Jaime Bayly: Cuando viajar es una tortura

Jaime-Bayly

UNO No hay vuelos directos entre Miami y Vancouver. Decidimos volar a Nueva York, pasar una noche en la gran ciudad, saludar a mis hijas y tomar el vuelo a Vancouver de Cathay Pacific, así comienza su artículo Jaime Bayly

Pero esa aerolínea de Hong Kong nos hace saber que nuestro perrito Leo, de tres meses, no es bienvenido en la cabina. Devolvemos los boletos y compramos otros en Air Canada entre Nueva York y Vancouver. Me quedo con las ganas de probar los asientos de primera de Cathay Pacific.

DOS

Llegamos a Nueva York, al aeropuerto JFK, un sábado por la noche. Las maletas tardaron bastante en aparecer. Como nos dirigíamos a la nieve de British Columbia, llevábamos cuatro maletas grandes con ropa pesada para esquiar. Apenas salimos del aeropuerto, el clima fresco, anunciando la primavera, mi esposa llamó a una camioneta de Úber.

Diez minutos después, el conductor nos hizo señas. Traté de ayudarlo a subir las maletas. Declinó. No fue capaz de meterlas en la parte trasera: eran cuatro grandes, tres pequeñas rodantes y otra con las cosas de Leo. El joven decidió, sin consultarnos, que bajaría la tercera fila de asientos.

Le dije que me oponía. Le increpé: ¿quieres que las maletas vayan cómodas y nosotros, los pasajeros, incómodos? Le dije, subiendo la voz: ¡en una sola fila de asientos no entramos cómodamente! Siguió luchando con tanto denuedo como torpeza. Me cansé. Anuncié: ¡abortamos la misión! Luego pensé: qué manera tan absurda y pomposa de decirle que nos bajábamos. Mi mujer me miró con mala cara. Odié al taxista.

Empujamos malamente las maletas hasta una camioneta de taxi amarilla. Las maletas entraron, por fin. Me senté en el asiento del copiloto. El conductor empezó a hablar en su dialecto extraño por el celular. Le dije a los gritos: ¡si no cortas el teléfono ahora mismo, me bajo! Cortó. Le pedí que apagara la radio. No se habló en todo el camino.

TRES

Domingo. Almorzamos con mis hijas en nuestro hotel preferido en Manhattan. Mi hija y yo fuimos un momento al bar a hablar a solas. Le dije cuánto la quería, cuánto la extrañaba. Le rogué que viniera a visitarnos de vez en cuando. Le supliqué que eligiera un trabajo, una pasión, que la hiciera verdaderamente feliz.

La vida es muy corta para dilapidar nuestros mejores años haciendo cosas que no acaban de entusiasmarnos. La abracé. Me quebré. Lloré. La veo dos o tres veces al año. No es suficiente. Quisiera verla más a menudo. Quisiera saber que está contenta, a gusto con su vida.

Tengo que ir más frecuentemente a Nueva York a visitarla. Mi otra hija vive entre Nueva York y Los Ángeles, va y viene todos los meses. Estoy tan orgulloso de ellas. Son unas campeonas. Trabajan muchísimo. No han salido a mí.

CUATRO

El vuelo de Air Canada a Vancouver salía del aeropuerto de Newark. Era un domingo por la tarde. Había muchísima gente, tal vez porque La Guardia estaba en parte cerrado. En el mostrador de Air Canada, le di a la señorita nuestros números de viajeros registrados en TSA. Nos dio los pases de abordar. Las filas para pasar los controles de seguridad eran absurdamente largas.

Cuando por fin llegamos a que nos revisaran, una señora obesa, afroamericana, con uñas postizas, nos dijo que mi mujer y mi hija podían pasar, porque tenían pases pre-chequeados, pero yo no podía ingresar, tenía que ir a la cola de viajeros regulares. Le mostré mi número de TSA, no sirvió de nada. Me dijo que mi pase de abordar no decía pre-chequeado. Volvimos al mostrador de Air Canada. Protesté. Me entregaron un nuevo pase de abordar.

Regresamos a la larguísima cola de seguridad. Esta vez la misma señora gorda nos dijo que ahora yo podía pasar, pero mi esposa y nuestra hija no. Protestamos. Le dijimos que unos minutos antes ella había certificado que mi esposa y nuestra hija sí estaban pre-chequeadas. Se negó a admitirlas. Dijo: puede pasar usted, pero ellas deben ir a la fila regular. Nos negamos a separarnos. Volvimos al mostrador de AirCanada. Nuestra hija, exhausta, lloraba. Protesté a gritos. La empleada me gritó más fuertemente.

Odié viajar. Odié los aeropuertos de Nueva York. Odié a ese gente tonta, con poder, que, si puede, te obstruye el paso y te humilla, solo para sentirse poderosa. Nos hicieron perder una hora en filas estúpidas, sin reconocer nuestro estatus de pasajeros TSA. Un horror. Me juré no volver pronto a Nueva York. Y dos horas antes, abrazando a mi hija, llorando por ella, me había jurado viajar a esa ciudad todos los meses. Ya se sabe, soy bipolar.

CINCO

Lunes por la tarde. Después de dormir en Vancouver y manejar dos horas al norte, estamos por fin en Whistler. No podemos esquiar. La montaña de Whistler está cerrada. Solo están abiertas tres pistas en otra montaña, Blackcomb. A mi mujer le duele mucho la espalda. A mí se me ha caído un diente por morder bruscamente una manzana y luego el perrito se lo ha tragado y defecado.

