Sebastián Barclays y su esposa Samanta llegan a Miami, se alojan en el hotel más lujoso de South Beach, el Faena, se vacunan contra el virus en una farmacia cercana sin hacer grandes filas ni tener cita previa
El inefable Barclays recibe un correo electrónico de su hermano Sebastián:
-Vamos a Miami a vacunarnos. Ojalá podamos vernos.
Cuando Sebastián dice “vamos”, se refiere a él, a su esposa Samanta y a su madre Dorita.
Sin embargo, Dorita Lerner viuda de Barclays no tiene ganas de viajar. Ha cumplido ochenta y un años. Está cansada de tanto viajar. Nada le hace más ilusión que quedarse tranquila en su casa, rodeada de su personal doméstico, unas señoras hacendosas y uniformadas que la adoran. Dorita llama al presidente de la nación, a quien conoce desde niño, y le pide, como un favor especial, que le consiga una dosis de la vacuna Pfizer. Asustado, el presidente le responde que no puede ayudarla, que no puede hacer excepciones con ella ni con nadie.
-Eres un calzonazos -le dije Dorita, en tono risueño.
Días después, un magnate del Opus Dei, cofradía a la que pertenece Dorita, le propone a esta un viaje a Santiago de Chile, en su avión privado, para inocularse con la Pfizer en un hotel del barrio Las Condes de esa ciudad. Encantada, secretamente enamorada de él, que es viudo y piadoso, Dorita viaja con el acaudalado hombre de negocios, se vacunan en la capital chilena y luego viajan a un hotel en la Patagonia, a celebrarlo. Está claro entonces que los viajes todavía pueden ilusionar a Dorita: todo depende de con quién viaje y cuál sea el propósito de la travesía.
Dorita enviudó hace quince años. Han sido los años más felices de su existencia. Tiene mucho dinero. No se priva de nada. No ha vuelto a enamorarse. Si se enamorase a su avanzada edad, tendría que ser, dice ella, un hombre de La Obra, o sea del Opus Dei, también viudo, y con bastante dinero, para que no parezca que el caballero tiene menos interés en Dorita que en los dineros de Dorita. ¿Volverán tomados de la mano y dándose besitos de la Patagonia chilena? Está por verse. Los hijos de Dorita recelan de ese improbable candidato sentimental para seducir a la acicalada dama de Miraflores. Temen que se quede con la fortuna de su madre.
Sebastián Barclays y su esposa Samanta llegan a Miami, se alojan en el hotel más lujoso de South Beach, el Faena, se vacunan contra el virus en una farmacia cercana sin hacer grandes filas ni tener cita previa y se entregan a una rigurosa rutina de ejercicios que, viajeros frecuentes, cumplen siempre, sin falta, dondequiera que se encuentren. Son felices, desmesuradamente felices. Son libres, viven en el mundo, viajando cada mes adonde les apetezca. No trabajan, viven de sus rentas, sus inversiones. Su gran pasión, una pasión felizmente compartida, son las maratones: han corrido maratones en las principales ciudades del mundo, llevan años ejercitándose severamente como atletas, son capaces de correr cuarenta kilómetros en apenas tres horas.
Como el inefable Barclays está muy subido de peso, quince o veinte kilos de sobrepeso que se le desbordan en la papada y la panza sedentaria, y como no hace ninguna clase de deporte y está fofo y mórbido como un manatí o una foca amaestrada, su hermano Sebastián le propone salir a correr juntos:
-Sólo diez kilómetros -dice Sebastián.
Tal vez porque Barclays se siente humillado o disminuido por los éxitos financieros y atléticos de su hermano Sebastián, no rehúye el desafío, acepta el reto, dice en tono jactancioso que estará encantado de derrotarlo en una distancia tan corta. Pero, en el fondo, está aterrado: ¿aguantaré diez kilómetros bajo el sol inclemente de Miami?
Los hermanos pactan correr juntos un domingo a las cuatro de la tarde. Barclays, cuatro años mayor que Sebastián, treinta kilos más pesado que Sebastián, he leído que conviene tomar cafeína antes de una competición física. Por eso hace trampa, sin que nadie se entere: toma tres latas de Red Bull antes de que comience la carrera, en el parque de Key Biscayne. Con este subidón de cafeína, voy a correr como una liebre, piensa.
Los hermanos, que como buenos hermanos son rivales y competidores, y que están siempre comparándose para ver quién tiene más dinero o una casa más linda o un auto más lujoso, se miden ahora en una prueba de atletismo. Por supuesto, Sebastián, el menor, lleva las de ganar, porque es un atleta de excelencia, curtido en las más exigentes maratones. Pero Barclays, gordo y aparatoso, lo sorprende: los primeros tres kilómetros, corre a toda prisa, atizado por la cafeína, espoleado por el Red Bull, el corazón latiendo aceleradamente, como si fuera a estallarle.
-Buena, Jimmy -le dice Sebastián, que corre a su lado sin sudar, sin despeinarse, sorprendido porque su hermano mayor parece correr como si lo persiguiera una jauría de hienas, como si le fuera la vida en ello-. Guarda aire para el final.
