El impacto de no creer a las víctimas y proteger a los abusadores en el ámbito familiar y social, genera efectos a largo plazo como ansiedad, depresión y estrés postraumático. El caso de la hija de la escritora y premio Nobel Alice Munro, quien denunció que su madre ignoró los abusos que sufrió en manos de su padrastro
Por Lic. Sonia Almada/INFOBAE
El caso de la hija de la escritora Alice Munro, Andrea Robin Skinner, revela una dolorosa realidad: cuando no se les cree a las víctimas infantiles de violencia sexual y sus abusadores son protegidos, las cicatrices son aún más dolorosas.
“Mi padrastro abusó sexualmente de mí cuando era niña. Mi madre, Alice Munro, decidió quedarse con él. A la sombra de mi madre, un ícono literario, mi familia y yo hemos ocultado un secreto durante décadas. Ha llegado el momento de contar mi historia”, escribió en una carta publicada en el diario canadiense Toronto Star.
Una vez que se ha conocido el relato completo podemos comprender que no fue solo Alice Munro quien no ayudó a su propia hija y eligió vivir con un pederasta, sino que su padre Jim Munro que supo del crimen la primera vez que Andrea fue agredida a los 9 años, decidió ocultarlo.
En 1992, Andrea Robin Skinner le escribió a su madre, Alice Munro, una carta que comenzaba así:
“Querida mamá por favor, busca un lugar a solas antes de leer esto… He estado guardando un terrible secreto durante 16 años: Gerry abusó sexualmente de mí cuando tenía nueve años. Toda mi vida he tenido miedo de que me culparas por lo que pasó”. La hija menor de Munro, tenía 25 años cuando logró contarlo. Solo al leer este fragmento de la carta se siente la culpa que viene arrastrada desde la infancia y que la inocula el pederasta.
Es importante destacar que la violencia sexual padecida en la infancia es un crimen especial, que ataca a una víctima en un momento de especial vulnerabilidad, su infancia y/o adolescencia, y que y el proceso por el que pasa es largo y penoso.
Primero debe develar ante sí que ha sido víctima de un crimen, el más atroz que pueda padecer en la infancia, luego intentar metabolizar qué y cómo le pasó, y que quien le infringió el daño, la mayoría de las veces es alguien de sus afectos y con ascendencia de autoridad.
Luego adviene otro proceso, la segunda develación ante otros, para después comenzar a recuperarse y de allí pensar en denunciar y algunos casos, como el de Andrea Munro. Un tercer proceso hacerlo público. Estos procesos pueden llevar entre 24 años (según la Comisión Real de Respuestas Institucionales al Abuso Sexual Infantil de Australia) y 42/52 años promedio según la ONG estadounidense Child USA.
El padrastro Gerry, era Gerald Fremlin, el segundo marido de Alice Munro. Andrea pensó, como lo hacemos todas las víctimas de violencia sexual, que el contárselo a nuestra madre o padre cambiaría todo, pero como a la mayoría de nosotros, esto no fue así.
Al final del verano regresó a la casa de su papá y le contó a su hermanastro, Andrew, lo que Gerry le había hecho. Él la ayudó a contarle a Carole, esposa del padre y Carole se lo contó a Jim Munro, su padre. Jim no le dijo nada a su hija para consolarla y tampoco a su exesposa Alice Munro y menos aún fue a enfrentar al pederasta. Lo único que hizo fue instruir a las hermanas de Andrea para que tampoco se lo contaran a su madre, Alice Munro.
Las historias de violencia sexual padecidas en la infancia son macabras siempre, algunas como estas tienen atención mediática porque una de las personas que decidió mirar para otro lado y no denunciar a el pederasta es nada más y nada menos que la Premio Nobel de la narrativa.
Me pregunto qué se cuentan a sí mismos los adultos que niegan un dolor así en su propia hija. Me respondo rápido, pero no deja de asombrarme, que lo he visto cientos de veces en la clínica niños, adolescentes y adultos develando su dolor ante sus padres y que estos no hicieran nada de nada.
En estos casos siempre aparecen excusas, argumentos, dilaciones, mentiras, pero lo cierto es que el desamparo ante la agresión sexual es brutal y peor aún es que no te crean o, como en este caso, que lo desestimen.
Una noche, mientras su madre estaba ausente, Andrea le preguntó a Gerry si podía dormir en la cama de Alice, que dormía en el mismo cuarto, pero en camas separadas. Gerry aprovechó esta necesidad de la niña de 9 años para meterse en su cama y a frotar los genitales. “Trató de hacerme sostener su pene. Sin embargo, mi mano seguía flácida mientras fingía con todas mis fuerzas que estaba dormida”, dice Andrea. El cuerpo de la niña lucha, su mano desmaya, para evitar la asquerosidad de este crimen que nos deja sin palabras.
