Entierros en el barrio: la muerte como una fiesta (Fotos +Detalles)

La despedida en el barrio, y en el camposanto, es a ritmo de salsa, con sabor a anís, y ruido de motos y disparos. Cuando la despedida es la última, el homenaje incluye manifestaciones de “quereres”, como los que “la gente rica” no conoce, según sus protagonistas

La salsa es estruendosa. Las cornetas que están adentro de la habitación retumban tanto que hasta el vidrio del féretro, que protege el rostro del muerto, tiembla. La esposa de Oscar Enrique Castro, de 22 años, le da la espalda a la urna y baila apoyada sobre una de las bocinas. Con las lágrimas desbordadas, grita: “Yo sí te lloro, negro, yo sí”, y tararea entre sollozos la canción que entona el equipo de sonido, que es una de Tito Rojas:

Cuando ustedes me estén despidiendo

con el último adiós de este mundo

no me lloren que nadie es eterno

nadie vuelve del sueño profundo.

Sufrirás, llorarás,

mientras te acostumbras a perder.

Después te resignarás,

cuando ya no me vuelvas a ver.

Los asistentes tienen mucha rabia contenida y se les exacerba por las dosis de droga consumida durante la madrugada y parte de la mañana. Pueden atentar contra cualquier desconocido que invada su zona. Por eso hay que pedirle permiso a los jefes para ser testigo de cómo en los cerros de Caracas se celebra el dolor de perder, a tiros, a un amigo, a un hijo, a un esposo… La muerte violenta, en lugares como en el sector Las Quintas de la Cota 905, se celebra con anís, ron, cerveza, marihuana, cocaína, salsa, reggaeton, gritos, bailes y plomo.

Son las 12 del mediodía, la hora pautada para sacar el ataúd que guarda el cuerpo del joven tiroteado. Sus hermanos y algunos amigos entran en su cuarto, cierran el féretro, y lo cargan. Para salir, hacen piruetas por la calzada para no caerse y llegar a las escalinatas. El sol agobia tanto como la sensación de inseguridad. Hay una sola ruta para llegar y para salir del lugar. Todos están drogados y sus miradas sólo claman venganza. Estamos a la mitad del cerro lleno de casas anaranjadas que se ve desde el Cementerio General de Sur.

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Los que cargan la urna llegan con dificultad a las escaleras y emprenden la subida con el muerto sobre los hombros. Atrás, el cementerio (el mismo que será escenario del entierro, dos horas más tarde) les sirve de fondo. Es el paisaje que los acompaña durante los 13 minutos y 76 escalones de subida para llegar a la calle. La voz de Tito Rojas se hace cada vez más tenue. Y cuando llegan a la cima, ya no se escucha. Ya en ese punto, los seis jóvenes que cargaron la urna, cansados, toman aire y empiezan a“bailar al muerto”. Ocho pasos hacia delante, balanceado la urna de lado a lado, y cuatro hacia atrás, de la misma manera. Así comienzan a entregar a Oscar al más allá.

“El baile del muerto es una manifestación antiquísima. Lo hacen para confundir al espíritu y lograr que no regrese”, explica el antropólogo Mario Sanoja. Los amigos de Oscar dicen que esa es una manera de entregárselo a la muerte poco a poco, pero de forma definitiva. “En los sectores populares, la muerte se convierte en algo mucho más cercano y azaroso. Todos viven con su sombra y construyen la vida en torno a ella. En estos sectores, donde la violencia convive con ellos y es parte de su día a día, la muerte no se la toman en serio… no se aprecia la vida, tampoco la muerte”, agrega el sociólogo Roberto Briceño León, director del Observatorio Venezolano de la Violencia.

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Eugenia Villa Pose es una antropóloga colombiana que ha estudiado el fenómeno de los velorios en su país. Pero su análisis se pliega sin dificultad a lo que ocurre en los barrios de Caracas desde hace más de 30 años y que se ha agudizado en los últimos diez. “El clima de violencia también ha influido sobre las maneras de realizar los diferentes ritos funerarios (…) Los ritos fúnebres evidencian la creencia de una vida en el más allá. Las ofrendas son las provisiones brindadas al difunto para que le acompañen en el viaje. (…) La variedad de los homenajes está determinada por rasgos característicos de la vida del fallecido”, dice la antropóloga en su libro Cultos y Cementerios.

CRÓNICA

En el barrio, la partida de un amigo se celebra y se juega. Este será el último encuentro para Oscar Enrique Castro y sus amigos comienzan a despedirlo desde que arranca la procesión que lo llevará de su casa hasta el cementerio. Adolescentes todavía, están cargados de odio, de venganza, de muerte… Todos ellos, junto a los niños, que bailan al ritmo de reggaeton que retumba desde el Maveric, rinden tributo al muerto. “Este rito funeral recuerda, sin tapujos, los gustos que en vida tenía el difunto. Quieren hacer honores con lo que para el muerto era importante. Es un rito, que en este caso busca aceptar y elaborar la muerte, procesarla y convertirla en duelo. Es entregarlo a la muerte y mostrarle cómo fue esa persona en vida y, lo más importante, que eso no es un motivo de vergüenza, sino de orgullo”, advierte Roberto Briceño León. Es por eso que los hermanos de Oscar, ya improvisadamente organizados y después de la primera parte del homenaje, deciden empezar el juego de básquetbol. El equipo del barrio lo formó el difunto. Por eso jugarán en presencia del muerto y con él este último partido.

