En el cínico arte de pedir silencios para preservar la integridad de una utopía (no importa el costo humano de su improbable ejecución) los cultores del pensamiento único han tenido desempeños memorables. “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada”, decía Fidel Castro en junio de 1961. “Los contrarrevolucionarios (…) no tienen ningún derecho contra la Revolución, porque la Revolución tiene un derecho: el derecho de existir, el derecho a desarrollarse y el derecho a vencer”: eso afirmó el comandante, pistola sobre la mesa, durante el discurso que ponía cierre a tres tensas reuniones con escritores y artistas cubanos en la Biblioteca Nacional, en La Habana.
Desde entonces, al menos tres generaciones de intelectuales afectos al socialismo real, según denuncia Enrique Krauze, acataron la inexorable consigna: “Todo lo que era favorable a la Revolución y sus avatares (…) pertenecía al territorio puro de “la izquierda”, que representa al “pueblo”. Todo lo que se oponía a la Revolución (incluida la democracia, enemiga absoluta del militarismo) pertenecía al territorio turbio de “la derecha” que encarna al “no pueblo”. Pasó en la Venezuela de los 80, cuando un grupo de disidentes reclama el chitón de la izquierda respecto a las tropelías del sandinismo en Nicaragua. Sesgo histórico que, evidentemente, más tarde brindó su tamiz complaciente al chavismo.
El chantaje ideológico ha sido, pues, recurso común en estos casos. Un sello que apela a la lealtad, al miedo, a la culpa, al engaño. A cierta philía tribal, la angustia de diferenciarse demasiado de la multitud. Pero sobre todo, a la manipulación y parálisis del pensamiento crítico. El cineasta ucraniano Sergei Loznitsa ventila estos asuntos en su documental “Process” (2018). Imágenes de archivo inéditas dan cuenta de una de las farsas judiciales arregladas y filmadas por orden de Stalin durante sus primeros años en el poder, un proceso ficticio que le serviría para lidiar con el malestar masivo y desalentar la irrupción de la disidencia. El juicio ejemplarizante contra presuntos miembros de un inexistente Partido Industrial, acusados de intentar un golpe de Estado contra la URSS con apoyo del primer ministro francés, Raymond Poincaré, enviaba un mensaje claro a quienes osaran manifestar su descontento, los reformistas y “enemigos del pueblo”. El “sabotaje contrarrevolucionario”, la “traición” de trabajadores que en 1930 protestaban por el incumplimiento de las promesas de mejora, merecía castigo, no gestión democrática ni cortesía parlamentaria. El célebre “con nosotros o contra nosotros” se perfilaba allí, y con matices espeluznantes.
Ejemplos de esas retóricas de la intransigencia, como las bautiza Albert O. Hirschman, cunden en la historia de la humanidad. El ascenso de las fuerzas de la reacción, enemigas de la democracia liberal y el progreso, incluso han prosperado en el seno de las propias democracias y desatado demonios como los del macartismo en EE.UU. El festival de intolerancia, delaciones, interrogatorios irregulares y listas negras armado contra librepensadores (paroxismo que Arthur Miller plasma con maestría en “Las brujas de Salem”) replicó dinámicas inconcebibles en un régimen de libertades. No importa si era Albert Einstein o Charles Chaplin, la amenaza asociada a sospechosos de espionaje soviético o simpatizantes del comunismo excusaría el control de lealtad aplicado por el Comité de Actividades Antiamericanas, la estigmatización y cancelación de quien pensaba distinto. “No debemos confundir desacuerdo con deslealtad”, asestó en 1954 el legendario periodista de la CBS, Edward Murrow, durante su programa “See it now”. La reflexión, que sacude a demócratas obligados a lidiar con la pluralidad y la autocrítica, no deja de resonar.
Pero la “amenaza excepcional” asociada al momento crítico -y que remite a la tesis de Schmitt, la decisión que en tal contexto “se libera de toda obligación normativa y se vuelve absoluta»- parece muy atractiva a la hora de excusar la sordina. “En una fortaleza sitiada, toda disidencia es traición”. La dura frase con la que San Ignacio de Loyola condenó el cisma protestante en el siglo XVI -y que el propio Fidel cita arteramente para dispensar la represión no contra simples adversarios políticos, sino “enemigos de la revolución”- enreda incluso a demócratas ofuscados. El valor de la interpelación, la alerta de la voz discordante, el reclamo fundamentado o la duda, lejos de un insumo vital para la deliberación, terminan siendo vistos como invitación al caos. La lógica de la guerra aplastando sin melindres a la de la política, una y otra vez.
Es necesario mirarse en ese espejo. Más en tiempos en que los chantajes de la unidad “como sea” reviven para dar gusto a la estigmatización de la crítica. Tras un periplo que desnuda los mundanos apetitos de muchos que se escudaban tras la bandera imprecisa de la “lucha por la libertad”, pedir mutismos o lealtades podría incluso resultar ofensivo. La memoria es dúctil, sí; pero está muy viva la herida que dejan los fracasos de los que nadie se hizo cargo, el sectarismo, la gimnasia de descrédito y exclusión, el discurso simplista y maniqueo, los gravísimos escándalos administrativos. Cabría preguntarse, por cierto, si ese mismo pacto de silencio será la regla en una suerte de primarias descafeinadas. Lo visto hasta ahora insinúa lo contrario: que el interés privado no dará tregua a quienes optan por salir a flote empinándose sobre la trasquilada reputación de sus competidores.
@Mibelis