La venezolana que se fue para Chile y conmociona al mundo: «He vencido al cáncer. Señores, gané»

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Paola Boscán es venezolana y tiene 23 años. En noviembre amaneció con un bulto en el cuello que le cambió la vida.

La vida de Paola Boscán cambió un día cualquiera de noviembre de 2017 acompañada de un bulto pequeño en su clavícula derecha. Estaba en Santiago de Chile, a 4.900 kilómetros de su casa en Maracaibo, de la que tuvo que partir hace dieciséis meses para dejar atrás la crisis económica en Venezuela.

A Paola no le preocupó en exceso la malformación que le apareció en la parte baja del cuello. Los trámites para beneficiarse de la salud chilena, una de las más caras del planeta, le hicieron desestimar una exploración médica exhaustiva. Además, no tenía previsión médica. «Para mí era una pelotita insignificante», relató Paola a Infobae por llamada telefónica.

El día en el que Paola celebró su veintitrés cumpleaños, aquel bulto sin importancia empezó a ser molesto y terminó por acalambrarle el brazo.  La magnitud del dolor le convenció para visitar a Sergio Trujillo Vivar, doctor especializado en medicina interna, en la clínica Santa María«Cumple con las características de un linfoma», le informó en su oficina.

La respuesta que recibió el doctor Trujilo fue contundente: «¿Estás loco? No puedo tener cáncer», le espetó Paola.

El anuncio del doctor confirmó el presagio

Tres días después, el informe del oncólogo no ofreció dudas: padecía de un linfoma de Hodgkin de fase II, es decir, un tumor de cinco centímetros en el cuello y otro de uno en el tórax. Aquel fin de semana, Paola visitó el restaurante de un conocido suyo atacada por la incertidumbre. Se refugió en sus amigos, y a la primera ronda de pisco, le siguió una segunda, otra de ron…

«Sinceramente, me emborraché como nunca en la vida», confesó Paola, convencida de que su vida no tiene nada de extraordinario.

Al día siguiente despertó queriendo estar sola. Se desperezó en su habitación, abrió la nevera y se preparó dos huevos revueltos en la sartén y una rebanada de pan tostado con mantequilla.  «Nunca nada me supo tan bien. Fue delicioso. Me desperté amando la vida al día siguiente del diagnóstico», recordó Paola.

Joven, lejos de casa y sin músculo financiero para afrontar una operación de ese calibre, Paola telefoneó a su madre, afincada en Estados UnidosNecesitaba pedirle 2.000 dólares. «Es muy posible que tenga cáncer, mamá», le avisó su hija, «pero necesito hacerme las pruebas para confirmarlo». Kelly no le creyó. Pensó que querría el dinero para irse de crucero, salir de fiesta o malgastarlo. Terminó aceptando la petición de Paola, pero no quiso creer que estuviera enferma realmente.

No lo asimiló hasta que vio a su hija sentada en el hospital dispuesta a recibir su primera sesión de quimioterapia. Llevaban cuatro años sin verse. Aquel primer tratamiento destrozó la boca y la nariz de Paola. La pérdida de sensibilidad en las papilas gustativas vino de la mano de unas náuseas insoportables y un agotamiento que le duraba tres días.

Cambió su cabellera larga por una media melena el día en el que comenzó a amanecer con la almohada desbordada de su pelo castaño. «No me quedé calva, pero me lo corté por la nuca para que no pesara tanto y poder mantenerlo lo máximo posible. Me peino para que nadie se de cuenta«, admitió.

Paola dejó de disfrutar la comida. El tratamiento le prohibía comer frutas sin cortezas gruesas, lechugas y alimentos que no estuvieron cocidos. Adiós al ceviche y al sushi. Probaba pollo y le sabía a cartón. Masticaba con una sensación metálica acompañada de cada mordisco.

«Pensaba que era yo quien tenía mal aliento, me cepillaba los dientes continuamente», recordó.

