A partir de 1974 y en medio de un ambiente ajeno a épicas maximalistas, se comienza a trabajar en Brasil a favor del blindaje de una coalición opositora fuerte y amplia, enfocada en debilitar a la dictadura militar mediante conquistas parciales. Una fórmula que, administrada de forma progresiva y consistente, resultó decisiva en la transición. “Los factores más importantes son los internos. La experiencia de Brasil muestra la importancia de combinar la presión social con la ocupación de los espacios institucionales, incluso si estos son muy reducidos”. Así, “la presión social pudo encauzarse en las elecciones”, recuerda el ex presidente Fernando Henrique Cardoso. (Lowenthal y Bitar/ “Transiciones democráticas”).
No fue fácil. Nunca lo es enfrentar a estas autocracias que hacen de la arena electoral prácticamente el único -también muy viciado- espacio de aparición de la política; una arena que modifica a su vez la lógica interna del conflicto. Para entonces, todos los partidos preexistentes habían sido liquidados, y sólo quedaba en pie un partido opositor “potable” para el régimen, el Movimiento Democrático Brasileño (MDB) en el que militaba Ulysses Guimarães. Las sospechas, las grietas, los ataques entre opositores “verdaderos” y “falsos” hacían fiesta. Un punto de partida que, sin duda, podía desalentar hasta al más optimista.
Pero contra todo trance, e impulsada por las gestiones de Guimarães y Cardoso, la certeza de que era necesario recurrir a esa unidad con propósito –una que lograse capitalizar el descontento social para convocar mayoría políticamente útil- se impuso. “Según los compañeros teníamos que ser puros, la verdadera oposición no debía entrar en contacto con la otra oposición, la que contaba con la aprobación del régimen”, continúa Cardoso. La respuesta fue: es imposible quebrar la red militar sin establecer alianzas entre sectores.
Una visión de conjunto, pragmática, integradora de la diferencia, de índole profundamente democrática, hizo posible remontar las distancias, restañar las viejas, frescas sangrías. Y avanzar con tenacidad a pesar de los zigzagueos y reveses, gracias a la participación en sucesivos comicios. Así se consolidó en 1982 la presión por “Diretas já”, a favor de la elección presidencial directa. Paradójicamente, esa aspiración sólo pudo concretarse tras la participación en las elecciones indirectas de 1989, en las que la oposición resulta ganadora.
El episodio brinda oportunos referentes para la oposición venezolana, hoy vapuleada por similares dilemas. El debate en torno a la construcción de una unidad no sólo representativa de todos los factores democráticos que hacen vida en nuestro país, sino capaz de congregar fuerza numérica para desafiar al régimen en su mismo terreno, sigue mostrando un proyecto inacabado. Desde 2018 para acá, especialmente, la idea de la unidad sufre a expensas de las discrepancias respecto a la ruta electoral, se diluye en el choque con estrategias que parecieran ajenas a la conciencia de posibilidad, al conocimiento de la instrumentalidad o al sentido de la razonabilidad, para decirlo con Sánchez Pelayo.
“Tenemos que unirnos”, es consigna que jamás deja de resonar. Una que hoy reverdece a la luz del “Pacto unitario” de ese sector que nucleado alrededor de Guaidó, decide renunciar a la contienda parlamentaria. La pregunta es… ¿para qué unirnos? Porque la unidad no puede convertirse en reducto de frustraciones compartidas, en club de voluntades venidas a menos. Tampoco en coartada para el compulsivo inventario de escollos ya sabidos, reforzando la desgana de una sociedad que se licúa en la espera de que el cambio sea impulsado por la acción política, que moviliza y articula. La unidad útil supone no sólo el acercamiento estratégico entre sectores que, en un marco de competitividad libre y democrática, probablemente no se cruzarían. También exige inteligencia para neutralizar la intransigencia moralista y antipolítica. Esa que, presta a encajar etiquetas -“cohabitadores”, “colaboracionistas”, “vendidos”- anula a priori la posibilidad de hablar y actuar juntos.
Un liderazgo aglutinador, consciente de la necesidad de una confluencia que transcienda la prédica, sabrá valerse de esa potencia ampliada para estrujar las incertidumbres institucionales e informativas que, según Schedler, amenazan a estos autoritarismos. “E pluribus unum”: de muchos, uno. Hay un sentido de urgencia, en fin, justificando la incómoda alianza. Se trata de contener el avance de ese Gran Otro anti-democrático, anti-constitucional y antipolítico, para quien es más fácil operar frente a rivales múltiples pero dispersos. Pero esa contención sólo ocurrirá, presumimos, en el marco de una estrategia que preste atención a la evidencia.
Hay que partir de una certeza casi tautológica: en un contexto autoritario no cabe esperar elecciones libres. En el caso brasileño, la ruta electoral, asumida con sereno realismo, ofreció el medio para habilitar la fuerza interna y reivindicar en la práctica derechos ciudadanos conculcados. En nuestro caso, lo confirman los sondeos, sólo una coalición que re-agrupe al archipiélago opositor, que remonte la desafección y entusiasme a más de 56% del electorado; capaz de pasar del desperdicio de impulsos atomizados a un solo y robusto cuerpo, podría ofrecer ventajas que –según proyecciones de Súmate- asegurarían bastante más que la simbólica presencia en el nuevo parlamento.
Capacidad para inducir a la acción, propia de “el que guía”, surge aquí como atributo esencial, claro. Declararse de nuevo impotentes para superar la dificultad puntual y profusamente diagnosticada, nos hace dudar de la facultad de esa dirigencia para emprender proyectos tan complejos como desalojar al madurismo del poder. Ante ese penoso panorama estamos. El que remite a otra rabiosa lista de motivos para inmovilizarse, cuando el país está esperando la propuesta que lo saque de la anomia y le muestre lo que SÍ podemos hacer.
@Mibelis