Un grito de auxilio desde el lejano oeste de Maracaibo

Las gotas de sudor mojan las sábanas. No importa si estoy sentada, acostada o de pie, el calor es insoportable y ésta ya es la sexta noche en la que batalló contra la plaga.

El llanto de un bebé se deja oír y entra con total claridad por las ventanas que permanecen abiertas la mayor parte del día, para que entre «fresco», como dice mi abuela, pero ni una hoja se mueve. Hasta estar en el frente es un calvario y no hay manera de refrescarse. Ya me he echado el tercer baño del día, pero el agua se siente como para chocolate.

Dentro de mis inquietudes solo imagino el desespero de la madre del niño, abanicándolo con un pedazo de cartón para lograr calmarlo. Los esfuerzos parecen ser en vano, hasta que 15 minutos después el llanto cesa.

2:45 A.M.

La sensación de cansancio me hace olvidarme de los zancudos por un rato, el cuarto quedó impregnado del olor a humo de un cartón de huevos que mi padre encendió para espantar la plaga. Ya no sabemos si es mejor el remedio o la enfermedad.

Nuestro horario del sueño se descontroló por completo por falta de electricidad, y es que «en Cuatricentenario no nos pelan ni una noche», exclaman los vecinos que hacen vigilias en las aceras, esperando un poco de luz para poder descansar.

La tranquilidad nocturna desapareció, cualquier ruido alerta a los perros, que cantan a coro con ladridos retumbantes. La voz de las personas, el llanto de los niños, el zumbido de los zancudos, los carros que pasan a millón y no se percatan del reductor de velocidad que está frente a mi casa, crean un mundo de sonidos que me espantan el sueño. Los amigos de lo ajeno también hacen de las suyas cuando las luces se apagan.

3:27 A.M.

14 horas después llega algo de paz. Un destello me despierta de un tirón, la electricidad llegó y con ella una ola de aplausos, chiflidos y alabanzas. Nadie sabe de dónde salen, pero las calles quedan vacías y el eco de la celebración inunda las avenidas.

Resulta extraño pensar que unas horas antes ese mismo escándalo era de protestas, cauchos quemados, cacerolas y gritos de consignas de esclavitud, porque el ciudadano se siente esclavizado de los horarios de racionamiento inhumanos que le aplican al sector. La electricidad se había ido desde la una de la tarde.

6:00 A.M.

El sol ya va asomándose y comienza la faena, los teléfonos con la batería casi muerta son la primera piedra al empezar del día. El dolor de cabeza por el cansancio se mezcla con una sensación de mareo, de desmayo, de desgano. La coordinación en las tareas es escasa y el cuerpos se siente con ganas de desplomarse.

La señal parece jugar al sube y baja, intentar hacer una llamada es una suerte para los vecinos trasnochados.

10:00 A.M.

El primer bajón del día. «!Desconecten la nevera¡», dice mi papá desde su habitación, pero los esfuerzos por mantenerla funcionando no son suficientes, la putrefacción de la carne descompuesta se hace más fuerte cuando se abre la puerta del congelador. La unidad se quemó, el motor no arrancó y todo lo que estaba adentro se perdió.

10:30 A.M.

Otro bajón arremete contra el televisor. El miedo al virus se pierde en estos días sin electricidad. A las 11:30 de la mañana vuelve el silencio, la frase «Sin Luz» abunda en las redes sociales y las reuniones de vecinos nunca habían sido tan concurridas, las quejas de hacen presentes, y el llanto de una joven con su hijo de meses en brazos llama la atención del vecindario. «¿Qué culpa estamos pagando para que nos pase esto?, no tenemos vida», exclama la mujer angustiada.

Anuncios de cronogramas hay muchos, pero al oeste de la ciudad, la permanencia del servicio eléctrico no tiene horario ni fecha en el calendario.

2:59 P.M.

¡Auxilio!, seguimos a la espera del la electricidad.