Las postrimerías del siglo XX dieron fe de la inestabilidad y consecuente declive del sistema de partidos en Venezuela. El ascenso del liderazgo personalista de Chávez y su proyecto iliberal a principios del siglo XXI disponen un nuevo epílogo para una historia que arrancó en el siglo XIX con los llamados Partidos de Notables o partidos de cuadros: articulados en función de las clásicas tesis liberales y conservadoras, sostenidos por el sufragio censitario y borrados del mapa durante la dictadura de Juan Vicente Gómez. Tras la muerte del “Pacificador” en 1935, comienza un proceso de apertura que sentó bases para el nacimiento de partidos de masas (las organizaciones del futuro, auguraba Maurice Duverger en 1951) con clara orientación doctrinaria y estructuras complejas. Partidos cada vez más vigorosos y estables que, como AD o COPEI, dominaron desde entonces el panorama institucional venezolano.
Con más aciertos que errores, recordemos que tales instituciones resistieron los embates de distintos gobiernos autoritarios, y lograron no sólo sobrevivir a la represión política, la inhabilitación arbitraria, el apresamiento, el exilio, la muerte de sus militantes. También, en poderoso ejercicio de trascendencia, sirvieron de engranaje para un proyecto democrático que, al promover una cultura política que incorporaba ética y espiritualmente a las masas, puso por largo tiempo a Venezuela a la vanguardia política, social y económica de la región.
El particular desempeño del sistema de partidos en Venezuela, especialmente tras la paulatina conversión de aquellas organizaciones en “partidos de electores”, catch-all parties o partidos “atrapa todo” (distinto del modelo profesional-electoral que es auspiciado por el financiamiento público) introdujo distorsiones que, junto con la pérdida de identidad ideológica, adulteraron también sus funciones. Tras la crisis del Estado de Bienestar, el consecuente desdibujamiento de la calidad de la democracia no se hizo esperar. Sobra hacer el recuento de las consecuencias funestas de esa involución. Las expectativas rotas, la desconexión con los ciudadanos y sus demandas de mejora, el sentimiento antiestablishment, la peligrosa confusión entre personas, instituciones y sistema que condujo al desencanto y favorecimiento de la antipolítica. Un caldo de cultivo para el suicidio democrático, el desconocimiento del fin real del partido, “la conservación de sí mismo” (Michels, 1911) a merced de una exótica regresión, el resurgimiento de las tesis del Cesarismo democrático en pleno siglo XXI.
La situación, lejos de encontrar solución práctica, se agrava gracias a la aparición de una forma degenerada de organización extendida en el siglo XXI: el llamado “partido de empleados”. Esto es, personas que se afilian al partido y encuentran allí un modo de ganarse la vida más que un medio para la realización de ideales políticos o un espacio para esa apasionada militancia de la que habla Weber. Cualidades como la unidad interna, la tarea normativa y la ideología privativa, los esfuerzos conjuntos para promover “el interés nacional basados en un principio particular” (Burke, 1980) no parecen calzar en dicho perfil. Hablamos de una organización y de miembros que, desprovistos de arraigo social e ideario preciso, no se distinguen precisamente por un espíritu crítico frente a lo que ocurre dentro y fuera del partido. Se trata, pues, de reclutar “empleados”, mezcla de funcionario profesional y de los servidores sometidos a la disciplina de empresas privadas y corporaciones. La relación con el poder y la adhesión a la organización pareciera estar sobredeterminada, entonces, por la lógica de la más básica supervivencia. De este modo, la lucha por obtener beneficios selectivos, el prestigio, dinero y maximización del poder asociados a los cargos públicos, disolvería de forma dramática la dimensión colectiva, la búsqueda de bien común implícita también en la acción política.
Aun así, y al asumirlos también como sistemas dinámicos de conflictos con subcoaliciones de activistas compitiendo y abogando por diversas estrategias (Kitschelt, 1989), no podemos negar el papel cardinal que siguen jugando los partidos políticos en el sostenimiento y operativización de la democracia. Esto, a contrapelo de algunas visiones apocalípticas asociadas a los modelos clásicos. En 1902, por ejemplo, al definir a los partidos como “máquinas” (cuya organización destinada al patronazgo, además de ofrecer servicios materiales a sus afiliados se ocuparía fundamentalmente de obtener ventajas para los jefes) Mosei Ostrogorski afirmaba que los partidos perjudicaban a la democracia y por ende debían desaparecer. Lawson y Merkl, por su parte, avistaban en 1988 una crisis de tal magnitud que haría que los partidos fuesen sustituidos por movimientos y otras formas de organización social. Tras el tifón, estos siguieron en pie, sin embargo.
Si bien la aparición de subculturas políticas más heterogéneas, la diversificación de la participación, las diversas presiones y desafíos que introducen los tiempos exigen adaptaciones cada vez más relevantes y expeditas -entre ellas, la superación de una tenaz paradoja: que la organización y estructura tradicional de los partidos tiende a ser centralizada, autocrática y oligárquica, en abierta contradicción con la ortodoxia democrática- habrá que seguir apostando a su evolución y ascendiente. El de organizaciones que al tratan de controlar el aparato de gobierno mediante elecciones constitucionalmente correctas, como las describe Downs, formulan políticas democráticas para ganar elecciones, no al revés.
Esta necesidad no debería diluirse en contextos no democráticos. Frente a la proliferación de “partidos cartel” (suerte de agencias semi-estatales según Katz y Mair; alineados por tanto con las preferencias y motivaciones del oficialismo) si algo resulta indispensable en casos como el venezolano es la preservación de contrapesos, los cauces de la representación política. Partidos capaces de promover la organización ciudadana, articularse con la sociedad civil, adquirir/desplegar influencia efectiva y habilitar intermediaciones con un Estado cuyo interés apunta a lo contrario: la despolitización social, la desmoralización y dislocación del adversario. Por supuesto, el reto se problematiza si al trastorno externo sumamos la grave crisis interna de organizaciones que subsisten sin resolver problemas de fondo ni alinear visiones en materia de teorías del cambio. (La periodista Celina Carquez informaba en un polémico reportaje sobre la muy pública crisis de Primero Justicia, por cierto; apenas un vistazo dramático de la serie de grietas y desencuentros intra-partido que se mantuvo en suspenso pero no menos latente a partir de la celebración de primarias. La coyuntura electoral contuvo, pero no zanjó el problema del decaimiento-declive-descomposición ni entrevió alternativas para la reaparición-revitalización-resurgimiento institucional.)
La incertidumbre agudizada a partir del golpe institucional del 28J, la caducidad de las herramientas de análisis para abordar un entorno que por complejo, volátil, impredecible y ambiguo eclipsó todas las previsiones, nos recuerda que una interpelación responsable y descarnada sobre el rol democratizador de los partidos sigue pendiente. ¿Cómo abrir esas ventanas en condiciones tan restrictivas? ¿Cómo convertir el apoyo popular en palanca irrefutable de cambio? ¿Cómo impulsar una cantidad suficiente de consensos para reequilibrar el sistema a través de nuevos actores? ¿Qué posturas se barajan respecto a dilemas que jamás prescriben, participar o no en elecciones 2025? Preguntas que, más que de un mero rediseño de narrativas, dependerán de una labor de reorganización interna impulsada por la comprensión y la autocrítica. Otra vez, conciliar la realidad con las expectativas sobre una verdad compartida es parte crucial de esa faena.
@Mibelis