Jaime Bayly: La guerra de los Barclays

A veces Barclays se preguntaba si su padre, sin quererlo, no le había provocado una herida o una fisura en su identidad sexual

Cuando Barclays tenía veintiún años, ganaba tanto dinero en la televisión, donde se exhibía como una estrella narcisista, torturando minuciosamente a los políticos con entrevistas punzantes, que se daba el lujo de vivir en el mejor hotel de la ciudad, en la suite presidencial, muy apropiada para sus sueños megalómanos, pues fantaseaba con ser presidente de la nación o dictador vitalicio, manejaba un auto de lujo escandaloso, no asistía a clases en la universidad, pues le parecían una pérdida de tiempo, y aspiraba cocaína de alta pureza todos los fines de semana.

Una madrugada, tieso y deslenguado de tanto aspirar cocaína en el hotel, Barclays llamó por teléfono a su padre, que había sido su enemigo toda la vida y le había dicho que sería un fracasado, un perdedor y una mancha en el prestigio de la familia, y le dijo:

-Papá, quiero que sepas que voy a suicidarme.

No se atrevió a decirle por qué quería suicidarse, retirarse del gran teatro que era su vida, dejar caer el telón y dar por concluida la función. Se sentía profundamente avergonzado, incluso asqueado de sí mismo, porque había descubierto, ya en la universidad, que, además de las mujeres, podían gustarle los hombres, podía enamorarse de un hombre, podía sentirse una mujer estando con un hombre. Nadie debía saber ese secreto que le resultaba insoportable, devastador. ¿Qué pensarían sus admiradores si se enteraban de que él, Barclays, el niño terrible de la televisión, el geniecillo precoz de la derecha liberal, era, en realidad, un bisexual atormentado, en el armario?

-¿Quién carajo te crees para despertarme a las tres de la mañana? -respondió, enfurecido, gritando, Barclays papá, don James Barclays-.

-Hazme un favor, ¡no me jodas y déjame dormir! Y si quieres matarte, ¡mátate, buena suerte, pero no me despiertes a las tres de la mañana, la puta madre!

Barclays papá interrumpió bruscamente el diálogo, si aquella confrontación podía llamarse un diálogo, y colgó el teléfono. Todavía eran los tiempos de los teléfonos fijos. Nadie usaba un celular.

Barclays y su padre habían sido enemigos desde siempre. Su padre era cazador de animales, coleccionista de armas de fuego, amigo de generales y coroneles, conspirador de golpes de Estado que nunca ocurrían porque los conjurados amanecían con una resaca feroz y se olvidaban de dar el golpe prometido. A diferencia de su padre, Barclays era tímido, sensible, delicado. No podía o no sabía matar animales. Cuando su padre lo puso frente a un venado y le exigió que disparase, Barclays, con apenas diez años, no pudo apretar el gatillo. Barclays papá veía en su hijo mayor, que además llevaba su nombre, el retrato vivo de su esposa, pero en miniatura y con dotación genital de macho, sin poder ser un macho cabrío. Como Barclays papá vivía furioso con su esposa, porque ella le pedía que dejase de tomar tantos licores y le rogaba que dejase de matar animales, también vivía furioso con su hijo, pues veía en él a su esposa, todo en su hijo remitía a ella, la madre, Dorita Lerner, y no a él, James Barclays, un macho a la antigua, un mamífero agresivo, belicoso, de cuidado.

Barclays colgó el teléfono, caminó al baño, abrió el frasco de somníferos y los tomó todos, uno a uno, bebiendo un escocés con hielo, su trago preferido cuando aspiraba cocaína. Luego esperó la muerte. Pero la muerte no llegó. A su pesar, Barclays despertó. Al día siguiente, con un dolor de cabeza mortal, comprendió que debía dejar de consumir cocaína.

-Si muero de una sobredosis, mi padre estará feliz -se dijo a sí mismo-. Si me mato con cocaína, seré el fracasado que mi padre quiere que sea. No voy a darle el gusto. Lo voy a derrotar. Voy a ser más exitoso que él. Voy a humillar al viejo cabrón.

No fue fácil, pero Barclays pudo dejar la cocaína. De paso, para no tentarse, dejó de fumar marihuana y beber alcohol. Se enfocó en la televisión, en ganar dinero, en ahorrar. Abandonó por completo la universidad, dejó de ir a clases y a exámenes, renunció a la ilusión de ser un abogado.