Poco más allá, Barclays siente un dolor opresivo en el pecho, se queda sin aire, no puede respirar y se desvanece como una gacela herida sobre el césped.
-Qué manera estúpida de morir -piensa, seguro de que está siendo víctima de un infarto.
Su hermano Sebastián lo abanica, le echa agua en el rostro, le pide que mantenga los ojos abiertos, llama sin demora al servicio de paramédicos de emergencia. Barclays se desmaya, la cabeza en los brazos de su hermano. Ha perdido. Ha fracasado. Ha hecho el ridículo. Minutos después, los socorristas consiguen hidratar al estragado corredor, al tiempo que le dan oxígeno y le devuelven la conciencia. Barclays se niega a ir al hospital. Lo llevan a su casa. Salió diciendo que ganaría la carrera y ahora regresa tendido en una camilla, respirando de un balón de oxígeno.
-Esta fue la última carrera de mi vida -piensa Barclays, pero no lo dice, le da vergüenza decirlo.
La esposa de Barclays se enfada con su cuñado Sebastián y dice a los gritos que no debió sacarlo a correr diez kilómetros:
-¡Has estado a punto de matarlo!
Plenamente recuperado, Barclays invita a cenar a Sebastián y Samanta a un nuevo restaurante de dueños uruguayos. Todavía asustado, Barclays no come pan con mantequilla, ni el clásico chivito al plato, ni postres: sólo ordena un pollo al horno con espárragos, y cuando llegan los panqueques con dulce de leche, se queda salivando de deseo, mas no los ataca. Anuncia que se ha puesto a dieta, que bajará veinte kilos, que esta vez será en extremo riguroso: nada de harinas, nada de dulces. A la noche, mientras su esposa Silvana duerme, Barclays baja a la cocina, abre la nevera y come tres bombones de chocolate que su madre le ha enviado con Sebastián. De nuevo, ha perdido, ha fracasado, ha hecho el ridículo. Oficialmente, está a dieta. Clandestinamente, come chocolates. El pobre Barclays no será nunca un atleta de excelencia como su hermano Sebastián. Él, que fue delgado de joven, que se burlaba de los gordos, que decía que la obesidad era una enfermedad mental, es ahora una ballena, un cachalote, y ya es tarde para convertir a un cachalote en una trucha.
Al día siguiente, Barclays llega a la televisora, conduce su programa de televisión y, tan pronto como lo termina, le dicen que acaba de morir de coronavirus el gerente de ventas de dicha estación. Tenía apenas cincuenta y dos años. Era menor que Barclays. Era delgado y deportista, jugaba al tenis y al golf. Se enfermó de coronavirus y murió en diez días. Barclays no puede creerlo: ahora que todos o casi todos estamos vacunados, ¡cómo va a morirse el pobre Carlos de coronavirus! El gerente de ventas era su amigo, le tenía aprecio, hacía un gran trabajo. Ahora está muerto. Barclays llega a su casa abatido, se lo cuenta a Silvana, le anuncia que el próximo año hará algunos cambios en su vida:
-Voy a vivir como si fuera a morirme en cinco años -le dice-. No voy a asumir que llegaré a los ochenta ni a los noventa años. Voy a vivir como si me quedasen cuatro o cinco años.
Luego le dice que hará el programa de lunes a jueves. Descansará los viernes. No hará televisión los fines de semana. Descansará los sábados y domingos. Viajará más a menudo con su esposa y su hija. Publicará la novela voluminosa sobre su familia. Hablará menos de política y más de arte. Tratará de alejarse de la política, que es un veneno, y acercarse al arte, que es un bálsamo. No hará inversiones demasiado riesgosas. Disfrutará del dinero que ya tiene, tras décadas de fatigarse en la televisión. Pero, sobre todo, no hará dietas: comerá todos los chocolates que le apetezcan, y seguirá estando fofo y mórbido, y aprenderá a quererse siendo gordo, y encontrará cómoda y conveniente su obesidad:
-Que se vayan todos al carajo -piensa-. Si me quedan cinco años de vida, seguiré comiendo chocolates de madrugada, qué delicia. Moriré gordo. Me enterrarán gordo. Ese ya no será mi problema.
Antes de partir, Sebastián le regala una costosa chaqueta de cachemira a su hermano mayor. Barclays se la prueba: le queda pequeña, ajustada. Sebastián promete que la cambiará por una más holgada. Luego Barclays sube a su vestidor, saca una camisa ceñida que nunca pudo usar porque está demasiado gordo y se la regala a su hermano. Sebastián se la prueba, le queda perfecto.
-¡Cómo se te ocurre regalarle una camisa usada a Sebastián! -le dice a Barclays su esposa Silvana.
-Está nueva -se defiende Barclays-. Es Tom Ford. Me costó una fortuna. Tenía ilusión de bajar de peso y usarla estando flaco, pero eso no ocurrirá.
-Ya nunca más seré un hombre delgado -piensa Barclays, y entonces, al aceptarse tan defectuoso como es, al quererse tan imperfecto como es, siente como si se hubiese quitado un peso de encima.