El verano siguiente, en 1977, los abusos siguieron. El padrastro exponía sus genitales y le proponía sexo, hasta que poco a poco fue perdiendo interés cuando ella llegó a la adolescencia.
Qué es la pedofilia
La pedofilia o trastorno pedófilo se clasifica como una parafilia, una categoría de trastornos que se definen por fantasías, impulsos o comportamientos inusuales que son recurrentes y sexualmente excitantes (es una de las parafilias más frecuentes).
Consiste en la excitación o el placer sexual derivado de fantasías o actividades sexuales con niños y niñas. Algunos autores diferencian entre la pedofilia, como la atracción sexual por niños prepúberes, y la hebefilia o atracción sexual por niños púberes (entre 11 y 14 años).
Andrea cuenta que cuando él sacaba su pene ella mantenía la mirada fija al frente, sin mirarlo. Cuando él se detenía, ella pensaba: “Abuso evitado”, porque no lo había visto. Estas estrategias son utilizadas por los niños y niñas para lograr soportar la agresión. Los niños que sufren violencia sexual desarrollan diversas estrategias psicológicas para soportar y sobrevivir a la situación. Estas estrategias pueden ser tanto conscientes como inconscientes y varían dependiendo de la duración de las agresiones, la relación con el pederasta, y el apoyo que reciben del entorno.
Algunas de estas estrategias incluyen:
- Disociación: un mecanismo defensivo para salvar el psiquismo de la agresión que puede manifestarse en forma de despersonalización, sentirse separado de su propio cuerpo o como si estuviera viendo el abuso desde fuera o amnesia disociativa, olvidar eventos específicos o fragmentos de tiempo durante los cuales ocurrió el abuso. Fantasía y pensamientos mágicos como una forma de escape psicológico, creando mundos imaginarios donde se sienten seguros y tienen control.
- Negación: implica rechazar la realidad de la agresión sexual. Los niños pueden convencerse de que el abuso no está ocurriendo o minimizar su gravedad.
- Supresión de emociones: pueden aprender a reprimir sus emociones para evitar el dolor y el miedo asociados con el abuso.
- Cumplimiento y sumisión: cuando para evitar el castigo o reducir el daño, algunos niños pueden volverse extremadamente obedientes y sumisos, tratando de anticipar y cumplir con las demandas del abusador.
- Culpabilización: en muchos casos se culpan a sí mismos por la violencia y hasta llegan a creer que hicieron algo para merecerlo o que podrían haberlo evitado de alguna manera, junto a las amenazas del pederasta que también los culpabiliza.
Contar lo sucedido
Cuando Andrea tenía 19 años, la falta de reconocimiento que fue víctima de un crimen, el efecto del trauma y la continua conspiración de silencio terminaron de afectar su salud mental y física. Padecía bulimia y migrañas frecuentes y tenía complicaciones para estudiar en la universidad. Recién a los 25 años en 1992, le escribió a la madre para revelarle el secreto que había guardado desde la infancia.
Según Andrea cuenta en Toronto Star, lo que la inspiró a revelar finalmente su tormento a su madre fue la reacción de Alice Munro ante un cuento en el que una niña se suicidaba tras sufrir abusos sexuales por parte de su padrastro. En ese momento, Munro le preguntó por qué la niña del cuento no se lo contaba a su madre. Fue así que Andrea decidió revelar su propia experiencia.
Munro se mostró poco empática con su dolor: “Resultó que, a pesar de su simpatía por un personaje ficticio, mi madre no tenía sentimientos similares por mí”. Andrea escribió : “Dijo que se lo había dicho demasiado tarde, que lo amaba demasiado y que nuestra cultura misógina era la culpable si yo esperaba que ella negara sus propias necesidades, se sacrificaría por sus hijos y compensara los errores de los hombres”. “Se mantuvo firme en que lo que había sucedido era algo entre mi padrastro y yo. No tenía nada que ver con ella”.
Andrea relata que ella y su familia finalmente siguieron adelante, “actuando como si nada hubiera pasado”, hasta que ella quedó embarazada en 2002. Allí decidió, después del nacimiento de sus propios hijos gemelos, cortar el contacto con Gerald Fremlin, (a quien no quería cerca de sus hijos), así como con su madre, Munro.
Gerry Fremlin caracterizó a Andrea, de nueve años, como una Lolita, que debe haber sido consciente del impacto que tenía sobre él. “Sostengo que Andrea invadió mi dormitorio en busca de aventuras sexuales”, dijo.
Diferencias entre pedófilo y pederasta
En general, se utilizan indistintamente los términos “pedófilo” y “pederasta”, pero, aunque estos conceptos están estrechamente vinculados, no son sinónimos.
