El día de la masacre, Jesús Alfredo Aguinagalde González salió temprano de su casa enTumeremo. El destino no quiso que fuera ese día a la mina Atenas, como advirtiendo lo fatal: él y su amigo se quedaron accidentados en la vía al sitio de trabajo, a la altura del terminal.
De inmediato, ambos se regresaron al pueblo para pedir una moto prestada a un señor de confianza que vivía por la casa. “Yo no le presto esa moto a nadie, pero se la voy a prestar porque ustedes van a trabajar“, fueron las últimas palabras que le dirigió su vecino a Jesús Alfredo. Ese día no volvió para la cena a la hora que siempre regresaba, entre las 5:00 y las 5:30 de la tarde.
Unas 12 horas antes de su hora fija de regreso, se levantó de la cama el joven de 25 años. Su último día de vida transcurrió como siempre: Fue a llevar a su hijo mayor, de siete años, al colegio con la parada de siempre para comprar empanadas en el camino, a 500 bolívares cada una. Algunas veces tocaban pastelitos. Luego se devolvió para llevar al más pequeño, de cuatro años, al maternal, y después a su esposa, quien recientemente había conseguido un trabajito en un centro hípico.
“El niño lloraba porque estaba acostumbrado a estar con su mamá todo el tiempo y no quería que se fuera al trabajo”, apuntó un familiar. Sin embargo, ahora la mujer de Jesús Alfredo es el único sostén de la familia, que hasta el día de la masacre había sido de cuatro.
Siempre se llevaba su comida a la mina para tratar de ahorrar un poquito más. Lo que había en la casa es lo que se comía, que la mayoría de las veces era arroz con pollo. Los días de más suerte y los domingos, Jesús Alfredo comía su comida favorita: sopa.
“¡Ándate con cuidado!” le decían sus familiares al veinteañero. Siendo el menor, sus 10 hermanos siempre estaban pendientes de él. “Quédate tranquila, no te preocupes“, le respondió a su mamá desde los 15 años. Ella había muerto dos años antes, pero él seguía repitiendo la misma frase a su familia desde que se inició en el negocio de la minería. Hasta el cuarto año le interesaron los estudios. Luego, llegaron las cuentas por pagar.
Uno de sus sueños era reunir suficiente dinero para mudarse de la casa en donde vivía con todos sus familiares. Sin embargo, con su familia y sus amigos andaba para arriba y para abajo. A veces iba a las minas en compañía de su cuñado, quien tenía molinos y equipos para trabajar.
Como la mina era cerca, Jesús Alfredo no era de los que se quedaban una semana o un mes trabajando. En dos horas iba y en dos venía a su casa con su moto. Como en todo trabajo, tenía días buenos y días malos: a veces, después de pasar ocho horas en una mina, no traía nada a casa porque no se conseguía nada. Otras, sí lograba hacerse con una gramita (un granmo de oro) para los gastos del colegio y la comida.
El día de la masacre estaban esperando que llegara a la hora de siempre. Sin embargo, los rumores de que había habido una matanza en la mina Atenas empezaron a recorrer los caseríos de Tumeremo más allá de las cinco calles principales y diez transversales que conforman el centro del pueblo.
“¡Mataron a unos mineros en la mina Atenas!” fue la noticia que empezó a circular en el pueblo. Al ver que Jesús Alfredo no llegaba y pasaban las horas, la familia deseó con todas sus fuerzas que hubiese escapado del fatal destino. “Ese día, la esperanza fue lo último que perdimos nosotros. Teníamos la esperanza de que él estuviera escondido en la montaña”, aseguró un familiar a Efecto Cocuyo.
De Tumeremo toda la vida y fanático del Real Madrid, ese día Jesús Alfredo dejó huérfanos a dos hijos, viuda a su mujer, y a su sobrino sin las clásicas partidas de videojuegos de los fines de semana. Su moto propia, apagada frente a la entrada de su casa, recuerda todos los días el accidente que intentó salvarle la vida al joven de 25.
Pagando justo por pecadores
Fuera del foco de la opinión pública y sepultada por otras noticias más recientes, la masacre de Tumeremo y sus respectivas investigaciones han pasado a un segundo plano. A las familias de las víctimas, el Estado les está proveyendo ayuda psicológica y asistencia en cuanto a algunos gastos. Sin embargo, aunque todos conocen que El Topo es el culpable, aún no han dado con su paradero.
“No hay nada nuevo más allá de los comentarios extraoficiales: que se está avanzando con las investigaciones y que hay fuerzas desplegadas en las zonas donde se creen que están estos grupos”, comentó a Efecto Cocuyo el alcalde del municipio Sifontes, Carlos Chancellor.
De acuerdo con el burgomaestre, el despacho de la Alcaldía ha recibido constantes denuncias desde que se implementara el operativo para dar con quien controla la extracción de oro en la zona. “Denuncian que están siendo maltratados por estos cuerpos de seguridad, que los detienen en los lugares, que los secuestran”, precisó Chancellor. Tampoco, aseguró, se conoce qué ha pasado con Rosa Gil Salazar, quien fuese detenida a mediados de marzo por presuntamente ser la administradora de El Topo.
Aunque la afluencia de mineros a los yacimientos de oro ha mermado un poco a raíz de la masacre, el riesgo de muerte no asusta a los trabajadores de Tumeremo. “Estamos solicitando a las autoridades que sean más selectivas. Aquí no todo el mundo es delincuente y los hacen pagar a todos, justo por pecadores“, advirtió.