dónde había nacido el espía, cuál era su nombre real, dónde había estudiado, cuánto tiempo llevaba trabajando en los servicios de inteligencia cubanos, el temido G2.
-Cuídese, señor Barclays -decía el espectador-. Mi sobrino es un hombre muy malo. Le aseguro que su misión es hacerle daño. Aléjese de él. Mi sobrino ha matado gente. No le temblará el pulso si le ordenan que lo mate a usted. Es capaz de cualquier cosa.
Si lo que decía el espectador era cierto, si el dentista era en realidad un espía de La Habana, podía entenderse, pensó Barclays, por qué se azoró tanto cuando, de pronto, las cámaras lo enfocaron y los reflectores lo iluminaron y tuvo que ponerse de pie a formular una pregunta. El espía habría quedado entonces descubierto y en exhibición como un venado paralizado por las luces de un auto en medio de la carretera de noche. Ahora su tío lo había delatado, pero tal vez el espía no sabía, no tenía cómo saber, que su pariente le había escrito a Barclays, y tal vez volvería pronto al estudio, cumpliendo su extraña rutina de visitar el programa una vez por semana.
Al día siguiente Barclays llamó por teléfono al dueño del canal y le contó lo que había ocurrido. El dueño del canal habló con el jefe de la policía. La policía vio el video del programa, examinó al supuesto espía, investigó todo sobre él, resolvió enviar agentes encubiertos al estudio, con el propósito de arrestar al supuesto espía. Pero pasaron varias semanas y el espía no apareció y los agentes encubiertos dejaron de esperarlo y llegaron a la conclusión de que el espía se había marchado de regreso a Cuba, conminado a volver por sus superiores.
Sin embargo, dos o tres meses después, cuando ya nadie lo esperaba, el espía apareció en el programa. Ha venido a matarme, pensó Barclays. No hay la menor seguridad en este canal, si alguien quiere entrar con un arma de fuego, no tiene que pasar ningún control, estoy completamente expuesto, recordó. Esperó a que el espía se pusiera de pie y lo matase a tiros. Pero permaneció sentado. Al final se acercó a Barclays y le dijo cosas amables: qué inteligente eres, qué buena entrevista hiciste, cómo me gustó ese libro tuyo que acabo de leer. De pronto, Barclays, habitualmente pusilánime y apocado, un hombre extranjero a toda forma de coraje o gallardía, sorprendió al visitante:
-Sé que eres un espía -le dijo.
El espía soltó una carcajada profesional y respondió:
-Y yo sé que tú eres agente de la CIA.
Enseguida continuó riéndose. Pero Barclays no se rio. Lo miró seriamente y le dijo:
-Tu tío me ha contado tu vida. Tu tío te ha delatado. La policía sabe que eres un espía.
Luego Barclays mencionó los datos que el tío le había dado: fecha y lugar de nacimiento del espía, nombre completo, hechos más saltantes de su biografía, nombres de sus parientes.
-Me ofende que usted le crea a un extraño y no a mí -se puso serio el espía-. Lamento decirle que ha perdido un admirador. Buenas noches, señor Barclays -dijo, y se marchó, presuroso.
Nunca más volvió. Era entonces un espía, concluyó Barclays. Pero luego se preguntó: ¿tan aburridos están los espías cubanos que vienen a espiarme a mí?
Siete años más tarde, Barclays conducía un auto a toda prisa rumbo al canal de televisión, por unas calles pobremente iluminadas de un barrio desangelado, cuando sintió un impacto brutal al lado mismo del conductor, perdió el control del vehículo y terminó chocando con un poste de luz, el coche hecho un acordeón, las bolsas de aire activadas. Barclays nunca vio al auto que lo embistió: ni antes, ni durante, ni después. El coche se fugó. No hubo cámaras que registrasen la colisión. Cuando Barclays recobró el conocimiento, estaba rodeado de policías. Las bolsas de aire lo salvaron de golpearse malamente la cabeza. Barclays pensó que quienes lo chocaron no lo hicieron accidentalmente. A partir de esa noche, cambió siempre de ruta cuando se dirigía al canal.
