La reciente muerte de Mijaíl Gorbachov vuelve a poner de relieve la figura del Reformista; el valor de quienes, ante los zarpazos de la realidad, resuelven revisar, mitigar, incluso rechazar las posturas fosilizadas que antes se defendieron. En 1985, la crisis profunda en la que se hundía la URSS cuando Gorbachov asumió el poder hacía innegable la necesidad de esas reformas, sobre todo en lo económico. Un plan para sacudir al país productivo desde sus bases; una reestructuración, la famosa Perestroika, cundió en la serie de ajustes que al mismo tiempo invocaron los bondadosos aires de la apertura democrática, Glasnot.
Los gestos de una transición en toda regla, el abandono del pasado socialista, el descrédito del Estado totalitario y la denuncia de la degeneración estalinista -signos que alcanzan picos esperanzadores luego de que el gobierno soviético se negara a reprimir la caída del muro de Berlín- anuncian un itinerario distinto para el mundo. Penosamente, esa otra “revolución” que perfeccionaría la precedente y que vendría a lomos de la liberalización del mercado, la descentralización, el fin de la Guerra Fría, el pluralismo ideológico y la libre investigación intelectual, no llegó a término. Fue primero entorpecida por alas duras del PCUS, no afinada por sus propulsores y finalmente abortada con la llegada de Putin al poder, en 1999. He allí el giro imprevisto. Un reflujo histórico, un nuevo e infeliz retorno a lo superado. No en balde el director Werner Herzog reconocía en Gorbachov, “quintaesencia del alma rusa”, el carácter de una “figura trágica”. El revés, sin embargo, no rebaja la virtud de quien, siendo miembro del Politburó y operando desde las entrañas del monstruo, se atrevió a contrariar el catecismo de origen para avistar mudanzas, nuevos horizontes de evolución en aras del bien común.
Deconstruir para reconstruirse. Transformarse íntimamente para transformar. Abandonar el terreno de la “pureza”, la inercia implícita en tal noción. En muchos casos, incluso, “matar al padre”, asumir la acción de aniquilación simbólica para emprender camino propio, y así abrazar la autonomía necesaria para avanzar sin lastre. Asimismo, abjurar de la propia creencia para atender (fracaso, evidencia y sentido común mediante) al programa contrario. No es fácil desdecirse luego de haber aupado ideas radicales, credos prácticamente intocables. Allí reside, precisamente, el mérito del reformista. Su lucha no es sólo contra las rigideces del entorno y sus correligionarios. Es también contra sí mismo.
De allí que el reformismo, la visión del cambio gradual y pacífico para impulsar, por acumulación, cambios de mayor calado en el tiempo, resulta a menudo tan poco apreciado por los custodios de la inmovilidad. En el caso de sistemas cerrados como el que implantaron los bolcheviques, solía juzgarse como capitulación, como defensa del reformismo burgués. Una “enfermedad” que, según describía Lenin en 1912, “empuja al foso del oportunismo, al mismo en que cayeron los enesistas y los kadetes… Es el bacilo de la política obrera liberal”. Y asesta al detractor, como un médico que comunica un horrendo diagnóstico: “lo que usted padece es reformismo, no cabe duda”.
En “Marxismo y Reformismo”, Lenin añade: “el reformismo, incluso cuando es totalmente sincero, se convierte (…) en arma por medio de la cual la burguesía corrompe y debilita a los obreros. La experiencia muestra que los obreros que confían en los reformistas son siempre burlados”. Para los ofuscados revolucionarios, la idea de que el cambio era posible sin arrancar de cuajo la raíz del trastorno, era una estafa. La amenaza entonces cobra cuerpo al grito de “¡Reformista!”. Las propuestas de lucha dentro del sistema que planteaba la socialdemocracia alemana e ideólogos como Bernstein, por ejemplo, obtuvieron dura réplica por parte de marxistas ortodoxos, Kautsky o Rosa Luxenburg. En el marco de la expulsión de Yugoslavia de la Kominform, en 1948, Stalin denostaba del díscolo Jósip Tito Broz por “revisionista” y “desviacionista”. A comienzos de los 60, el líder del partido comunista chino, Mao Zedong y sus seguidores, aplicaban el envenenado rótulo para atacar a Jrushchov por su política de deshielo; y lo señalaban, además, por su “quietismo” y falta de “ardor” revolucionario. En 1971, Brézhnev mencionaba en un discurso a Teodoro Petkoff, entre otros “renegados”, por su crítica a la invasión soviética a Checoeslovaquia.
Los proyectos animados por la idea de introducir mejoras a sistemas desgastados terminan así percibidos como desestabilizadores, como destructores del orden establecido. Paradójicamente, los cultores de la transformación violenta se vuelven víctimas de la tradicional aversión al cambio, una vez que su posición se funde con la del statu quo. Venezuela no ha sido la excepción. La puja entre “blandos” y “duros” dentro del chavismo ha desplegado una dinámica zigzagueante, en la que las propuestas de liberalización económica defendidas por reformistas se han abierto paso a duras penas, enfrentadas a los tapones ideológicos que por años interpusieron los dogmáticos. La apertura política, sin embargo, no parece contar con mismo impulso. Tras 23 años de desgaste, podría decirse que, tanto en el gobierno como en la oposición, el miedo al revisionismo se ha comportado como una potente tarasca.
Pero la realidad pesa más, de modo que la improbabilidad de promover rupturas abruptas devuelve cierto lustre al reformista. ¿Será este el camino de evolución personal que hará aflorar a demócratas insospechados, por un lado; que reencauzará convicciones, en otros, y domesticará el apego a los determinismos, en ambos? El coraje de políticos como Gorbachov a la hora de desbancar las propias rigideces, se vuelve un arma vital para distinguir lo que sirve de lo que, definitivamente, sólo genera estancamiento.
@Mibelis