Estaba oscuro en la casa clandestina donde la tenían retenida; todas las ventanas estaban cubiertas para que nadie pudiera asomarse. Primero los contrabandistas la hicieron cocinar para los demás migrantes que habían cruzado ilegalmente hacia Estados Unidos. Luego la llevaron al segundo piso, cerraron con llave la puerta de la habitación y se turnaron para violarla.
Era mediados del 2014. Melvin, de 36 años y madre de tres hijos, acababa de terminar su trayecto desde su natal Guatemala a Estados Unidos; cruzó el río Bravo en balsa y fue llevada a la casa de seguridad de los traficantes en la ciudad fronteriza de McAllen, al sur de Texas.
Durante las semanas que estuvo encerrada en aquella habitación, los hombres a los que les había pagado para que la ayudaran a llegar a salvo a territorio estadounidense la drogaron con píldoras y con cocaína; no le permitían salir ni siquiera para bañarse. “A veces creo que, en cuanto me metieron al cuarto, me mataron”, dijo Melvin. “Nos violaron tantas veces que ya ni nos veían como seres humanos”.
En la frontera sur de Estados Unidos, mujeres y niñas migrantes son víctimas de agresiones sexuales que con frecuencia no se reportan, investigan ni castigan. Las mujeres alrededor del mundo han reunido el valor para revelar y denunciar episodios de conducta sexual indebida, pero las migrantes en la frontera siguen en las sombras en la era del MeToo.
Las historias abundan, pero son muy similares. Las mujeres sin papeles migratorios que se mueven por los márgenes en la frontera han sido golpeadas por desobedecer a los traficantes, abandonadas después de ser preñadas, forzadas a prostituirse, encadenadas a camas o árboles y, en algunos casos, atadas con cinta, soga o esposas.
The New York Times encontró decenas de casos tras entrevistar a oficiales de policía, procuradores, jueces federales y activistas por los derechos de migrantes en todo Estados Unidos y estudiar reportes policiales y de tribunales en Texas, Nuevo México, Arizona y California. La revisión muestra que más de cien mujeres migrantes reportaron haber sido víctimas de abuso sexual del lado estadounidense de la frontera desde el 2000. Funcionarios jurídicos y defensores señalaron esa cifra probablemente sea solo una fracción del total.
Además, entrevistas con mujeres migrantes y quienes trabajan para ayudarlas a lo largo de la frontera señalan que hay muchos casos que no se reportan ni revisan, lo que sugiere que la violencia sexual se ha convertido en una parte ineludible del trayecto migratorio para estas personas.
El presidente Donald Trump ha utilizado este problema para abogar por la construcción de un muro fronterizo que, asegura, detendría la migración. “Una de cada tres mujeres sufre abuso sexual en el peligroso trayecto por México”, dijo Trump en su informe de gobierno en enero; esa estimación surge de algunos sondeos de poco alcance, uno de ellos hecho por Médicos Sin Fronteras, con mujeres que pasan por territorio mexicano.
Pero es menos comprendido que buena parte de ese abuso no sucede durante el cruce por México, sino después de que las migrantes llegan a lo que pensaban sería la seguridad de Estados Unidos.
“No tienen maneras de defenderse. Las mujeres y niños indocumentados son de los seres humanos más desprotegidos”.
En julio del 2018, una mujer hondureña de 23 años les dijo a las autoridades que fue violada en el clóset de una habitación por un traficante que las ayudó a ella y a su hermana a cruzar hacia la ciudad de Mission, al sur de Texas. El siguiente mes, un vicealguacil en San Antonio fue imputado por el abuso sexual de una niña de 4 años, hija de una guatemalteca indocumentada a la que amenazó con deportar si reportaba lo sucedido con la menor. En el 2017, un guía que conducía a un grupo de migrantes a través de la reserva de la nación Tohono O’odham, en Arizona, violó a una mujer salvadoreña en dos ocasiones durante el trayecto desértico y amenazó con dejarla varada si se resistía. “Espero embarazarte para que tengas uno de mis hijos”, le dijo a la mujer, según contó ella a las autoridades.
En el 2016, una migrante salió huyendo de la casa donde la tenían los traficantes en la ciudad de Edinburg, al sur de Texas, después de ser violada por un contrabandista con machete en mano. En la parte occidental de Texas, ese mismo año, dos adolescentes reportaron que fueron violadas por un oficial de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP); contaron que el agente las forzó a desnudarse, las toqueteó e intentó hacer que dejaran de llorar ofreciéndoles chocolates, papas fritas y una cobija. En un giro inusual, las jóvenes iniciaron acciones legales contra el gobierno federal estadounidense, que resolvió el caso con un acuerdo por 125.000 dólares en el 2018.
Por lo menos cinco de las mujeres que fueron abusadas —en un caso fueron amarradas con cinta, violadas y apuñaladas— dijeron que no fueron violentadas por contrabandistas y traficantes, quienes suelen ser los perpetradores, sino por agentes de la Patrulla Fronteriza y de aduanas durante sus horarios laborales.