El pederasta es aquel que pasa al acto y agrede sexualmente al niño, niña o adolescente. La dimensión es ética. A sabiendas del daño irreparable que provocará. El pederasta busca su satisfacción sexual en un cuerpo de infancia y siempre está basado en la desigualdad de poder.
Últimamente, hay una intención de unificar los nombres en las redes sociales como sinónimos pero no es justo con la clínica. Si bien las parafilias son perversiones, es decir otra versión del goce sexual, desde una mirada psicoanalítica, la pederastia es una decisión, la de atacar a un niño y lastimarlo para siempre. Se da solo porque existe impunidad y desigualdad de poder.
Desde mi punto de vista no se puede hablar de violencia sexual sin los daños conmitantes, la humillación, las amenazas, el secreto, la desacreditación y otras formas de violencias que acontecen durante y después de las agresiones sexuales y afectan profundamente la vida de las víctimas.
Tampoco se puede negar la necesidad de justicia tan poderosa que habita a cada sobreviviente, como una de las formas de reparación. Por ello, en octubre de 2004, 28 años después de la primera agresión, Fremlin de 80 años fue acusado de agresión indecente. Fremlin se declaró culpable de un cargo de agresión indecente. Recibió una sentencia en suspenso y libertad condicional durante dos años.
El dolor de la incredulidad y el encubrimiento
“La fama de mi madre hizo que el silencio continuará”, escribe Andrea. Munro se retiró en 2013 y recibió el Premio Nobel de Literatura unos meses después. “Muchas personas influyentes llegaron a conocer algo de mi historia”, escribe Andrea “pero siguieron apoyando y contribuyendo a una narrativa que sabían que era falsa”.
“Todo el mundo lo sabía”, dijo la madrastra de Andrea, Carole Munro, al Star, contando que un periodista le preguntó en una cena hace años sobre los rumores relacionados con Andrea, y afirmó que eran ciertos. (Robert Thacker, autor de una aclamada biografía de Munro, dijo al Globe and Mail que estaba al tanto de las acusaciones sobre lo que le sucedió a Skinner, quien se había comunicado con él directamente antes de que se publicara su libro en 2005, pero se negó a mencionarlo porque no quería entrometerse en un asunto familiar delicado, cuenta Carole Munro).
Las razones para hacerlo público a los 58 años, después de haber logrado una condena, tienen que ver con la validación y reconocimiento. Al hacer públicas las denuncias el dolor ocultado y no reconocido por la familia busca legitimarse.
Por otro lado, poder hablar acerca del crimen de violencia sexual sufrida devuelve de alguna manera el poder que se nos ha robado en la infancia de mano de los pederastas y sus encubridores.
También exponer el abuso puede responsabilizar al abusador, aunque la justicia ya lo haya hecho, y a aquellos que encubrieron el abuso, creando una sensación de justicia y cierre para la víctima.
Lamentablemente, todavía es muy común que las familias y comunidades protegen a los pederastas para mantener la imagen familiar o evitar el escándalo
En casi todos los casos, el encubrimiento es una forma de negación colectiva. Reconocer la violencia sexual requiere enfrentar realidades dolorosas y complicadas y muchas personas prefieren evitarlo aunque esto dañe a sus propios hijos.
También es importante señalar que los pederastas tienen poder y control sobre la víctima y otros miembros de la familia, desde ese lugar de privilegio pueden manipular a muchas personas para que permanezcan calladas.
La develación del abuso puede traer vergüenza y estigmatización no sólo para la víctima, sino para toda la familia. Esto puede llevar a un fuerte deseo de mantener la agresión oculta.
Es desolador saber que en muchos casos de violencia sexual, las víctimas no solo enfrentan la incredulidad de sus familiares y comunidades, sino que además se encuentran con la dolorosa realidad de que sus abusadores son protegidos y elegidos en lugar de ellas. El caso de la hija de Andrea, es un ejemplo claro de las devastadoras consecuencias psicológicas que esta situación puede tener.
Cuando a las víctimas de violencia sexual no se les cree y los abusadores son encubiertos el daño emocional es inmenso. La traición y el abandono por parte de quienes deberían protegerlas pueden llevar al desarrollo de trastornos de ansiedad, depresión y estrés postraumático. Son muchos estudios los que demuestran que el apoyo y el creerle a las víctimas ayudan en su recuperación.
Cuando las víctimas ven que sus abusadores son protegidos, su autoestima se ve severamente afectada, sienten que no valen nada o que su palabra no tiene ningún valor, por ello pueden desarrollar una autoimagen negativa y problemas de identidad, sintiéndose culpables o responsables por las violencias soportadas. La incredulidad y el encubrimiento refuerzan la idea de que su dolor no importa.
