Jaime Bayly: Cuando sea grande

Jaime-Bayly

En algún momento de la reunión, apareció una señora irreconocible, de modos un tanto ásperos y un vozarrón pedregoso

Jimmy Barclays era un niño curioso y ensimismado, que vivía con sus padres en una casa en el campo, una casa tan grande que los jardines parecían infinitos y los vecinos no existían o no podían otearse en el horizonte. Su madre, Dorita Lerner, consumía sus horas más afiebradas rezando el rosario en latín, visitando las virgencitas y los santos en los jardines lujuriosos, depositándoles flores, hincada de rodillas, traspasada de fervor. Su padre, Jimmy Barclays, coleccionista de armas de fuego, cazador de animales, limpiaba sus pistolas y sus revólveres con una devoción y una delicadeza con las que nunca acariciaba a la estoica Dorita. Pasado de tragos, salía a los jardines con una escopeta y disparaba a las palomas, a los halcones, a los colibríes. No fallaba: tenía una puntería asesina, un instinto depredador.

Dorita tenía dos hermanos mayores a los que su esposo Jimmy les había prohibido entrar en su casa de campo: Richard, revolucionario comunista, y Bobby, empresario capitalista, millonario insaciable, dueño de grandes minas en los Andes peruanos. Jimmy Barclays papá, admirador del dictador chileno, amigo de generales y coroneles que conspiraban para dar un golpe de derechas, detestaba a Richard por comunista, no quería verlo más, ni siquiera en las fiestas navideñas, y despreciaba a Bobby no por su vasta fortuna ni por sus extravagancias en gastarla, sino por su vida privada: Bobby no se había casado, no tenía novia, nunca había tenido novia, y tampoco tenía hijos, y era un secreto a voces, un rumor pecaminoso que corrompía los oídos de la familia, que le gustaban los hombres, sobre todo los marinos y los negros, a los que, según se decía susurrando, llevaba a la cama, tras negociar la tarifa.

-¡A mi casa no entran comunistas ni maricones! -bramaba Jimmy Barclays papá, alcoholizado, un pistolón al cinto, al tiempo que su hijo Jimmy lo miraba, aterrado.

Su esposa Dorita, profundamente religiosa, se aferraba a las ficciones o las supersticiones que su cofradía, el Opus Dei, le había enseñado: Richard no era comunista, no era malo, solo estaba confundido, masivamente confundido, porque había dejado de rezar y se había vuelto ateo, y aquella insolencia en negar a Dios, su escandaloso ateísmo, vergüenza de Dorita y su familia, lo había rebajado a comunista, pero todavía podía curarse, si volvía al redil de la fe; y Bobby no era homosexual, no era promiscuo, no era malo, solo estaba confundido, masivamente confundido, porque había dejado de rezar, se había vuelto ateo, y adoraba a tres dioses paganos: la libra esterlina, el franco suizo y el dólar, pero todavía podía reformarse, si volvía a creer en la Divina Providencia. Había que rezar por ellos, decía Dorita, y el niño Jimmy rezaba con su madre para salvar las almas extraviadas de su tío comunista y su tío homosexual, o sospechoso de serlo.

-Si tu hermano el comunista y tu hermano el maricón vienen a la casa por Navidad, ¡les va a llover plomo parejo! -gritaba Jimmy Barclays papá, y nadie en su casa pensaba que estaba fanfarroneando.

Richard, el revolucionario, había pasado a la clandestinidad, perseguido por la dictadura militar. Se había forjado una leyenda, convertido en un mito: decían que asaltaba bancos y usaba ese dinero para financiar la lucha armada, decían que secuestraba a sus antiguos amigos del colegio y repartía el botín del rescate en los barrios más pobres, decían que era intrépido, valeroso, arrojado, soñador. Bobby, el capitalista, pasaba más tiempo en Londres, donde podía permitirse una vida licenciosa y auténtica, honesta y disoluta, a buen recaudo de las habladurías de su familia. Ambos, en cierto modo, vivían en la clandestinidad, o afirmaban su identidad a escondidas.

