La madre del inefable Barclays, la señora Dorita Lerner, madre de otros nueve hijos además de Barclays, cumple ochenta y un años estos días. Será un cumpleaños triste, ensombrecido por el temor a contraer el virus que azota al mundo.
Como hace un año, cuando Dorita cumplió ochenta, Barclays no podrá viajar a saludar a su madre por las obvias razones de salud: ella todavía no está vacunada, él podría contagiarse durante el viaje, en las colas de los aeropuertos, en el avión, y por consiguiente podría infectar a su madre y matarla de coronavirus. No conviene ir tan lejos a abrazar a Dorita. Debe ser prudente. Ya la abrazará en unos meses, cuando estén vacunados.
Dorita Lerner podría vacunarse en Miami, donde vive su hijo. Las hermanas de Dorita, señoras acaudaladas que tienen tanta plata que ya no saben cuánta plata tienen, se han vacunado en Miami, a pesar de que no residen en esa ciudad ni son ciudadanas de los Estados Unidos. Octogenarias ambas, mayores que Dorita, no tuvieron dificultades en vacunarse en Miami, alegando que son residentes parciales en esa ciudad. No por ser ancianas dejan de ser listas: alquilaron apartamentos en Miami y, con esos contratos en la mano, además de las constancias de sus cuentas bancarias en bancos de los Estados Unidos y sus seguros médicos internacionales pagados en Miami, demostraron a los guardias nacionales uniformados, que vacunaban debajo de unas carpas gigantes, que ellas, no siendo ciudadanas de los Estados Unidos ni residentes a tiempo completo, y habiendo ingresado a Miami como turistas, eran, bien miradas, residentes parciales, o así lo demostraban sus contratos de arrendamiento.
Una vez vacunadas, las tías de Barclays lo amonestaron cordialmente: le dijeron que Dorita debía viajar a Miami, como ellas, y vacunarse sin demora. De inmediato Barclays le consultó a su madre si quería viajar a vacunarse. Fanática religiosa, cófrade del Opus Dei, protectora de todos los curas pobres de este mundo, Dorita Lerner, que tenía fama de beata, que no tenía miedo a enfermarse ni a morir porque depositaba su destino y su alma en manos de Dios, le preguntó a su hijo:
– ¿Es legal que me vacune en Miami? ¿Es ético? ¿O estaría haciendo trampa?
Barclays consultó con su amigo, el alcalde de Miami, quien le dijo que, como las vacunas que se administran en los Estados Unidos han sido compradas todas por el gobierno, y como esas vacunas se dan gratuitamente a la población, sólo deberían vacunarse los ciudadanos y los residentes de los Estados Unidos, no así los que ingresan con visa de turista, puesto que si un turista se vacuna alegando falsamente que es residente, o residente a tiempo parcial, estaría perjudicando a quienes sí son residentes y están esperando pacientemente su turno a ser llamados, incluyendo a los residentes indocumentados o ilegales, que, con solo mostrar alguna prueba de residencia, como una cuenta de teléfono o una licencia de conducir, también pueden recibir la vacuna.
-Si vienes a vacunarte, estoy seguro de que te vacunarás -le dijo Barclays a su madre-. No es un delito. No es una felonía. Es sólo una picardía, una trampita.
-Entonces no iré -dijo Dorita Lerner-. Tu madre no hace trampitas.
– ¿No te da miedo seguir esperando en Lima, mamá? Pueden pasar meses y seguirás sin vacunarte.
-No me da miedo, hijo. No tengo miedo a nada. Dios me llamará cuando sea mi hora.
La asistenta personal de Dorita Lerner había tratado de reservar un lugar en la lista de espera para su jefa, la octogenaria señora, pero había recibido una respuesta insólita: que, siendo Dorita una señora rica, y teniendo un seguro médico privado e internacional, no le tocaba vacunarse todavía, porque antes vacunarían a toda la gente pobre que no tenía seguro médico.
-Mi vida está en manos de Dios -le dijo Dorita a su hijo mayor-. Me quedaré tranquila, esperando mi turno. Siempre te he dicho, hijo mío, que en la vida hay que saber hacer la fila, hay que tener paciencia. Eso te humaniza y te recuerda que no eres mejor que los demás, que eres uno más y que por lo tanto debes ser humilde y paciente. Siempre. Siempre.
Algunos amigos de Barclays, menores que él, viajaron a Miami y se vacunaron sin problemas en las carpas de la guardia nacional. La clave o el truco era presentar un contrato de alquiler de un apartamento o una casa. A menudo ese contrato era falso, fraguado a los fines de engañar a los vacunadores. Como ellos no podían verificar si los aspirantes a la vacuna eran honestos o deshonestos, si eran turistas impacientes o residentes parciales, daban por buenos esos contratos de arrendamiento y los vacunaban. Muchos pícaros, listillos y tramposos se vacunaban así, y regresaban victoriosos, como si ya fuesen inmortales, a sus países de origen. Para ellos, recibir las dos dosis de Pifizer era como graduarse de una universidad de sumo prestigio, y por eso mostraban sus tarjetas de vacunación, convenientemente forradas por plástico transparente, sin disimular el orgullo que sentían.
