Mibelis Acevedo Donís: Mito nuestro de cada día

Mibelis Acevedo Donis

En tanto realidad cultural extremadamente compleja; en tanto manifestación de carácter simbólico que hurga en el inconsciente; en tanto proyección de tendencias, aspiraciones y temores, todo indica que si de algo no podemos prescindir los seres humanos -y la política- es de los mitos. “La política y el amor se parecen mucho, ya que su verdadero rostro queda siempre oculto bajo el velo del mito, del ceremonial y de la magia verbal; es decir, de lo irracional”, afirma Georges Burdeau.

El mito griego, mito por excelencia, con orígenes que se remontan a la época micénica, tiene en Homero a su primer gran amplificador, desplegando una épica que lo hace referencia obligada para pensadores seducidos por su fuerza. Asimismo, Hesíodo contribuyó a la labor de modificar, articular, sistematizar esa relectura. Es fácil ver que el mito en Grecia operaba como una “verdad real”, dice Cassirer, y así también opina Schelling. Verdad que, sin embargo, no se libra de las saetas de figuras como Jenófanes o Pitágoras, quienes enfilaron sus críticas contra el antropomorfismo divino, su falta de moralidad o la superstición que fomentaba en su tiempo.

Pero Mircea Eliade (Mito y Realidad, 1962) insiste en ver más allá. Su afán en diseccionar el vocablo lo lleva a distinguir en él un doble valor semántico, al percibirlo también como “historia verdadera”, historia de inapreciable valor, pues es sagrada, ejemplar y significativa, tal como la concebían las sociedades arcaicas. Aun opuesta a “historia” y “logos” (esa palabra razonada que signa la interacción en la polis) la palabra “mythos” remite de muchas formas a la moderna narrativa política, el “relato”, el “cuento” surgido para explicar cuestiones que lucen inexplicables, aquello que no puede existir en la realidad. Eliade afirma que también para las sociedades contemporáneas el mito tiene función primordial, la de proporcionar modelos a la conducta humana y, por eso mismo, dotar de significación y valor a la existencia. Ciertas conductas son entonces “susceptibles de revelarse como hechos de cultura y pierden su carácter aberrante o monstruoso de juego infantil o de acto puramente instintivo”.

Intentar descifrar, entonces, las raíces y alcances del mito sin desestimar su función integradora y movilizadora en lo social y lo político, resulta indispensable. Como apunta Lévi-Strauss, el mito logra resolver o disimular las asimetrías estructurales entre miembros de una sociedad, proponiendo un “modelo lógico” para resolver la contradicción. Sabemos que la comunicación política suele nutrirse de sus aportes, redimensionando la relación que se establece entre líderes y seguidores; a veces hasta dotando a los primeros de atributos cuasi religiosos que aderezan y hacen más eficiente su discurso. Un ejemplo de ello lo vemos en el tratamiento que distintas oposiciones han dado a los procesos de transición. En el Chile de 1988, por ejemplo, la Concertación abrazó el mito fundacional, el del nuevo comienzo, apelando a la vigorosa épica de la recuperación de la democracia gracias al plebiscito y posterior triunfo en elecciones. En la Venezuela de mediados del siglo XX, el mito democrático (Ana Teresa Torres dixit) asociado al salto desde la sociedad rural a la de esa modernidad invocada por la “gloriosa revolución” de octubre, también cobró vuelo a la hora de desarrollar toda una nueva gramática política. Era un discurso que inauguraba también un nuevo imaginario social, el de un pueblo sumido en el letargo y la espera, desplazado por sucesivas autocracias, pero “destinado” a convertirse en sujeto activo de la reconstrucción.

Pero esa virtuosa posibilidad no nos exime en ningún caso de mantenernos alerta, con mirada crítica como la de Jenófanes ante la posibilidad de que esos mitos, en manos y bocas desaforadas, terminen engullendo a la razón. En tal sentido, esas diversas, a veces dramáticas irrupciones de lo “sobrenatural”, lo extraordinario, pueden ser tan benéficas como destructivas. Eludir el primer insumo de la política, el sentido de realidad, suele meter a las sociedades en laberintos suicidas. Los venezolanos, sometidos una y otra vez al narcotizante efecto de esos asaltos, podemos dar fe de eso.

Mitos tan propicios en tiempos electorales como los que proponen fórmulas de oposición y choque (por ejemplo, el del enemigo poderoso que desafía a las figuras heróicas con las que antagoniza) podrían convertirse a su vez en armas de doble filo. Construir la figura de un “gran Otro” al que se le atribuyen facultades insuperables, invocaría así un miedo (como ya ha ocurrido) que lejos de promover el enfrentamiento y la movilización, incite a la huida, a la parálisis tenaz pero “digna”.

El populismo, por cierto, es ducho en el arte de recrear mitos con gran potencial propagandístico. Paradójicamente y a pesar de su vis anti-modernidad, parte de su éxito reciente estriba en adaptarse a las nuevas tendencias y aprovecharlas a favor de la cohesión de sus huestes. En ese sentido, resulta contradictorio seguir cultivando mitos electorales tan autodestructivos como el que involucra la demonización del voto automatizado, omitiendo ventajas en lugar de responsabilizarse de esos “corredores que deben ser políticamente configurados” (Daniel Innerarity). Fomentando, además, esta suerte de tecnofobia, el miedo irracional por la tecnología cuyo uso (uno que no podrá eludirse en 2024) afecta la forma tradicional en la que las personas hacen ciertas tareas.

El mito que entra en juego, entonces, es el de la “pureza” del voto manual. Como si los tiempos del «acta mata a voto» no hubiesen acumulado suficiente evidencia en contra; como si los dos triunfos opositores en Barinas no fuesen harto elocuentes; e ignorando ventajas nítidas como la inclusión del código QR en las actas o la imposibilidad de reconstruir la secuencia del voto, se insiste ahora en que la “buena fe” de actores sin otros incentivos que los de incrementar sus propios conteos en una competencia salvaje, garantizarán mejores resultados. Helos allí: a diferencia del razonamiento empírico, los mitos pueden prescindir del dato histórico, ofreciendo una verdad alternativa basada en lo intuitivo, en la sola “corazonada”. Alarma sospechar, en fin, que esas entusiastas ficciones que siguen cebándose sin prudencia alguna e invocando el “eterno retorno”, seguirán torpedeando el camino hacia la transformación gradual; no una inmediata, pero sí una posible.

@Mibelis