Lo más temerario que podría hacer Nicolás Maduro es creer lo que dice. Siempre cabe la esperanza de que mienta y ya se sabe que los próceres rojos mienten hasta cuando dicen la verdad. Nadie les cree; ellos incluidos. Pero sería trágico que por un guiño neuronal o político, Maduro confíe en sus propias historias.
Chávez hizo alianzas muy amplias y complejas, tanto por el liderazgo que erigió como por las bondades de los altos precios del barril; unas alianzas con gobiernos y movimientos políticos afines; otras por la vía del chantaje petrolero, y unas más por medio de la presión a la izquierda internacional –estuviese en los gobiernos o no– para obtener su apoyo o, al menos, la “neutralidad benevolente” con la cual zanganeaba Lenin a sus amigos tibios. Chávez era brutal, pero no era el más radical de su comparsa, lo que le permitía cierto juego.
El caso de Nicolás es otro. Ni tiene liderazgo ni tiene plata. No tiene aliados afuera, salvo los que la inercia hereditaria le legó y que se le sacuden con discreción. No ejerce una conducción fuerte (aunque sí brutalmente represiva), y por eso es prisionero de sus pares que no lo dejan moverse. Diosdado Cabello ejerce un obvio derecho a veto y dirige la política desde la televisión. Maduro ha devenido en una suerte de canciller, mientras que la presidencia que aspiró a ejercer se le desliza entre los dedos y está obligado a compartirla. Tampoco es el más radical del tinglado, pero no tiene fuerza para hacer alianzas que le permitan virar para salvar al régimen de la hecatombe en marcha y que no comprende a cabalidad.
Maduro no parece poder verse en el espejo. Sus andanzas de pedigüeño, sus provocaciones como la que protagoniza con Colombia, la pendiente represiva de la que no tiene regreso, y la colosal incapacidad en su desempeño, multiplicada por la mediocridad de sus colaboradores, han precipitado lo que, si no es, se asemeja mucho al ocaso de los tiranos.
El régimen ha estado contra las cuerdas varias veces. En este momento lo está con las elecciones. Es la vía de la cual dispone la sociedad venezolana para eyectarlo. No es algo que va a ocurrir en el futuro (el 6-D), sino que ocurre ya, ahora mismo. La voluntad de cambio está ejerciendo una presión concentrada, que se expresa en el ánimo ciudadano, en las encuestas, en la opinión internacional, en la Iglesia y en los militares, en los de abajo y los de arriba, hasta en los suyos.
Se produce en estas horas una derrota política del régimen, que clama por una dirección lúcida capaz de conducir el cambio.