Volver a los resultados del último sondeo de Datanálisis podría brindar algunas pistas que expliquen la brusca escalada autoritaria de las últimas semanas. La aprobación de la gestión de Nicolás Maduro en mayo 2020 fue de 13,1%, vs. un 76,7% que la evaluó como negativa. Asimismo, y en franco contraste con las pujanzas del chavismo con Chávez, apenas 9,1% se considera pro-oficialista. Las cifras, que en todo refrendan la percepción de deterioro de un país que a duras penas se mantiene en pie, constituyen una anémica base para el PSUV en cualquier elección: y eso no lo ignora un autoritarismo hegemónico cuyo primer interés, amén de recuperar el control de un parlamento cuya acción ha bloqueado de todas las formas posibles, es legitimar su permanencia en el poder por vía del voto.
Aun cuando la oposición no pasa por su mejor momento (27,3% se autodefine como opositor, frente a 58,3% que no se identifica con ningún bloque) es casi seguro que los autócratas prevean que el calamitoso paisaje pueda terminar favoreciendo al rival; que una campaña hecha para capitalizar ese casi 80% de rechazo logre, contra todo trance, trasmutar el irreductible escepticismo.
Frente al albur de un nuevo 2015 -lejano, sí, dada la hondura de la desafección cívica, dada a fragmentación y el entrampamiento que impide ver más allá de la nariz del mantra; pero igual latente- no extraña entonces que un régimen como este despliegue su arsenal: e interfiera en procesos administrativos, limite artificialmente la competencia, promueva reglas sesgadas de representación, ilegalice partidos y candidatos, manosee clivajes (¡patriotas vs terroristas!). Que tienda puentes al underdog, introduzca incentivos diferenciales, readapte niveles “óptimos” de apertura; excluya/incluya quirúrgicamente, desmoralice, apoque, divida. Todo para torpedear la reagrupación electoral del adversario. La participación a medias, sin articulación, que resulte además en abstención “justificada” (¿inducida?) por el acoquinamiento, se convierte así en principal carta del triunfo oficialista.
En la tradición de gobiernos autoritarios como el de Armenia (1995), el del México posrevolucionario o el del Brasil de la dictadura militar (1964-1985), el menú de garrotazos inconstitucionales para habilitar la exclusión hoy abarca la intervención del juez en la vida pública, la perversa judicialización de la política. Además de PJ, la estocada no dejó ilesa a Acción Democrática. Al embestir contra partidos de largo arraigo (recordemos que en 2015 y 2019 el TSJ impuso juntas ad-hoc en Copei) el gobierno también encaja un mensaje: no hay símbolos ni trayectorias sagradas, no hay memoria ni referentes intocables para el poder. De algún modo, el mito fundacional de esta revolución venida a menos, el del triunfo chavista sobre las élites “puntofijistas” pareciera revivir gracias a tales rebatiñas.
En eso de aprovechar cualquier rendija para vigorizar su narrativa, para optimizar su esmirriada ventaja fomentando la dispersión de energías del contrario, eso sí, el gobierno exhibe su pericia. A expensas del andamiaje fáctico del que dispone, (desigual y estérilmente disputado hasta ahora por el poder simbólico del interinato) ese ladino manejo de la circunstancia le permite, más que debilitar, abatir la disposición de los demócratas a superar el desguazamiento genuino o impuesto. La fractura opositora es un hecho, sin duda: por un lado, el desgaste sin logros, la gestión no-democrática del conflicto ceba la agitación dentro de los partidos. Por otro, la dificultad para empalmar visiones se agudiza a causa de variables como la descomedida intromisión de EEUU en la definición de estrategias de sectores ligados al G4. Pero aun conscientes de la vidriosa situación, no deja de asombrar cuán previsible se ha vuelto una dinámica de agravio-desquite que, en el peor de los desenlaces que remiten al dilema del prisionero, tiende a anular la posibilidad de cooperación entre opositores, incluso si ello va en contra del propio interés.
Así, el avance de un régimen tan impopular depende más de exacerbar las inconsistencias y pifias de sus adversarios, de la inusitada fragilidad de aquellos ante la asfixia selectiva e intermitente que aplica, que de sus atributos. Por si fuese poco, ese afán por desmantelar la percepción de que el voto podría ser útil para generar cambios, a menudo ha tenido el más chacumbélico de los remates: refugiarse en la sulfurosa intransigencia de una “ética de los principios” para luego excusar el desmayo, la pereza cognitiva, incluso. La inacción.
Si bien no se niega el impacto del acorralamiento, los abusos, la marrullera solvencia del “divide et impera” (generando incentivos para la canibalización, promoviendo el descrédito y la sospecha mutua, otorgando privilegios a unos y negándolos a otros para atajar el riesgo de que pequeñas “tribus” se vean en la necesidad de juntarse para sobrevivir) habrá que preguntarse igualmente cuál será la agenda que ante eso opondrán las fuerzas democráticas. Preguntarse sin complejos si volver sobre los inanes pasos de la abstención será lo sensato, más cuando se sospecha que un sorpasso como el de 2015 es fantasma que perturba a quien tiene balas, sí, pero no votos.
Hay que ser astuto, distinguir y saber usar el músculo disponible; “ser zorro para conocer las trampas, y león para espantar a los lobos“, dice Maquiavelo. Todo indica que el debilitamiento propio de la atomización podría encontrar alivio en el reducto de una coalición repensada y amplia, sostenida por un propósito, un plan de largo aliento y divorciado de la fantasía; guiada por un pensamiento audaz, dúctil y pragmático como el que inspiró a la gente de AD y el PCV en 1952. En ese entonces, con partidos ilegalizados y en la clandestinidad (impedidos por tanto para postular candidatos a la Asamblea Constituyente) la decisión fue llamar a votar por el partido de Jóvito Villalba y Mario Briceño Iragorry, y en contra del FEI, el partido del dictador. El resultado fue el triunfo de URD, triunfo que desconoció el perezjimenismo, naturalmente. La certeza de fraude en tiempos de máximo riesgo no evitó seguir apostando al potencial de la movilización social y el consenso, sin embargo. Tampoco debería evitarlo en tiempos de elecciones autoritarias que, como recuerda Bolívar Lamounier, constituyen “pruebas cíclicas de fuerza y legitimidad”.
@Mibelis