Sobre el poder de imaginar colectivamente y cómo ello condiciona la cooperación humana a gran escala, escribe Yuval Noah Harari en “Sapiens, de animales a dioses”. “Contar relatos efectivos no es fácil. La dificultad no estriba en contarlos, sino en convencer a todos y cada uno para que se los crean. Gran parte de la historia gira alrededor de esta cuestión: ¿cómo convence uno a millones de personas para que crean determinadas historias sobre dioses, o naciones, o compañías de responsabilidad limitada? Pero cuando esto tiene éxito, confiere un poder inmenso a los sapiens, porque permite a millones de extraños cooperar y trabajar hacia objetivos comunes”.
Sin habla ni comunicación, sin habilidad para contar historias o usar la palabra para crear mitos y constructos con los que la mayoría se conmueva e identifique, es inconcebible la asociación humana. Podemos decir, por ende, que sin realidad imaginada no hay política. Y que tampoco hay política efectiva sin buen narrador, sin chamanes que prestos a seducir aportando fibra y vuelo al discurso, logran sacar agua de las piedras, aun en tiempos turbulentos. Por contraste, cabe pensar que la impericia para pulsar las teclas del Logos y el Pathos e inspirar así la virtuosa Philia de la comunidad, suscribe la crisis de liderazgo.
Ese boquete es patente en Venezuela. La palabra que cautiva, junta y repara no sólo es escasa, sino que la percepción de su eficacia se ata a la nociva polarización que el neo-populismo encajó en nuestra dinámica relacional. La impronta del caudillo -era innegable el talento de Chávez para contar historias, forjar mitos y fomentar entre los suyos una cohesión cuasi tribal- sigue viva, animando la distinción moral entre “ángeles” y “demonios”, puros e impuros, verdaderos y falsos, valientes y colaboracionistas. El fantasma de la antipolítica medra donde la indigencia no sólo conceptual y material, sino afectiva, copa el imaginario.
Aquí y allá, con más de uno armado de piqueta para ensanchar la brecha, prospera la resistencia a valorar matices, a trajinar con la humana ambivalencia. En los últimos años, además, lejos de eludir ese derrotero suicida y oponer un contradiscurso tendiente a despolarizar -el hito de 2015 brindó clara oportunidad para eso- cierta oposición miró hacia atrás y se dispuso a calcar el referente de “éxito” de la fullera praxis. ¿El resultado? No sólo la estigmatización de la diferencia llevada a niveles bufos, sino una atomización de la potencia difícil de contrarrestar de cara a las próximas elecciones.
La homogeneización en torno a una postura única e irrebatible, en virtud de la pugna por la hegemonía intra-oposición; y la ola de cismas y expulsiones que ha operado en los partidos, dan fe de esa deriva. Así, penosamente, organizaciones que por ser más democráticas y aglutinadoras estarían llamadas a debilitar el canon autoritario, pasan a ser agentes polarizadores. Lo mismo ocurre con ciudadanos que deciden identificarse con esa dicotomización, con el agrupamiento por afinidades cerradas, ascos y rabias. En ese contexto, a la opinión le cuesta cada vez más cursar libre, crítica e independiente; ahora es siempre susceptible de sospecha. No faltan los que al vivir cazando el ánimo de ataque, diluyen el punto de vista que disgusta en un previsible framing, lo rebajan y hacen parte del encargo a “grupitos”, de arreglos según los intereses más turbios. De nuevo: el despreciable “ellos” vs el impoluto “nosotros”.
¿A dónde lleva un relato que, antes que promover la toma de conciencia frente a la realidad y la acogida del distinto, antes que suscitar la cooperación de millones de extraños, más bien “dignifica” la segregación? Cuesta imaginar algo más adverso a la ética de la responsabilidad y menos proclive a la gesta contra el ethos autoritario. El fracaso opositor pone de relieve la incongruencia. No obstante, a la polarización sigue apelándose como recurso para atraer a los intransigentes, los que todavía creen que prescindiendo de las formas de la democracia tendrán algún chance de conquistarla. De modo que, justo cuando la estrategia pide inclusión, para esa dirigencia entrampado por sus propias reglas y dietas de palabras se hacen más indigestas las revisiones.
El balance de Luis Vicente León sirve de alerta: “el liderazgo político se encuentra en su peor momento histórico. Ningún líder (vivo) obtiene evaluación positiva superior al 20%, es decir: todos empatados en la nada”. Tres cuartas partes de la población creen necesario el cambio de gobierno, “pero también cambios en la estrategia y liderazgo opositor”. ¿Qué nos dice esto? Tal vez que si no hay relato distinto al de la rotura y la supresión, la lucha por la supervivencia seguirá tragándose la posibilidad de crear una nueva realidad. Esa tensión creadora que la palabra introduce, y que boquea en manos de piratas sin imaginación, oportunistas, bisoños, filotiranos. Y políticos que en lugar de sentirse retados, acaban acoquinados por la fealdad de los diagnósticos.
@Mibelis