El trastorno del espectro autista (TEA) es una alteración del desarrollo donde se evidencian deficiencias en la comunicación social; además de patrones de comportamientos restringidos y repetitivos. Es de origen orgánico y no tiene una etiología determinada.
Laura Malandrino, licenciada en educación especial y experta en la materia, asegura que dentro del TEA hay una gran variabilidad en funcionamiento y pronóstico, determinada por algunas variables. “Marca la diferencia entre un niño y otro, el nivel de inteligencia asociado y el desarrollo del lenguaje verbal asociado. Se puede tener 20 personas al frente del espectro autista, con las tres áreas debilitadas (alteración comunicacional, alteración social y de patrones de comportamientos repetitivos), que pueden ser distintas. La similitud es la alteración social y de conducta”, explica Malandrino, también psicopedagogo.
Las características de tipo autista se presentan en diferentes niveles, quienes formen parte del espectro pueden poseer inteligencia promedio, inteligencia superior o discapacidad intelectual (conocida anteriormente como retardo mental).
De acuerdo al Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) existen tres niveles de severidad (1,2 y 3), siendo 1 el de menor intensidad y 3 el más severo. Aunque el trastorno nace con la persona, las articularidades se desarrollan durante los tres primeros años de vida, haciéndose evidentes generalmente después del año.
A continuación, presentamos una serie de características propias del autismo que podrían señalar que se está en presencia de un caso; siempre y cuando, abarquen las tres áreas antes mencionadas. Es importante aclarar que estas pueden manifestarse desde lo más leve hasta lo más severo.
– Deficiencia en el contacto visual
– Ausencia de respuesta al llamado por su nombre
– Poco interés en interactuar con personas del entorno
– Preferencia de permanecer o jugar solo
– Uso inapropiado de juguetes u objetos
– Movimientos estereotipados (aleteo, balanceo)
– Alto apego a las rutinas
– Resistencia a los cambios y nuevos aprendizajes
– Deambulación
– Llevar de la mano al adulto para conseguir un objetivo, evitando contacto visual, comunicación verbal.
– Llanto o risa sin motivo aparente
– Sonidos repetitivos, sin intencionalidad comunicativa
– Cuando hay desarrollo verbal, ecolalia (repetición de frase que acaba de pronunciar otro interlocutor, como eco)
– Jergas sin intencionalidad comunicativa.
Malandrino destaca que tres años es la edad conveniente para hacerse un diagnóstico; sin embargo, a los 2 años pudiera realizarse si el niño cumple con todos los criterios. Para ello, es necesaria la evaluación de un equipo interdisciplinario comprendido por un neurólogo pediatra, un psicólogo o un psicopedagogo.
Si bien es cierto que el TEA no tiene cura, el diagnóstico oportuno, reforzado con una intervención adecuada tanto especializada como familiar, permite la mejoría significativa de los casos. Hasta el punto, de acuerdo al nivel que presente el niño, de pasar desapercibido en su entorno.
La detección temprana y el manejo apropiado son vitales. Por tanto, no dude en acudir a los especialistas si evidencia estas características en su niño.
Andreína Del Corro/Panorama