-En este país, las leyes son una ficción -pensó-. Si voy a dedicarme a la ficción, escribiré novelas o haré películas -concluyó.

Pero el dinero seguro estaba en la televisión. Barclays papá se jactaba de no ver el programa de su hijo. De hecho, tampoco veía a su hijo nunca, ni siquiera en su cumpleaños ni en las fiestas de fin de año. Eran enemigos declarados, sin disimulos ni diplomacias, a rostro descubierto, la espada desenvainada.

A veces Barclays se preguntaba si su padre, sin quererlo, no le había provocado una herida o una fisura en su identidad sexual. Aterrado de que su hijo mayor no fuese macho, suficientemente macho, Barclays papá llegaba del banco a la casa, empezaba a dar gritos a su esposa y al servicio doméstico, tomaba un escocés tras otro como si fuera el fin del mundo y, víctima de unos ataques de ira que parecían incendios imposibles de sofocar, entraba en el cuarto de su hijo, encontraba algún pretexto para reñirlo e insultarlo, lo ponía de espaldas a él, le exigía que se bajase los pantalones y los calzoncillos, se sacaba el cinturón de cuero y le daba correazos en las nalgas hasta dejárselas a veces sangrando, en carne viva. Barclays sufría, lloraba, se empequeñecía, temblaba de miedo y dolor. Años después, ya adulto, se preguntaba:

-¿Será que así me acostumbré a darle la espalda a un hombre, a ofrecerle mi trasero, mis nalgas, a asociar el dolor físico con el placer? ¿Será que papá me hizo puto a correazos? ¿O ya era puto antes de sus correazos y él quería reformarme, hacerme macho, y por eso me agredía?

Apenas se asomó a la adolescencia, Barclays no solo fracasó como cazador de venados a los ojos de su padre, pues no podía apretar el gatillo en el instante crucial, sino además fracasó cuando su padre quiso inaugurarlo como un hombrecito, lo llevó al mejor burdel de la ciudad y eligió a la prostituta que se ocuparía de hacer de Barclays un machito: tal cosa no fue posible porque Barclays, desnudo, temblando como un polluelo, incapaz de producir una erección, acabó llorando avergonzado, disculpándose ante la señora, rogándole que no le dijera nada a su padre, implorándole que le mintiera, que le dijese que el jovencito había aprobado el examen viril.

A pesar de ser tan sensible, o precisamente por eso, Barclays triunfó en la televisión por todo lo alto y expandió su éxito a los principales países de América. Ganó mucho dinero, se hizo muy famoso, no le pidió nunca un centavo a su padre y se enorgullecía de pensar, rencoroso:

-Ahora ya no soy el hijo de don James Barclays. Ahora él es el papá de Jimmy Barclays. Lo he derrotado. Le he ganado la partida. Puede que él tenga más plata, pero el público me quiere a mí, no a él.

El público, en efecto, aquella suma de individuos invisibles, imaginarios, le daba a Barclays todo el cariño que su padre le había negado. Para no poner en entredicho ese cariño, Barclays ocultaba con celo de espía el secreto que podía destruirlo, convertirlo en un paria, un apestado: le gustaban los hombres. Para ser todavía más querido por el público, se casó con una mujer, tuvieron dos hijas. Por supuesto, el padre de Barclays no fue invitado a la boda.

Tiempo después, Barclays papá fue acusado de malos manejos en el banco, de desviar fondos indebidamente a cuentas en paraísos fiscales. Lo acusaron unos directores del banco que se unieron para darle un golpe institucional, desplazándolo de su posición de influencia. Reunieron pruebas, números de cuentas furtivas, transferencias inapropiadas, facturas falsas, operaciones amañadas o tramposas y lo acusaron ante los tribunales. De pronto, Barclays papá perdió el poder que había ostentado toda su vida adulta, fue traicionado por sus colegas y se enfrentó a una súbita orden de captura por parte de la policía local. Estando en aquella situación vulnerable, desesperada, llamó por teléfono a su hijo mayor, su enemigo de toda la vida, y le pidió una reunión a escondidas. Barclays papá se hallaba escondido en la casa de campo de un amigo.

-Me quieren meter preso -le dijo por teléfono-. Tienes que ayudarme. Estoy jodido.