Los expertos dicen que la cifra real de abusos sexuales cometidos allí es mucho más alta que la documentada por procuradores y la policía, ya que no suelen reportarse. Y no se quedan en la frontera. Las mujeres han denunciado ser víctimas de abuso sexual en centros de detención migratorios y el gobierno estadounidense recibió en un periodo de cuatro años más de 4500 quejas sobre abuso sexual a niños migrantes en centros de detención que operan con fondos públicos.
The New York Times entrevistó a ocho migrantes provenientes de Centroamérica que fueron abusadas sexualmente entre el 2013 y el 2016; mujeres que aún sufren pesadillas, depresión y, en algunos casos, pensamientos suicidas. Una fue atacada en México, seis en el sur de Texas y otra fue vejada tanto en México como en el sur de Texas. Las víctimas de mayor edad rondaban los 40 cuando fueron atacadas; las dos más jóvenes tenían 14 años.
La mayoría de los atacantes nunca fueron investigados ni identificados por oficiales y el Times no pudo verificar de manera independiente sus historias. Pero las ocho dieron testimonios jurados o declaraciones bajo pena de multas por perjurio al gobierno federal para poder tramitar las visas y cooperaron con la policía en las investigaciones de sus casos.
Las entrevistadas describieron un mundo subterráneo de terror que coexiste con la bulliciosa vida de las ciudades estadounidenses a lo largo de la frontera. Una mujer describió que fue encerrada en una casa en McAllen, Texas —en el valle del río Grande y con una población de 143.000 personas—, que había sido convertida en un burdel improvisado. “Carne nueva” es como describieron los contrabandistas a las migrantes que fueron llevadas ahí, recordó Lucy, una hondureña de 45 años que, como las otras mujeres entrevistadas, pidió que no se publicara su apellido.
Lucy dijo que varios hombres fueron a la casa durante los siguientes días y la violaron. “Como no me dejaba, me ataron los pies juntos y las manos por la espalda”.
Gladys, guatemalteca de 45 años y madre de cuatro hijos, dijo que fue secuestrada por contrabandistas armados después de cruzar la frontera; saltó del auto para intentar escaparse, pero la volvieron a capturar. Estuvo prisionera durante días en una casa en McAllen y fue forzada a tener sexo con seis hombres. “Pensé que habría sido mejor morir cuando me lancé del auto”, dijo.
“Nos violaron tantas veces que ya ni nos veían como seres humanos”.
Policías locales de las zonas fronterizas dicen que han hecho arrestos en muchos de los casos reportados y que perseguirían más si pudieran. Pero la mayoría de las mujeres no reporta lo sucedido, en buena parte porque sus agresores amenazan con exhibir su estatus migratorio —o hacerles algo peor— si ellas lo intentan. Una mujer que fue violada en varias ocasiones a punta de pistola en Phoenix en el 2005, dijo que su atacante la amenazó con vender a su hija de 3 años si ella reportaba lo sucedido.
Quienes sí acuden ante las autoridades usualmente no conocen el nombre de los perpetradores, o incluso dónde ocurrió el ataque; los traficantes de personas se aseguran de que sus clientes no sepan con certeza su paradero para que, en caso de ser detenidos por la Patrulla Fronteriza, no puedan llevar a las autoridades al sitio donde estuvieron retenidos.
Las mujeres quedan desprotegidas bajo cualquier análisis. La mayoría de las ocho migrantes entrevistas por el Times ahora vive en Estados Unidos después de recibir las visas especiales. Trabajan en tiendas, restaurantes o fábricas y no hablan inglés; muchas ni siquiera les han contado a sus familiares lo que les sucedió.
“No tienen maneras de defenderse”, dijo Jesús Romo Vejar, abogado de Arizona que ha representado a muchas migrantes víctimas de abuso sexual. “Las mujeres y niños indocumentados son de los seres humanos más desprotegidos”.
Estas son algunas de sus historias.
Lucy, de 45 años, fue violada cuando la forzaron a trabajar en burdeles improvisados; primero en México y después en McAllen, Texas.
“Cuando llegamos a la casa había muchas mujeres. Era una casa grande. No podía verles las caras a todos, pero había varias mujeres en diferentes cuartos para prostitución. Quería escaparme pero me daba miedo que me fueran a matar. Solamente nos dijeron: ‘Ustedes no tienen dinero, entonces tienen que pagar con su cuerpo’.
Cuando cruzamos el río había un hombre esperándonos, un tipo blanco con tatuajes. Estaba en una camioneta. Nos subimos y nos llevó a la casa en McAllen. Cuando llegamos el tipo empezó a hablar y me dijo que era la carne nueva.
Cuando querían tener sexo conmigo tenían que amarrarme porque no me dejaba. Me ataron los pies juntos y las manos por la espalda y tenían sexo conmigo por detrás.
Antes no podía hablar de esto. Era muy difícil. Me daba pánico, un pánico muy grave. No quería salir de mi casa ni hablar con nadie. Pensé que todos en el mundo me veían como prostituta. Soy de familia pobre pero decente.
Sí me ha afectado, sí. Pero ya no tanto. Ahora estoy más enojada. Esos tipos tienen madres e hijas. Lo que nos hicieron a nosotras se lo hicieron a otras mujeres”.