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Para llegar a la cancha, otros seis jóvenes toman el sarcófago, se lo alzan en hombros y, bailándolo, emprenden el camino. En el trayecto, uno de los jóvenes basquetbolistas del barrio, dribla una pelota frente a la urna, abriéndole paso con lo rebotes bajitos. Luego hace piruetas con la ayuda de otros dos amigos. Lanzan la bola sobre el féretro, hacen que rebote encima, como para pedirle a la muerte que les preste a su amigo para jugar por esta vez. Cuando entran a la cancha, colocan a Oscar en la mitad del terreno sobre dos motos. Allí empieza la justa. De fondo y a todo volumen sigue sonando reggaeton. La contienda amistosa dura una media hora. Siempre con pases hacia el féretro, que hacían rebotar la pelota sobre él. Mientras se desarrolla la muestra, afuera de la cancha, el hombre del Maveric y otros más van y regresan nerviosos. Son unos 15 muchachos que, con toallas, cubrían alguna de sus manos.

Concluidos los 30 minutos, termina el juego. Esa es la señal para que los que iban y venían se formen en la calzada frente a la urna. Ya organizados, e integrados a la fila algunos de los jugaron básquetbol, el grupo que estaba inquieto descubre sus manos. Cada uno empuña un arma distinta. Todas automáticas. Cuatro ráfagas cerradas y largas concluyen la despedida en el barrio. El impulso de los vecinos de Oscar es el de ensimismarse y mostrarse más compungidos que antes. Los niños se quedan tranquilos. Ningún sobresalto interrumpió su fiesta. Después del tiroteo, otros seis jóvenes cargan nuevamente el féretro, lo bailan hasta la carroza fúnebre y emprenden el viaje hasta el Cementerio General del Sur. Esta vez la procesión baja en moto, haciendo piruetas frente al carro que trasladaba el cuerpo de Oscar y acelerando el motor para anunciar el luto. “El tributo y todo lo que utilizan para eso sólo busca enseñar el estatus que el muerto tenía en vida. Sigue estando en la comunidad y perteneciendo a ella”, agrega el antropólogo Sanoja.

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El vía crucis de la madre

A Oscar lo velaron en su cuarto. Gladis Castro, la madre del muchacho, lo dispuso así porque eso era a lo que se ajustaba a su presupuesto. En su casa era más barato, más íntimo, “y se podía hacer el homenaje sin problemas. En las funerarias se ponen cómicos con eso y nos tratan como si fuéramos todos unos malandros. Además, como saben que llegan tiroteados nos quieren cobrar más», asegura la mujer, cuyo rostro, cargado de desesperanza, no revela, sin embargo, ninguna lágrima imprudente. Después de esperar ese lunes 21 de abril, a que los funcionarios del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas recogieran el cuerpo de su hijo, pues no hubo tiempo de llevarlo hasta algún hospital, Gladis llegó a la Morgue de Bello Monte, con todos los requerimientos necesarios para agilizar el trámite. Sin embargo, fue el martes cuando le entregaron el cuerpo de su hijo. La prudencia de tener los documentos a mano, no le sirvió de mucho. Ella ya tenía experiencia. Nueve meses antes había pasado por lo mismo.

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En el Cementerio General del Sur, según asegura el gerente Wiliam Contreras, hay al día unos tres homenajes. Una vez en el camposanto, los motorizados sacan el féretro y lo colocan en medio de todas las motos. Los que las conducían comienzan a dar vueltas en torno al féretro, cargado esta vez por cuatro amigos. Luego se detienen todos de frente al sarcófago, ponen todas las velocidades en neutro y aceleran una vez más, haciendo rugir sus motos, como si éstas pudieran llorar también. Mientras tanto, el resto grita y sacude botellas de anís para mojar la urna y a los que acompañaban la procesión. Las botellas se baten formando círculos. La idea es que rindan y el licor alcance para todos.

El sociólogo Arturo Sosa, advierte en su artículo «El Malandro: ni héroe ni villano», publicado en la revista SIC número 557: “la expresión de fiesta que se vive en los homenajes es lo que más denota su nexo con la canalización de la muerte y por ello lo que más contrasta con los rituales tradicionales donde la relación con la muerte se torna solemnemente lastimosa. Esto no quiere decir que esa apariencia gozosa anule o sustituya completamente el dolor y la tristeza, sino que la misma calidad de sentimientos encuentra formas opuestas de manifestaciones debido a diferencias socioculturales”. Uno de los amigos de Oscar lo demostró. Con una profunda desesperación, José espetó: “Así queremos nosotros a nuestros muertos. La gente rica no sabe de eso, no sabe de ‘quereres’ (sic). Nosotros sí. Así le demostramos a la muerte lo mucho que vale la persona  que ahora está con ella”. Un segundo tiroteo, justo mientras bajaban la urna a la tumba fue el definitivo y último adiós para Oscar. Anunciaba que sus amigos lavarían su muerte con plomo.

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El Estímulo