La desconfianza hacia el mundo de los adultos es una consecuencia común en las víctimas de violencia sexual cuando no se les cree, interfiriendo en sus relaciones interpersonales y pueden influir en el aislamiento porque no disfruta de las mismas o les resulta difícil estar en calma.
La traumatización por la violencia sexual padecida se profundiza cuando no se cree en su palabra o se las desestima, reviviendo el trauma original y exacerbando sus efectos a largo plazo. Esta re-traumatización puede impedir la recuperación y perpetuar el daño psicológico.
El encubrimiento de los abusadores es una práctica lamentablemente común en muchos contextos familiares y sociales. En el caso de la hija de Munro, como en muchos otros, el abusador fue protegido y la víctima quedó desamparada. Este encubrimiento no sólo perpetúa la violencia, sino que envía un mensaje devastador a la víctima: su dolor no es válido y su seguridad no es prioritaria.
Diversos estudios y testimonios de otras víctimas respaldan la gravedad de esta problemática. Las investigaciones han demostrado que el apoyo y la credibilidad son factores determinantes en la recuperación de las víctimas.
Es imperativo que como sociedad creamos y apoyemos a las víctimas infantiles de violencia sexual y a los sobrevivientes adultos, desde el primer momento.
Desde Aralma, la asociación civil que dirijo hemos creado una plataforma para sobrevivientes adultos que brinda apoyo e información sólida. Hemos presentado también tres proyectos de ley para erradicar la violencia sexual, uno de ellos busca que se elija un día de prevención y solidaridad con las víctimas, para validarlas y reconocerlas y somos parte de una red de redes de sobrevivientes de violencia sexual padecida en la infancia que reúne a diferentes países de Latinoamérica y el Caribe que busca terminar con este crimen y obtener justicia, prevención y recuperación.
La estremecedora carta de la hija de Alice Munro
A continuación fragmentos del texto que la hija de la premio Nobel canadiense publicó en el diario canadiense Toronto Star:
“En 1976 fui a visitar a mi madre, Alice Munro, a pasar el verano en su casa de Clinton, Ontario. Una noche, mientras ella estaba fuera, su marido, mi padrastro, Gerald Fremlin, se subió a la cama donde yo estaba durmiendo y agredió sexualmente a mi madre. Yo tenía nueve años”.
“A la mañana siguiente no podía levantarme de la cama. Me había despertado con mi primera migraña, que con el paso de los años se convirtió en una enfermedad crónica y debilitante que persiste hasta el día de hoy. Anhelaba volver a casa, a Victoria, para estar con mi padre, Jim Munro, mi madrastra, Carole, y mi hermanastro, Andrew”.
“Cuando tenía 11 años, unos antiguos amigos de Fremlin le dijeron a mi madre que él se había exhibido ante su hija de 14 años. Él lo negó y, cuando mi madre le preguntó por mí, él le “aseguró” que yo no era su tipo. Delante de mi madre, me dijo que muchas culturas del pasado no eran tan “remilgadas” como la nuestra y que antes se consideraba normal que los niños aprendieran sobre sexo manteniendo relaciones sexuales con adultos. Mi madre no dijo nada. Miré al suelo, temiendo que viera que mi cara se ponía roja”.
“Un día, durante ese período, mientras visitaba a mi madre, ella me contó un cuento que acababa de leer. En el relato, una niña se suicida después de que su padrastro abusara sexualmente de ella. “¿Por qué no se lo contó a su madre?”, me preguntó. Un mes después, inspirada por su reacción ante la historia, le escribí una carta contándole finalmente lo que me había sucedido. Resultó que, a pesar de su simpatía por un personaje ficticio, mi madre no sentía lo mismo por mí. Reaccionó exactamente como yo temía, como si se hubiera enterado de una infidelidad”.
“Fremlin actuó rápidamente. Le dijo a mi madre que me mataría si alguna vez acudía a la policía y escribió cartas a mi familia culpándome por el abuso. Me describió como una “destructora de hogares” cuando tenía nueve años y dijo que el hecho de que mi familia no interviniera sugería que estaban de acuerdo con él. También amenazó con represalias”.
“A pesar de las cartas y amenazas, mi madre regresó a Fremlin y se quedó con él hasta que murió en 2013. Dijo que le habían “dicho demasiado tarde”, que lo amaba demasiado y que nuestra cultura misógina era la culpable si esperaba que ella negara sus propias necesidades, se sacrificara por sus hijos y compensara los errores de los hombres. Ella insistió en que lo que había sucedido era algo entre mi padrastro y yo. No tenía nada que ver con ella”.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.