Temblores en plena biopsia de médula

Uno de los peores momentos que recuerda le lleva de vuelta a la camilla del quirófano de la clínica Santa María. Paola estaba tumbada bocabajo, con la espalda descubierta preparada para la biopsia de médula. Estaba despierta, le aplicaron anestesia local en la zona afectada y era plenamente consciente de que le estaban atravesando con una aguja. Durante ese proceso, el doctor se detuvo, las herramientas comenzaron a agitarse y Paola vivió en directo un temblor que se sintió en diversas regiones de la capital chilena. «¿Quién me mandó a mí estar en Chile en ese momento?», chilló Paola rememorando el que describe como «el peor día de su vida». Los médicos tuvieron que suministrarle un ansiolítico debajo de la lengua para tranquilizarle. «No podía calmarme», reconoció.

A pesar de que las sesiones de quimioterapia se hicieron más llevaderas con el paso del tiempo, Paola creyó que iba a morir en varias ocasiones. Incluso llegó a tener actitudes negativas. Sus amigos le preguntaban por planes para hacer durante las navidades, pero ella les trasladaba otro pensamiento: «Ni siquiera sé si llegaré viva».

El apoyo de sus amigos, que la acompañaban posteando en redes sociales fotos con ella en los lunes de quimioterapia, fue vital para el estado anímico de Paola. Cuando le venían «pensamientos oscuros» o cuando pensó en alejarse, se encargaron de que reaccionara. Le organizaron parrilladas, le llevaron a ver el mar en Valparaíso y brindaron mientras ella saboreaba cervezas sin alcohol. Rubias, negras, rojas, tostadas… Paola confeccionó una lista con los distintos sabores que probó. Pese a que nunca fue una adicción y no tuvo relación directa con la enfermedad, dejó la cajetilla de Lucky Strike a un lado y dejó de transitar zonas de fumadores. El resto de sus actividades cotidianas no cambiaron. Salió, bailó, rió. Dos tumores no detuvieron a Paola.

«A mí me funciono el hacer mi vida justo como la hacía antes», contó. «La gente agachaba la cabeza y decía que ‘pobrecita’. De pobrecita nada, si me muero voy a ser una persona más y no un vegetal», se reivindicó.

Incertidumbre en los resultados finales

Paola afrontó la que fue posibleblemente su última sesión de quimioterapia el 20 de agosto como lo hacía habitualmente: apoyada en su círculo cercano y contándole al mundo por redes sociales su lucha diaria. Los doctores le habían informado de que tenía que esperar ocho días para recibir los resultados. Ella no pudo esperar tanto. El sábado, tres días antes del teórico anuncio final, Paola llamó a su madre por FaceTime, navegó por la web de la clínica y comenzó a tener problemas para acceder al sistema por culpa de las claves. No se acordaba.

Cuando consiguió entrar, le entró el miedo en el cuerpo. «No sé si quiero abrir el informe. Me juego la vida», le dijo. En seguida Paola cambió de opinión. Tarde o temprano necesitaría saber los resultados para prepararse desde el plano anímico. A casi 8.500 kilómetros de distancia, la madre de Paola tenía que ver por una pantalla diminuta si su hija había vencido al cáncer. Contuvo la respiración y empezó a escuchar chillidos desde el otro lado del teléfono. FaceTime se congeló.

Kelly escuchaba de manera esporádica llantos y chillidos. No tenía ni idea de qué estaba pasando. Comenzó a llorar y no sabía por qué. Todo lo que veía en la pantalla era el anuncio borroso que le estaba tratando de mostrar su hija entre lágrimas.

La conexión volvió y pudo leer: «No se observan lesiones hipermetabólicas sospechosas de actividad tumoral maligna». Su hija había vencido al cáncer. Estalló de emoción y supo que lloraba de alegría, llevada por la euforia de la noticia más importante que ha recibido en su vida. Paola lo había hecho. Había ganado.