Los suegros de Barclays, residentes en Lima como la señora Dorita Lerner, titulares asimismo de un seguro médico privado, esperaban con impaciencia a que los llamasen a darse la única vacuna que se inoculaba en esa ciudad, la vacuna china de Sinopharm, pero, por desdicha, nadie los llamaba, y todo apuntaba a que nadie los llamaría en el futuro cercano, a pesar de que el señor tenía setenta y seis años y la señora sesenta y seis, y eran por tanto población de alto riesgo, extremadamente vulnerable al virus. A diferencia de Dorita, ellos, los suegros, más prácticos, menos religiosos, sostenían que, siendo residentes parciales en Miami, pues pasaban al menos tres meses al año en esa ciudad, visitando a su hija, a su yerno y a su nieta, sí calificaban para la vacuna, y en efecto Barclays pensaba que calificaban y estaba dispuesto a acompañarlos a vacunarse, si al final ellos volaban a Miami y corrían el riesgo de ser rechazados. Sin embargo, la esposa de Barclays tenía miedo de que sus padres viajasen:
– ¿Y si se contagian en el aeropuerto, en el avión? ¿Y si llegan infectados y se mueren acá? Además, tendrían que venir un mes, y no me siento preparada para cuidarlos todo un mes.
El razonamiento de la esposa de Barclays era simple: esperemos a estar vacunados nosotros, tú y yo, y esperemos a que yo dé mis exámenes finales, y luego traemos a mis papás, ya en el verano. Ella debía rendir pronto unos exámenes rigurosos para cinturón negro en karate y estaba inmensamente ilusionada, enfocada en eso. Tenía amigas que habían venido desde muy lejos para vacunarse, pero le parecía que vacunarse siendo turistas eran éticamente deplorable:
– ¿Y si en unos meses detectan a todos los que entraron como turistas y se vacunaron y les quitan la visa de turista?
Circulaban también rumores, que la esposa de Barclays daba por ciertos, según los cuales las autoridades migratorias de los Estados Unidos habían deportado, en los aeropuertos de Dallas, Houston, Los Ángeles y Miami, a turistas que llegaban a vacunarse, teniendo cita confirmada para vacunarse, a los cuales les preguntaban por el propósito del viaje, y como ellos mentían y decían que llegaban a pasear, no a vacunarse, los habían deportado de inmediato a sus países de origen, tras revocarles la visa de turista.
En esas circunstancias, un amigo de los Barclays de toda la vida, un brillante intelectual de setenta y nueve años, candidato a la presidencia de la nación, se hartó de esperar a la vacuna china y viajó a Houston, donde, sin ser ciudadano ni residente completo o parcial de los Estados Unidos, consiguió, gracias al favor de sus amigos influyentes, que lo vacunasen con la Pfizer. Tres semanas después, regresó y le dieron la segunda dosis. Por fin estaba a salvo del virus que, a su edad, y en plena campaña política, podía costarle la vida. La prensa lo acusó de haberse vacunado como turista, burlando las normas, cometiendo una picardía, una acción deshonesta, pero el candidato se defendió, diciendo que los protocolos sanitarios de las autoridades del estado de Texas permitían vacunar a los no residentes, y mostró documentos que parecían confirmar tal cosa. Barclays pensó que su amigo había cometido un error político, que no debió vacunarse como turista sin haberlo anunciado previamente a la prensa, pero su amigo, el candidato a la presidencia, respondió, con delicioso sentido del humor:
-Entonces cuando me toque mi próxima colonoscopía daré una rueda de prensa y la anunciaré.
Barclays pensó que el candidato se desplomaría en las encuestas, pero ocurrió el efecto contrario: al demostrar que tenía iniciativa y resolvía su problema en conseguir la vacuna, mucha gente, lejos de repudiarlo, lo apoyaba y hasta lo admiraba, y entonces sus números subieron significativamente en las encuestas, lo que sorprendió a Barclays.
Cuando llegó su turno, la esposa de Barclays manejó hasta las carpas de vacunación de la guardia nacional y se dio la vacuna Pfizer. Unos días después, el inefable Barclays consiguió que le administrasen la misma vacuna, en una farmacia en los quintos infiernos. Ahora esperan con ilusión la segunda y última dosis. Unas semanas después, a principios de junio, la hija de los Barclays, una niña que acaba de cumplir diez años, saldrá de vacaciones del colegio. Entonces, para celebrar, los Barclays, tras dieciocho meses sin subir a un avión, volverán a viajar. Los boletos ya están comprados: irán a Londres y París, ciudades que ellas todavía no conocen, ciudades en las que Barclays, hace treinta años, pasó su primera luna de miel, casado con una mujer a la que no supo hacer feliz. Será, pues, una segunda luna de miel, con la alegría de saber que el coronavirus no los derrotó y que ahora son felices a pesar de sus defectos, o debido a ellos.