Subimos a la cumbre de Blackcomb en una góndola, ocultando al perrito. Nos han dicho que los perros están prohibidos de subir. No obstante, mi mujer y yo escondemos a Leo en nuestras casacas polares, burlando la vigilancia. Arriba, en la poca nieve que va quedando, el perrito conoce esa forma de felicidad. Nos hacemos fotos con él.

Hasta que un guardia de seguridad se acerca y nos obliga a irnos. Nada más bajar, nos espera otro guardia y nos multa por haber subido con Leo. Nuestra hija rompe a llorar, no entiende por qué se ensañan con el perrito.

SEIS

Mi esposa no puede caminar, la espalda le duele muchísimo. Vamos a la clínica del pueblo. Esperamos. La atienden. Le dan calmantes, analgésicos. No sabemos el origen del dolor. Luego vamos al dentista. Me ponen el diente en su lugar. Perdemos todo el día en aquellas visitas médicas. Debido a eso, no alcanza el tiempo para esquiar. Resignado, les digo a mis viajeras: hemos venido hasta el fin del mundo para terminar viendo doctores, qué absurda es la vida. A la noche, comiendo, se me cae el diente de nuevo.

SIETE

Por fin hemos alquilado equipos de esquí y subido fatigados a la montaña. El perrito se ha quedado en el hotel con una cuidadora contratada por cuatro horas. No hace frío, se siente la primavera. Va quedando poca nieve. No hay pistas verdes (las más fáciles) abiertas. Solo han habilitado dos azules (intermedias) y una negra (para avanzados). Nos asomamos a la pendiente.

Me da vértigo. Siento un ramalazo de miedo. Si me tiro por la pista azul, me voy a caer de todas maneras, voy a lesionarme. Nuestra hija también se refrena. Le decimos a mi esposa que mejor se tire ella sola. Nosotros bajaremos tranquilos sin esquiar y la esperaremos en el hotel. Mi hija y yo subimos a una silla colgante. Mejor no mirar hacia abajo, da miedo. Llegando a la parte baja de la montaña, tratando de descender rápidamente de la silla colgante, nos enredamos con los esquís y caemos a la nieve. Por suerte es solo un susto, no nos lastimamos gran cosa. Devolvemos los equipos. Caminamos por el pueblo y sus calles laberínticas. Trato de encontrar la camioneta alquilada. Me pierdo. Caminamos media hora sin hallar la camioneta. Mi hija, cansada, llora. Me digo que nunca más iré a esquiar.

Viernes.

Debemos volver a casa. El vuelo de Air Canada a Nueva York debía de salir a las ocho de la mañana. Sale a las once, con tres horas de retraso. Apenas nos acomodamos en los asientos, una azafata narigona, altanera, nos amonesta. Dice que yo debería estar sentado detrás de mi hija, y no a su lado, porque eso dictan las políticas de seguridad de la aerolínea. Le digo que yo no elegí los asientos, nos los dieron en el mostrador, al chequearnos. Me dice que me cambie ya mismo de asiento. Le digo, furioso, que no lo haré. Llama a su supervisor. Temo que van a bajarme esposado del avión. Para mi fortuna, el supervisor me da la razón. Permanezco en mi asiento. Duermo poco y mal las cinco horas de vuelo. Al llegar a Nueva York, corremos como locos al mostrador de United, que está lejísimos, hay que tomar un tren. Por supuesto, perdemos el vuelo. El retraso de tres horas en Vancouver no hizo perder la conexión. No hay otros vuelos saliendo de Newark a Miami. Ni modo, pasaremos la noche en Manhattan y volaremos al día siguiente a Miami. Mi esposa está furiosa. Yo estoy aliviado de no subirme a otro avión. Estoy harto de viajar.

NUEVE

No teníamos reserva en el hotel de Manhattan. Como me conocen, soy cliente de años, me dan una suite majestuosa a precio rebajado, pero igual es carísima. No importa. Dormiremos cómodamente. Cenamos el lenguado de siempre, una delicia. El perrito orina y defeca donde le da la gana, es un chiste. La suite es enorme y tiene una terraza grandísima. Nos relajamos, dentro de lo que cabe. Llevamos al perrito al parque, que nos queda a una cuadra. En la calle 76, unas ratas gordas, enormes, salen de la basura y asustan al pobre Leo. Lo cargamos enseguida. Mi esposa dice que odia Nueva York: ¡cómo es posible que haya tantas ratas que casi se han comido a Leo! A la mañana siguiente, subimos a una camioneta de Úber y vamos al aeropuerto JFK. El tráfico es pesadísimo, aun siendo sábado. Hay dos accidentes menores, tardamos hora y media en llegar. Nueva York es una pesadilla. Extraño tanto la paz de Key Biscayne. Llegando a mi casa en la isla, me doy cuenta de que he perdido mi anillo matrimonial: ¡lo que faltaba! Llamo a los hoteles de Nueva York, Vancouver y Whistler donde dormimos, pero nadie lo ha encontrado: sí, claro. Extenuado, con taquicardia, sudando frío, siento que va a darme un infarto. No voy a viajar más, pienso. Viajar es morir un poco, me digo. Viajar en estos tiempos se ha convertido en una tortura, una agonía, me repito como un mantra. Pero soy bipolar: seguramente en un mes estaré viajando nuevamente, como si padeciera de amnesia.

Jaime Bayly