Barclays no dudó en acudir a la casa de campo donde se encontraba su padre, huyendo de la policía. Su padre le dio un abrazo. Llevaban décadas sin que ese extraño evento, darse un abrazo, mirarse a los ojos sin rencor, los uniese unos pocos segundos, interrumpiendo las prolongadas hostilidades entre ambos. Luego, sin perder tiempo, Barclays papá le dijo a su hijo exactamente lo que tenía que hacer: llevarles estos sobres con dinero en efectivo a tales generales de la policía, este otro sobre más abultado al fiscal que me acusa, y este otro sobre lleno de plata al juez que verá mi caso. Barclays tomó nota y se comprometió, temeroso de su padre, a cumplir minuciosa y obedientemente aquellos encargos:

-Por supuesto, papá. Cuenta con eso. Será un gusto ayudarte en este momento difícil.

Luego Barclays papá le contó su plan secreto para destruir a sus enemigos en el directorio del banco: los haría invitar al mejor burdel de la ciudad, por parte del dueño del burdel, que era su amigo, y los grabaría teniendo sexo con prostitutas centroeuropeas, y los chantajearía con los videos. Además, ya les tenía los teléfonos pinchados, intervenidos, por parte de sus amigos de la Marina de Guerra, y esos audios demostrarían que eran unos corruptos.

-¿Estás seguro, papá? ¿No es demasiado arriesgado? -le preguntó Barclays.

-Los voy a hacer mierda -respondió don James Barclays-. Los voy a meter presos a todos esos traidores hijos de puta.

Aterrado de que lo pillasen repartiendo sobornos, Barclays cumplió el peligroso encargo de su padre. Tenía más miedo a las represalias de su padre, si no lo hacía. Poco después, la orden de captura contra Barclays papá fue revocada y las pruebas que lo incriminaban, destruidas. Pero allí no terminó la defensa o la venganza de Barclays papá: el dueño del burdel le hizo llegar los videos sexuales de los directores del banco, sus enemigos. Como todos ellos, cuatro en total, se acostaron con prostitutas menores de edad, elegidas perversamente por el regente del meretricio, Barclays papá le pidió a su hijo que le hiciera llegar los videos al dueño de un canal de televisión, amigo suyo, que, a cambio de un cuantioso soborno, los difundió en su programa periodístico estelar de los domingos, acusando a los banqueros de pervertir a jovencitas menores de edad, pagándoles para poseerlas sexualmente. El dueño del burdel fue multado levemente por la policía amiga de Barclays papá. Pero los directores del banco, sus enemigos, quienes le habían dado el golpe institucional, fueron detenidos y encarcelados, en medio de un escándalo truculento que destruyó sus reputaciones y humilló a sus familias.

Barclays papá recuperó el control del banco, sin pasar una sola noche en la cárcel ni en la comisaría tan siquiera. Había triunfado en toda la línea. Y su hijo mayor había sido un aliado clave para destruir a sus enemigos y comprar a sus adversarios. Para agradecerle, Barclays papá le ofreció un asiento en el directorio, pero su hijo declinó:

-Lo mío es la televisión -le dijo.

Salieron a cenar juntos, sin esposas, solos los dos. Se sentaron en el privado de un restaurante de lujo. Era la primera vez que cenaban juntos en un restaurante, sin odiarse. No fue fácil para Barclays. Su padre no había cambiado: le dijo que no veía sus programas, que no leía sus columnas de prensa, que no tenía tiempo para leer sus novelas más o menos escandalosas. Barclays, una vez más, se sintió maltratado, humillado, pero quizás su padre no quería lastimarlo, solo era demasiado rudo, demasiado franco, demasiado brutal. Cuando trajeron los cafés, Barclays papá le dijo:

-Acompáñame al baño.

Ya en los servicios, sacó su billetera, extrajo cuidadosamente un papel transparente con un polvillo blanco y le preguntó a su hijo:

-¿Quieres un tirito?

Barclays no quiso decirle a su padre: llevo años sin meterme cocaína, papá, no me tientes, no puedo hacerlo, me destruirías. Sorprendentemente, encontró fuerzas para decirle:

-No, gracias, papá. Te espero en la mesa.

Salió del baño. Se sintió orgulloso de sí mismo. Sintió que había ganado la guerra con su padre. Se sintió a gusto en su cuerpo, a gusto con su pasado. Sonrió levemente, sin saber bien por qué sonreía.