Si nos sometemos a un estrés muy intenso o repetido, o si sencillamente se percibe como impredecible e incontrolable, puede tener consecuencias importantes para nuestra salud
¿Es el estrés perjudicial? Aunque la contestación pudiera parece obvia, no es tan simple. De hecho, la respuesta más correcta sería “depende”.
Partamos de que el estrés es un componente normal de nuestra vida. La respuesta de estrés ha sido seleccionada evolutivamente para hacer frente a amenazas ambientales que ponen en peligro nuestra supervivencia. Para nuestros antepasados, el estrés suponía una clara ventaja, dado que era necesario para conseguir alimentos, reproducirse, encontrar un sitio para cobijarse…
Pero las cosas han cambiado. En nuestra sociedad la mayoría de esas necesidades están cubiertas, y ahora las fuentes de estrés son sobre todo de tipo social. Vivimos en un mundo con altas demandas laborales y familiares y con un ritmo de vida acelerado, lo que supone un desafío constante. Este estilo de vida “frenético” favorece la aparición de estrés.
A eso hay que añadirle que el momento que estamos viviendo actualmente, como consecuencia de la pandemia por la COVID-19, ha aumentado el estrés social. Una situación excepcional que genera incertidumbres sobre el futuro, la salud, la situación económica… Al duro aislamiento social por el confinamiento se suma que la carga de trabajo ha aumentado (teletrabajo, conciliación familiar, apoyo escolar de los hijos…). Sin olvidar que, para los jóvenes, la pandemia ha supuesto una amenaza de sus proyectos vitales y una alteración de su estilo de vida.
Estas circunstancias pueden generar respuestas negativas de estrés. Y si bien el ser humano dispone de mecanismos para hacerle frente, el impacto del estrés dependerá de la percepción individual. Ante una misma situación de estrés cada persona puede reaccionar de maneras muy diferentes en función de múltiples factores (personalidad, apoyos sociales, experiencias previas…). Cómo sea esta percepción determina cuál será la respuesta neurobiológica al estrés. Si nos sometemos a un estrés muy intenso o repetido, o si sencillamente se percibe como impredecible e incontrolable, puede tener consecuencias importantes para nuestra salud, especialmente para el cerebro.
¿Cómo puede dañarse nuestro cerebro por estrés?
Cuando el estrés nos hace sentir que la situación escapa a nuestro control, se produce un aumento de una de las hormonas del estrés, el cortisol. Como en todo en la vida, hormonalmente necesitamos un equilibrio. El cortisol es necesario para regular numerosas funciones. Pero cuando se rompe ese equilibrio, puede alterar numerosos genes que afectan al sistema inmune y a procesos tan importantes como a la neuroplasticidad.
¿Qué entendemos por neuroplasticidad? Podría definirse como la capacidad del cerebro para cambiar y adaptarse a nuevas experiencias. Gracias a ella somos capaces de adaptarnos y aprender de las nuevas situaciones, además de hacer frente a circunstancias adversas. Lo malo es que el estrés actúa reduciendo la neuroplasticidad y, por tanto, afecta a cómo nos enfrentamos a los problemas.
Por otra parte, cuando nos estresamos nuestro organismo reacciona de la misma manera que si se tratara de un proceso infeccioso, es decir, movilizando a las células que combaten una infección, aunque no exista. Esto recibe el nombre de inflamación. El estrés es capaz de provocar reacciones en nuestro organismo similares a las producidas por una infección, y eso incluye también a nuestro cerebro.
Así sufre el cerebro estresado
Aunque el estrés puede producir problemas cardiacos, digestivos, inmunológicos…, sin duda nuestro cerebro suele ser el peor parado. Los cambios en el cerebro pueden ser responsables de la aparición de numerosos trastornos neuropsiquiátricos, como el trastorno de estrés postraumático, la ansiedad y, sobre todo, la depresión.
La depresión será en los próximos años otra de las pandemias con las que tendremos que convivir. Se cree que será la enfermedad más diagnosticada en las próximas décadas. Posiblemente una de cada seis personas sufrirá al menos un episodio de depresión a lo largo de su vida. Si, como hemos explicado, su plasticidad nerviosa disminuye por el estrés, la persona tendría menos capacidad para hacer frente a los desafíos de la vida y menos recursos para enfrentarse a los problemas del día a día. Por ello podría llegar a caer en un estado que se conoce con el término de desesperanza.
Por otro lado, pensemos cómo nos sentimos cuando tenemos una infección. Estamos más cansados, sin energía, sin ganas de hacer nada… ¿Nos recuerda alguno de esos síntomas a la depresión? Es lógico pensar, por tanto, que el estrés puede provocar depresión.
Además, la exposición al estrés también modifica el comienzo y el curso de muchas enfermedades neurodegenerativas, entre ellas la enfermedad de Alzheimer, que entre otras cosas se relaciona con alteraciones inflamatorias y de la plasticidad nerviosa. Justo las mismas que induce el estrés.
En principio, este panorama no parece muy alentador. Pero no hay que caer en la desesperanza. Existen estrategias que podemos usar para reducir las consecuencias del estrés. El ejercicio físico, una alimentación equilibrada, los apoyos sociales y la meditación son algunos ejemplos de estrategias que reducen sus efectos. Estrategias a tener muy en cuenta para afrontar la situación generada por la actual pandemia.
Carmen Pedraza Benítez, Catedrática de Psicobiología, Universidad de Málaga y Margarita Pérez Martín, Profesora de Fisiología y Neurocientífica, Universidad de Málaga