Tiempo después, la gerencia del canal le anunció a Barclays que había contratado un nuevo editor para su programa. Era cubano, judío, se llamaba Israel. Había crecido en La Habana, seguido instrucción militar en Tel Aviv, sido alistado como soldado israelí. Era ágil y fuerte y vestía ropa ajustaba que ponía énfasis en sus brazos musculosos. Era un editor de inmenso talento, el mejor que había tenido Barclays en su larga carrera en televisión. Como editaban juntos todas las tardes una o dos horas, abreviando los videos de noticias y alineándolos en el orden en que saldrían al aire, se hicieron amigos, aunque no amigos de salir juntos los fines de semana, pero sí de hacerse alguna confidencia de vez en cuando, mientras editaban.
Todos los fines de semana, Israel saltaba en paracaídas. Conocía un aeródromo a dos horas de la ciudad, acudía con amigos, eran todos expertos y amantes de saltar en paracaídas no una sino dos y hasta tres veces a lo largo de un día. Israel le enseñó fotos a Barclays y lo animó a que un sábado fuese a saltar en paracaídas con él.
-No me atrevo -dijo Barclays.
-No tiene que saltar solo -dijo Israel, que lo trataba de usted-. Puede saltar conmigo. No hay ningún riesgo.
A pesar de que Israel fue muy insistente, Barclays no dio su brazo a torcer. Pero Israel era indesmayable y todos los viernes le decía para saltar al día siguiente:
-Es una experiencia increíble. No se va a arrepentir. Es como volar.
Timorato, pusilánime, cobardón, Barclays no encontró valor para saltar en paracaídas con Israel.
Sin embargo, estaba tan agradecido a Israel que todos los meses le donaba un cheque con un dinero no menor, reforzando el salario que el canal le pagaba. Debido a eso, Israel y su novia viajaban con frecuencia a Europa. Al regreso de sus viajes a Roma y Florencia, a Barcelona y Madrid, a Lisboa y Porto, a París y Niza, Israel le traía pequeños cuadros a Barclays y se los obsequiaba, enmarcados y protegidos por un cristal, listos para ser colgados. Eran siempre cuadros pequeños que recogían imágenes de las ciudades que Israel y su novia habían visitado: las Ramblas de Barcelona, la Gran Vía y el Retiro en Madrid, los Jardines de Luxemburgo en París, el Coliseo en Roma, la plaza de toros en Sevilla. Como Israel tenía buen gusto y los cuadros eran bonitos, Barclays y su esposa los colgaban en distintos ambientes de la casa: en el escritorio de Barclays, en los baños, en una de las salas, en el cuarto de huéspedes. Eran ya tantos los cuadros regalados por Israel que casi no había un solo ambiente de la casa de los Barclays que no estuviese decorado con una pintura o un dibujo o un retrato a lápiz traído por Israel desde Europa.
Una tarde, la hija de los Barclays se enfadó con sus padres y tiró la puerta de su dormitorio y, al hacerlo, provocó que un cuadro colgado en la puerta cayera y el cristal que lo protegía se rompiese. Barclays se agachó, recogió los pedazos de cristal, retiró el papel rugoso en que había sido dibujado a carboncillo un puente sobre el río Sena y halló un minúsculo botón negro. Lo guardó, sin decirle nada a su esposa. Al día siguiente, se reunió con el ingeniero al mando de los asuntos técnicos del canal y le mostró el botón negro que había encontrado escondido en el cuadro.
-Es un micrófono -dijo el ingeniero.
Barclays prefirió no acusar a Israel, no todavía. Esa noche, después del programa, abrió todos los cuadros que Israel le había obsequiado, y en varios encontró el mismo botón negro, el mismo micrófono. Sorprendido, Barclays pensó: Israel es entonces un espía, pero un espía ¿al servicio de quién? ¿De los cubanos? ¿Del Mossad? ¿De los venezolanos? ¿De los rusos?
Al día siguiente, cuando terminó de editar con Israel, Barclays se armó de valor, le mostró uno de los micrófonos que había encontrado y le preguntó, en tono cordial:
-¿Eres un espía, verdad?
Israel lo miró a los ojos sin un mínimo sobresalto y respondió con aplomo:
-Sí.
-¿Para quién trabajas? -le preguntó Barclays.
-Para los cubanos -dijo el editor-. Pero, en realidad, para el Estado de Israel. Solo que los cubanos no lo saben.
-¿Eres doble agente?
-Sí.
-¿Y por qué me espías a mí, si yo no sé un carajo de nada?
-Esa fue la orden que recibí -dijo Israel.
Aquella noche editaron en silencio. Al día siguiente, Israel no apareció. Había renunciado al canal. Barclays no volvió a verlo. Lo echó de menos. Había perdido a un gran editor. Menos mal no salté en paracaídas con él, pensó.