¿En qué momento la política -que remite al trámite del desacuerdo inherente a una comunidad- se convirtió en pecado para los venezolanos? ¿En qué momento los modos antes vistos como anómalos fueron admitidos entre demócratas como válidos para disputar el poder? ¿Cuándo se acogió esa inversión de valores que lleva a ver en el voto, en la negociación y los acuerdos, en la expresión pública de la discrepancia, logos mediante; en lo virtuoso, en fin, lo opuesto a la lógica?
«Si queréis ser honrado, habéis de ser adulador y mentiroso y entremetido. Si queréis medrar, habéis de sufrir y ser infame… para ser bienquisto habéis de ser mal hablado”, satirizaba el gran Quevedo. Mundo al revés: “adynaton”, decían los griegos, “impossibilia”, los romanos. ¿De cuándo a acá terminó siendo aceptable, por ejemplo, la indulgencia frente a desbarros como el trato con mercenarios o la gestión “legítima” de insurrecciones desde la arena institucional; y en cambio llamar “traidor” a quien censura esas jugadas, duda y pide explicaciones? ¿A santo de qué el palmoteo por la basta intromisión de aliados extranjeros en decisiones que sólo competen a venezolanos; por el manoseo jurídico que avalaría repúblicas aéreas y vitalicias? ¿Quién bendijo la idea de que la unidad es sinónimo de congregación cuasi-religiosa en torno a una persona, y no coincidencia utilitaria en torno a políticas, propósitos y métodos? ¿Cuándo la abstención mutó en lucha, el voto en sumisión, el ir mal en “vamos bien”?
El problema va más allá del modelaje impuesto por un adversario que hizo del ámbito público un degolladero. A estas alturas de la historia, sería infantil asegurar que nuestro descarrío se debe enteramente a la influencia tóxica, antipolítica de quienes desde el poder se dedicaron a adulterar nuestros códigos de intercambio. Inadmisible correr bajo las faldas del locus de control externo, lanzar todo el fardo de la responsabilidad al malo-malísimo verdugo que nos “obliga” a copiar su envilecida índole. De recurrir a ese efugio, la confirmación de la regresión sería pavorosa.
La expresión de esa “impossibilia” a menudo hace recordar el escalofriante flirteo con la Ventana de Overton, a la que han apelado populistas como Trump, Bolsonaro, Orbán, Abascal y sus extremistas de VOX; a la que apeló el mismo Chávez cuando en nombre de la democracia decidió atentar contra ella y desvalijarla. Está visto que una eficiente manipulación de la opinión pública puede cambiar la percepción respecto a ideas que antes se consideraban absurdas, para que sean gradualmente aceptadas como “normales”. Es el camino que transita desde lo impensable a lo radical, de lo radical a lo aceptable, de lo aceptable a lo sensato, de lo sensato a lo popular, de lo popular a lo político.
No cabe duda de que el ascenso de posturas extremistas en los últimos años, con correspondiente dosis de emocionalidad y justificación marrullera, con su bien dirigida propagación a través de redes hechas a la medida de la posverdad, han ido arreando la convicción democrática hacia el redil de un “pragmatismo” mañosamente entendido. Así, la ética de los principios embutida en una frenética, hipnótica narrativa, se va imponiendo por sobre la “aburrida” ética de la responsabilidad.
Basta ver cómo se van normalizando las campañas sucias en vísperas -o no- de elecciones; detenerse en la verbena de ofensas que voceros asociados al campo democrático lanzan a quienes deberían percibir como sus aliados naturales, hoy fichados como antagonistas. Hay que atender al agusanamiento de ese cambalache, al pantanoso cruce entre el ámbito privado y el público cuando se reclaman decisiones políticas y autónomas de otros actores. Y advertir cómo el sectarismo, el deseo feroz de aniquilar al contrario, cancelar su existencia, suprimir su voz, se van asentando como una película que distorsiona la propia visión y licúa nuestra identidad y certidumbres.