El gran salto de Croacia, de la guerra a la final de un mundial

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No resulta fácil para ningún Estado reconstruirse, económica y moralmente, después de una guerra. Croacia, un país de poco más de cuatro millones de habitantes, no sólo logró entrar en la Unión Europea cuando algunas zonas todavía no se habían recuperado del todo del conflicto que padeció entre 1991 y 1995, sino que ha acabado convertido en una potencia deportiva, al llegar a la final del Mundial de Fútbol, que jugará este domingo ante Francia. La guerra es un recuerdo vivo en este país mediterráneo, medio balcánico y medio centroeuropeo: su capitán, Luka Modric, fue un desplazado interno durante el conflicto —su pueblo fue destruido por los serbios—, mientras que la familia de otra estrella del equipo, Ivan Rakitić, se refugió en Suiza, donde nació el mediocentro.

Croacia es uno de los países más jóvenes de Europa: nació en 1991 durante la violenta destrucción de Yugoslavia, aunque su independencia no fue plena hasta 1995 cuando Zagreb reconquistó la parte de su territorio ocupada por Serbia, provocando el mayor desplazamiento de población de todas las guerras balcánicas: 200.000 serbios huyeron o fueron expulsados en apenas unos días. Ha sido el último Estado en ingresar en la UE, en 2013.

El peso de la guerra en la memoria colectiva, el fuerte componente religioso —la Iglesia católica es una fuerza importante— y la idea asentada de que existe una nación croata muy anterior a su nacimiento como país convierten a Croacia en un Estado con una fuerte identidad nacional o, como se afirmaría desde una posición más crítica, en un lugar que padece un nacionalismo desatado.

El sangriento estallido de Yugoslavia comenzó con una breve guerra en Eslovenia, pero cuando Croacia declaró su independencia en 1991, las tropas del Ejército Federal Yugoslavo a las órdenes de Slobodan Milosevic, apoyadas por paramilitares serbios, invadieron una parte del país y crearon una república en Krajina, la zona de fuerte población serbia. Las matanzas provocadas por las tropas serbias, como la destrucción de Vukovar, y la limpieza étnica marcaron un conflicto étnico despiadado. Serbios y croatas hablaban la misma lengua, serbocroata, aunque los primeros la escriben en cirílico y los segundos en caracteres latinos. Las dos naciones son cristianas aunque los serbios son ortodoxos y los croatas católicos.

Para justificar sus atrocidades, Belgrado no dudó en manipular los fantasmas de la Segunda Guerra Mundial, cuando el régimen croata de los ustashas de Ante Pavelic instauró un estado fascista independiente, que asesinó a decenas de miles de serbios y judíos con una crueldad demencial. En Kaputt, Curzio Malaparte relata que, cuando entrevistó a Pavelic, se encontró con que en su oficina tenía un cubo con algo gelatinoso. Le preguntó si eran ostras, ante lo que el dirigente fascista respondió: «Es un regalo de mis leales ustashas, 20 kilos de ojos humanos».

El Estado de los noventa no tenía nada que ver con el de Pavelic, pero el discurso nacionalista excluyente del líder croata de la independencia, el fallecido presidente Franjo Tudjman, no ayudó precisamente a tranquilizar a los serbios. De hecho, la falta de claridad a la hora de hablar del pasado fascista de Croacia ha desatado protestas de numerosas organizaciones –como el Departamento de Estado de EEUU que, en 2017, mostró su preocupación por el aumento del revisionismo– y de intelectuales independientes. Slavenka Drakulic, una de las grandes escritoras croatas, autora de libros como No matarían una mosca, y muy crítica con el nacionalismo, declaró en una entrevista reciente: «El revisionismo es algo que ocurre en la actualidad, ante hechos históricos de la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno tolera los símbolos y saludos fascistas y la UE no presta atención porque tiene demasiadas preocupaciones. Croacia es pequeña y no es peligrosa por lo que su locura puede ser ignorada…».

Tampoco se ha producido una condena social clara de los crímenes cometidos por los croatas durante la guerra: la prensa internacional ha relatado que, durante las celebraciones de las victorias en el Mundial, se coreaba el nombre de Ante Gotovina, un general croata acusado y condenado por crímenes contra la humanidad, aunque finalmente fue absuelto en segunda instancia. Fueron víctimas, sin duda, pero también verdugos, sobre todo en Bosnia, que cuenta con una importante población croata.

Croacia es una democracia plena, un país pujante, que creció en 2017 al 2.8% pese a que su economía sufrió con especial crudeza la crisis. Es una de las potencias turísticas del Mediterráneo, un duro competidor de España con su bellísima costa dálmata abarrotada en verano. Su presidenta, Kolinda Grabar-Kitarovic, se ha tomado un permiso sin sueldo para acudir a ver los partidos y se ha pagado los vuelos de su bolsillo en una línea comercial.

Sin embargo, el peso del pasado es enorme, como una pesadilla que los croatas no quieren recordar, pero que a la vez no pueden olvidar. Son muy simbólicos los escritos de Modric y Rakitić en la revista The Player’s Tribune sobre sus infancias. «Mis padres nunca hablaron con mi hermano o conmigo sobre la guerra ya que ellos perdieron mucha gente que amaban. Nosotros tuvimos suerte», ha escrito Modric. Por su parte, Rakitić, que nació y pasó la infancia en Suiza, relata en la misma publicación cuando conoció el país de su familia. «Unos años después de que terminase la guerra, pude visitar Croacia con mis padres y mi hermano. Y cuando llegamos nos dimos cuenta de que la guerra no era algo de lo que la gente quisiese hablar. Teníamos que olvidarlo, que seguir adelante». Los dos saben que no hablar de ello es una forma de reconocer que no pueden olvidar, que el peso de la historia será siempre enorme para los Balcanes, ese lugar del mundo sobre el que dijo Churchill que «produce más historia de la que puede digerir». Aunque la final del domingo forma parte de la parte menos indigesta de la historia reciente croata.