Melvin, de 36 años, fue violada y forzada a prostituirse en una habitación cerrada con llave en McAllen.
“Perdí la cuenta de cuánto tiempo estuve ahí. Ya no era yo. Creo que en cuanto me pusieron en el cuarto me mataron. No tienen piedad. No les importa que seas madre o que tengas familia. Ven a alguien que no importa para ellos.
Todavía me acuerdo que cuando estaba ahí con ellos fue mi cumpleaños y no quería hacerlo, no ese día. Me acuerdo que él me agarró y en algún momento me mordió; cuando llegué al centro de detención [de migrantes] todavía tenía las marcas de los dientes. Les dije que era mi cumpleaños. Según ellos, la violación de ese día era por mi cumpleaños.
Intenté suicidarme tres veces. Porque es bien difícil vivir con todo eso. Y los veía cada vez que cerraba los ojos. Me estaba bañando y en cuanto cerraba los ojos, ahí estaban. No quería tener eso en la cabeza ya. Pero aquí sigo”.
J. E., de 19 años, y otras dos mujeres fueron secuestradas en el sur de Texas por un agente de la Patrulla Fronteriza, Esteban Manzanares; ella tenía 14 años en ese entonces. Manzanares la violó en su departamento en Mission, Texas, antes de suicidarse.
“Me llevó y me amarró a un árbol. Dijo que iba a regresar. Yo solo pensaba en mi hermanito, que está en Honduras, en que no lo iba a volver a ver. Él tenía 10, creo. Pasaron horas.
Me desató del árbol y me puso en el auto. En el apartamento había dos camas, una encima de la otra, como literas de niños, y también estaba la soga. Había cordones de zapato para mis muñecas y pies.
Mi mente estaba en blanco. Quería entender, pero no sabía qué hacer. Mis pies estaban amarrados. Lo veía y él tenía un arma; eso me asustó. Le pregunté por qué, por qué, y me respondió que lo estaba haciendo porque era la más bonita de las tres.
Hay personas que te descartan cuando saben lo que te pasó. Pero la mayoría de mis novias lo saben para que puedan entender lo que viví, y me apoyan”.
V. E. M. L., de 39 años, fue violada en los arbustos del sur de Texas por un guía de los traficantes de personas. La arrestaron y retuvieron en el centro de detención de Taylor, Texas, y después la deportaron.
“Sabía que eran ellos los que me iban a cruzar, entonces me tenía que quedar con ellos. Nunca supe su nombre. Me sentía nerviosa, él era raro. No estoy segura si estaba drogado. Siempre se paraba y se sentaba, se paraba y se volvía a sentar.
El más viejo iba más adelante y el joven me dijo: ‘Ven conmigo’.
Yo le dije: ‘¿A dónde vamos?’. ‘Vamos a alcanzarlos allá adelante’, me respondió.
Me mordió para que no gritara. Tenía miedo de que se le ocurriera matarme.
Después me dijo que me apurara o que me iba a dejar ahí en el piso. Los otros del grupo empezaron a gritar: ‘¡Migración, migra!’. Y corrí hacia los de migración. Quería escaparme. Pero cuando me agarraron y me pusieron en el auto, me sentí frustrada y sola. No podía dejar de llorar. Todos los agentes eran hombres. Me preguntaban que por qué lloraba y no les podía explicar.
Cuando me llevaron a Laredo le conté a un doctor lo que pasó. Él me dijo: ‘No te sientas como si fueras la única a la que le ha pasado. Esto les ha sucedido a muchas otras mujeres’.
Cindy, de 26 años, y su hijo Samuel se quedaron en una casa de contrabandistas en México mientras esperaban a cruzar. Ella y otra mujer fueron violadas por un traficante y Cindy se enteró que quedó embarazada después de ser detenida por la Patrulla Fronteriza. Samuel ahora tiene 8 años y su hermano pequeño, a quien Cindy le puso el nombre bíblico Adonái, tiene 2.
Cuando él entró al cuarto tenía la pistola. Sacó a los niños. Tenía la pistola y la apuntó a mi cabeza cuando nos atacó. Primero abusó de mí y luego de ella. Estábamos a su merced y sentíamos que éramos desechables. No podemos hacer nada. No podemos hacer nada porque es como nos dicen: pueden matarlos y nadie va a decir nada.
No fue hasta que me hicieron la prueba que supe que estaba embarazada. En ese momento fue como si hubiera quedado marcada. Quedé marcada por lo que me pasó, la violación.
Me quería matar. Ir con la psicóloga es lo que me ayudó a sanar. Me dijo que teníamos que hablar de eso y pensar en eso, pero que después también teníamos que seguir con la vida y aprender a vivir mientras seguíamos.
Mi hijo, pues, me di cuenta de que él es un inocente en esta situación y que no es su culpa. Mi motivación para seguir viva son mis dos hijos. Le agradezco a Dios porque con todo lo que sufrí ellos son la felicidad que salió de eso.
Michelle O’Donnell colaboró con el reportaje desde Taylor, Texas, y Mitchell Ferman lo hizo desde McAllen. Kitty Bennett colaboró con investigación.