En el marco del reciente Festival de Cine de Turín, la actriz y activista Sharon Stone afirmaba que EE.UU. estaba en «plena adolescencia» política. Su filoso comentario camina más allá, invoca la imagen de una cultura democrática que, ante el asedio, lejos de resistir, evolucionar o estabilizarse está retrocediendo dramáticamente. Al responder a una periodista en relación al problema de la violencia contra la mujer, decía que para enfrentarlo había que detenerse a pensar en la calidad de las decisiones que están tomando los ciudadanos, ver «a quién elegimos para el gobierno, y si, de hecho, estamos eligiendo a nuestro gobierno o si el gobierno se está eligiendo a sí mismo».
La adolescencia “es ingenua, la adolescencia es arrogante… cree que lo sabe todo”, recalca Stone. La crisis global de la democracia seguramente tiene que ver con esa regresión que cancela aprendizajes colectivos y lecciones acumuladas, y evita que la trayectoria se registre y sirva de indicio para la superación de dilemas. La adolescencia también plantea a las sociedades un problema de carácter antropológico: la salida de la infancia y su espacio protegido, el paso hacia la emancipación de la adultez y la existencia como persona diferenciada; la tentación, al mismo tiempo, de escapar de la obligación del “yo” para disolverse en una identidad colectiva. Un nudo entre pasado y futuro que demanda asumirse como ciudadano consciente de derechos y límites, con poder de decisión, dispuesto a hacer uso responsable de su libertad y recién estrenada autonomía.
Pero crecer cuando el contexto sólo ofrece incertidumbre puede generar una angustia insoportable, casi dolorosa. De allí la entronización de figuras providenciales y “hombres fuertes”; engañosos tótems que, a cambio de seguridad, diversión, caricias tranquilizadoras y adictivas, suelen esperar obediencia y mutismo por parte de sociedades que se tullen, repentinamente infantilizadas por la circunstancia. Es la promesa de gratificación instantánea a costa de la pérdida de agencia e iniciativa, regresión que “se basa en la erosión de las competencias”, dice el dramaturgo y guionista John Steppling.
Pero, ¿son inevitables estos retrocesos? ¿Acaso esa madurez que desafía y brega con los traumas ya no es una alternativa? ¿Es justo perder toda esperanza ante el desconcierto y los reajustes que este exige a las sociedades? No necesariamente. El ejemplo de Uruguay, donde recientemente se celebraron elecciones que coronaron con el triunfo del candidato del Frente Amplio, Yamandú Orsi, ofrece refrescante contraste con la involución de marras. Apegarse al principio más básico de una democracia, la alternancia pacífica en el poder -algo que luce muy arduo en otros contextos- es lo normal en Uruguay. Quien pierde la elección reconoce su derrota, saluda al ganador y se prepara para que el advenimiento de ese “lugar vacío” (Lefort) anticipe una nueva, transitoria ocupación en democracia. La estabilidad política de “el paisito”, como amablemente lo nombran sus habitantes (la película de Ana Diez sobre las heridas de la dictadura de Bordaberry da fe de ese bautizo) es excepcional si se atiende al paisaje convulso que antes describimos. No hay fórmulas mágicas, sin embargo. Sí una vocación por aprender de los errores, por descubrir sobre la marcha nuevas formas de enfrentar las contradicciones que ponen a prueba a la democracia liberal.