Mibelis Acevedo Donís: ¡Mi reino por un relato!

Mibelis Acevedo Donis

“…No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es./ Esto me obliga a oírme./ Pero estamos aquí para decir verdad./ Seamos reales./ Quiero exactitudes aterradoras…” Contraria a la potente invocación que Rafael Cadenas extiende en su “Ars poética”, y aun cuando la realidad es peso del cual no cabe deshacerse, no pocas veces la política abona terreno para el artificio, la palabra equívoca, el verbo engañoso pero seductor… Y es que, ¿qué sería de algunos políticos sin el fullero recurso de la demagogia? Amplificada por la falacia, las demonizaciones, los falsos dilemas, las posturas maniqueas, los tiempos en los que el parecer vale más que ser; esta épica sensiblera capaz de asustar o encandilar a muchos y hasta endulzar errores colosales, la demagogia sigue reeditando sus modos, aquí y ahora.

Avío común en contextos en los que la ambición ha ocupado el lugar del bien común (síntoma que Tucídides asociaba a la decadencia de la democracia en Atenas, azotada por “malos políticos” tras la muerte de Pericles) la demagogia de hoy, como la de ayer, suele vivir hermanada con la imprudencia y el personalismo. El demagogo, “dmaggoi” o “arreador” de gentes -el líder que antes de hablar con verdad, decide adular a las masas, poner los deseos populares por encima de leyes e instituciones- conduce a esa forma corrupta de democracia que Aristóteles describió como gobierno de “uno compuesto de muchos”. Y aunque los muchos terminen viviendo una falsa ilusión de participación, el ardid de esta presunta comunión puede ser muy eficaz. Allí opera un discurso que al centrarse en las personas, sus sentimientos y percepciones, no en los hechos o las ideas, induce a valorar al líder no por el resultado de su acción, sino por lo que en él se percibe como “buena intención”. Una taimada lógica que aconseja hacer política, sí, pero sin parecer político.

“…Ahora, con el auge de la retórica, quienes dirigen al pueblo son los que saben hablar”, observaba Aristóteles al diseccionar a demagogos que mutaron en tiranos como los de Cos, Rodas, Heraclea, Megara, Cumas. La palabra, motor de la política y la democracia, terminaba siendo instrumentalizada hasta volver irreconocible a la verdad. Un antiguo trastorno que las actuales campañas electorales, celebradas en medio de paisajes de descreimiento y desafección cívica profunda, contribuyen a revitalizar. Los tiempos de Chávez dejaron una lección muy elocuente al respecto. A despecho del prometedor período de reformas modernizadoras y democratizadoras que vivió el país antes de la defenestración de CAP, surge un candidato de feroz facundia, hábil para adulterar el dato factual y encajar su catastrófica, acomodaticia lectura del momento. Fue ese el preámbulo de una “revolución” socialista cuyo saldo de errores, pensamiento anacrónico y retrocesos muchos insistían en justificar. Esa “buena voluntad” que, ante las majaderías del político, alega un ciudadano doliente y magullado pero ganado al final por la emoción, no deja de sorprender. Más cuando constatamos que la tendencia a sentimentalizar la relación líder-ciudadano sigue haciendo de las suyas.

Bajo el efecto de tal embeleco, “la loca audacia” se considera entonces “honorable lealtad; la prudente vacilación, especiosa cobardía; la moderación, máscara de la pusilanimidad; el temerario arrebato, patrimonio de un hombre de corazón; la deliberación precavida, un pretexto disuasivo; el exaltado, un hombre siempre fiable; su contradictor, un sospechoso”… ¿Cómo pasar por alto la inversión de valores que esta turbia lógica desata, y sobre la que Tucídides ya advertía en su Historia de la Guerra del Peloponeso?

Difícil hacerlo, cuando la subjetividad obnubila el juicio. Así, la conversación pública irrumpe contaminada por las señas del culebrón, con políticos como personajes que no sólo se saben observados, sino que además parecen forzados a (sobre)actuar. La arena política, apunta Elizabeth Markovits, “se vuelve un despliegue de intimidades más que una discusión de asuntos públicos”, dominada “por el melodrama y la desconfianza”.  Estallan entonces los adjetivos victimizantes, las valoraciones personales y desahogos, las palabras tan efectistas como ambiguas. La invocación a una fuerza-sin-fuerza, amoldándose a los apetitos de audiencias seducidas por tejemanejes que disimulan la anemia programática. En ese azaroso campo de batalla, el comunicacional, y a modo de un Ricardo III desesperado por detener la huida de su ejército en Bosworth, casi escuchamos gritar: ¡Un relato, un relato! ¡Mi reino por un relato!

Es la demagogia y su piquete polarizante, agresivo y simplificador; el afán por convencer al ciudadano de que la solución de los problemas depende más de señalar culpables y barajar castigos que de diseñar planes y correctivos sostenibles en el largo plazo: una dinámica que narcotiza y crea adicción. En pos de la inmediata e intensa gratificación emocional de un elector llevado por su indignación, no faltarán sofistas que eludan las precisiones y prefieran exacerbar los miedos, profundizar la grieta, movilizar los prejuicios, sabiendo que “el peligro común aproxima a los que son más enemigos” (Aristóteles, Política). He allí una fórmula difícil de desbancar. La experiencia dice que la demagogia suele funcionar, entretiene, vende, sobre todo en ausencia de contrastes significativos. Harán falta políticos valientes, entonces, que animen al ciudadano a interpelar al liderazgo cada vez que haga falta, para no recaer en el error. “Que cada palabra lleve lo que dice”: de nuevo, son propicias las palabras de Cadenas. “Si no veo bien, dime tú, tú que me conoces/ señálame la impostura, restriégame la estafa. (…)/ Sé mi ojo, espérame en la noche y divísame, escrútame,/ sacúdeme…”

@Mibelis