Todavía faltan más obstáculos en el camino, el informe debe someterse al comité médico, y en el horizonte esperan la etapa de control y sesiones de radioterapia diarias de quince minutos durante 20 días. Además, dependiendo de lo que diga el comité médico, podrían esperarle otras cuatro sesiones de quimio. Pero ese sábado, Paola fue feliz. Quiso que todo el mundo lo supiera y lo subió a Twitter felicitándose a sí misma.

Lo que ella no tenía previsto era la repercusión que causarían esos 37 caracteres. Hasta Alejandro Sanz reaccionó de manera positiva cuando leyó a Paola. En 48 horas superó los 300.000 «me gusta» y los 30.000 retuits. Las respuestas comenzaron a sucederse, y gente de todas las esquinas del planeta quiso mandarle un mensaje. En español, alemán, francés, catalán… Y todos con un objetivo similar: felicitar a Paola por una de las hazañas más importantes. De hecho, no todos los mensajes fueron así.

La otra cara de las redes sociales

Paola descubrió que no todo el mundo se iba a alegrar por ella. «No te alegres demasiado, el cáncer volverá», le escribió un troll en redes sociales. «¡Hay haters de personas que sobreviven al cáncer!», contó con asombro desde su teléfono. «No entiendo la libertad que tienen algunas personas para desear la muerte a alguien que no vieron jamás, que no conocen. No entiendo que puedan vivir repartiendo odio», lamentó. Otros usuarios se ofendieron porque el matiz de vencer al cáncer implicaba, desde sus puntos de vista, que los que fallecen por culpa de esa enfermedad son perdedores. «Nada que ver», contradijo. «Son incluso más fuertes los que entregaron toda su vida para afrontarlo». El objetivo del tuit era simple: celebrar con sus mil doscientos seguidores las noticias y motivar a pacientes que estuvieran pasando por lo mismo.

Sin embargo, pese al ruido que generan comentarios molestos, Paola prefiere quedarse con los centenares de mensajes de apoyo que recibió por público y por mensaje privado. El más especial: una paciente de 11 años de Buenos Aires que le escribió personalmente para agradecerle su lucha. A Paola le entra el vértigo, insiste en que su historia no es más valida que la de nadie, ni tan meritoria, ni siquiera tan especial. «Cuando leo historias que me mandan por privado, pienso que la mía no es nada», aseguró.

No hay recetas mágicas

Paola necesita tiempo para responder a todos los mensajes. Los que más se amontonan en su panel de notificaciones son las peticiones de otros pacientes o familiares para saber qué hizo para salvarse. Ella rehuye esa cuestión, la considera una responsabilidad que no le corresponde, por lo que se limita a mandar ánimos, fuerza y cariño.

«No hice nada más que lo que decía el médico. Si te dice una cosa, hazla. Yo no soy muy creyente, pero agradezco por igual al musulmán que rezó por mí, al católico románico, y a todos los que me mandaron sus mejores deseos. Me ayudó muchísimo y unió todavía más a mi familia», celebró. «Si les sirve aferrarse a Dios, háganlo. Si no, no lo hagan. Hagan cualquier cosa que sea productiva que no interfiera con los procedimientos médicos«, resumió.

El único consejo que se anima a dar para reanimar las papilas gustativas y poder disfrutar de la comida y olvidar ese sabor metálico es comer algo de cítrico. «A mí me sirvió para que la lengua volviera a sentir», contó. También le ayudó beber agua de coco para las náuseas, pero insistió en que no son poderes curativos.

«El cáncer se puede curar con quimioterapia, no con agua con limón ni té de hierbabuena», avisó.

La historia no termina aquí. Faltan informes médicos, sesiones de radioterapia y deudas por pagar. Pero mientras tanto, Paola seguirá viviendo su vida como lo ha hecho hasta ahora: con sus gente querida cerca y una cerveza en la mano para brindar con ellos, reseña Infobae