Casi sin conocerlos, con un recuerdo apenas pálido de ellos, el niño Jimmy Barclays admiraba secretamente a sus tíos proscritos, indeseables. A veces salían en los periódicos y las revistas: Richard, porque había escapado a tiros de la policía; Bobby, porque era uno de los hombres más ricos del país; Richard, porque vivía a salto de mata y declaraba que pronto tomaría el poder; Bobby, porque uno de sus caballos purasangre había ganado el clásico hípico, y él sonreía todo de blanco, con sombrero blanco, retratado al lado del caballo y su jinete.

Hasta que unas Navidades la fiesta familiar no se organizó en la casa de campo de Jimmy y Dorita, sino en la casa de los padres de Dorita, los queridos señores Lerner, hacendados de toda la vida, productores de naranjas y manzanas, despojados de sus tierras por la dictadura militar, padres de Richard, el tiratiros, y Bobby, el magnate. Jimmy Barclays papá no salía de su casa sin una pistola calibre 22 al cinto y un revólver 38 en la guantera del auto, y así concurrió a regañadientes a la cena navideña en la casa de los Lerner. Dorita no sabía si sus hermanos Richard y Bobby asistirían a la reunión, suponía que Richard no se dejaría ver, porque vivía a hurtadillas, y Bobby pasaría a saludar y repartir regalos, él siempre daba los regalos más generosos. El niño Jimmy ardía de curiosidad por ver a sus tíos prohibidos y, si acaso, hablar con ellos. Quería ser como ellos, rebeldes, ovejas negras, contestatarios, no como su madre, la beata, ni como su padre, el pistolero.

En algún momento de la reunión, apareció una señora irreconocible, de modos un tanto ásperos y un vozarrón pedregoso. Se sacó la peluca, hizo volar los zapatos y soltó una carcajada: ¡era Richard, el comunista, vestido de mujer! Sus padres lo abrazaron, celebraron la ocurrencia. Sorprendida, su hermana Dorita le dio un beso en la mejilla. Jimmy Barclays papá frunció el ceño, dirigió una mirada desdeñosa a su cuñado y exclamó:

-Lo que faltaba: ¡el comunista se volvió maricón!

Luego salió a la terraza, apurando un trago, maldiciendo a la familia de su esposa. Entretanto, el niño Jimmy se acercó a su tío Richard, le dio la mano y le preguntó:

-¿Es cierto que robas bancos?

Richard se permitió una risotada estrepitosa y respondió de buena gana:

-No: los que roban bancos son los banqueros.

Más tarde apareció Bobby, todo vestido de blanco, con sombrero blanco. Jimmy Barclays papá se negó a saludarlo, lo dejó con la mano extendida. En un gesto de profunda nobleza, Bobby no se dio por aludido, no le guardó rencor. Porque, horas después, ya todos borrachos, le dijo a Jimmy papá:

-¿Quieres probar el nuevo Jaguar que me he traído de Londres?

Extendió su brazo, sonrió con un mohín coqueto, ofreciéndole las llaves, y entonces Jimmy papá no pudo desairar la oferta de su cuñado libidinoso, concupiscente. Recibió las llaves, agradeció secamente y le dijo a su hijo Jimmy que lo acompañase.

Sentado al lado de su padre en el Jaguar blanco del tío Bobby que todavía olía a nuevo, el niño Jimmy Barclays sintió que estaba volando, que ese auto era un avión o una alfombra mágica. Cuando sea grande, quiero ser como Bobby, no como mi padre, pensó.

Aquella noche que se le hizo inolvidable, el niño Jimmy Barclays habló con su tío Bobby y quedó deslumbrado por su inteligencia.

-Algún día te llevaré a Londres, manejaremos hasta Escocia y aprenderás a manejar con el timón a la derecha -le dijo Bobby.

Años más tarde, Richard fundó un partido político y fue elegido diputado. Fatigado de la política, decepcionado de las intrigas y las insidias que envenenaban el mundo del poder, le pidió dinero a su hermano Bobby, compró una hacienda y se convirtió en un próspero empresario capitalista, productor de aceite de oliva. Magnánimo, fiel a su leyenda, Bobby nunca quiso cobrarle el préstamo.

El niño Jimmy Barclays creció, viajó a Londres con su tío Bobby y aprendió a manejar un Jaguar con el timón a la derecha. Ahora que Bobby ya no está, Jimmy conduce, mira a su izquierda, ve el asiento desocupado y, sin embargo, está seguro de que su tío está allí todavía y lo mira, sonriendo, como si la vida fuese un gran malentendido del que más vale reírse.