En 1927 salía a la luz la obra más emblemática de Julien Benda, La trahison des clercs, traducida como La traición de los intelectuales. En ella, el autor enfila sus baterías discursivas contra el sacrificio de los conceptos con el que “todos los moralistas influyentes de este último medio siglo”, esos “secos profesores de realismo” terminaban respondiendo al dinamismo de la realidad. Una cosa es responder al cambio con sentido sabio y noción del riesgo; otra, justificar los brincos de una razón invertebrada. Los conceptos, en tanto universales, deben ser defendidos sin relativizaciones de oportunidad, sostenía Benda.
A primera vista, su afirmación podría parecer un cuestionamiento a la asunción de posturas políticas en un momento determinado, como reacción ante la “religión de lo temporal”, como reacomodo a la implacable coyuntura. Nada más equivocado. El reconocimiento a la valiente postura del periodista y luego autor “maldito”, Emile Zola, a raíz del Caso Dreyfus -recordemos la célebre carta que en 1898 Zola dirigió al presidente francés, François Félix Faure, y que tituló “Yo acuso”, J´accuse. La verité en marche– muestra que las flechas de Benda apuntan en otra dirección.
Justamente: en esa disruptiva figura del intelectual comprometido, Benda encuentra motivos para desarrollar sus tesis. He allí al librepensador, el hombre y la mujer de ideas con vocación y derecho a intervenir en el debate público, armados de convicción y argumentos para condenar la sinrazón, refutar dogmas, las religiones “de lo terrenal”; prestos a defender la opinión que se juzga razonable, en especial cuando esta parece impopular o esquiva a los volubles climas de opinión. No el intelectual orgánico domesticado por la ideología, el que se traiciona a sí mismo cuando sucumbe ante el paroxismo tribal. No los filotiranos que tanto descorazonaban a Raymond Aron, “despiadados para con las debilidades de las democracias, indulgentes para con los mayores crímenes, a condición de que se los cometa en nombre de doctrinas correctas” (El opio de los intelectuales, 1955). Se trata del actor que, sin ingenuidad filosófica ni concesiones a la trampa del sentido común, asume la responsabilidad y los dolores de ser la consciencia de su tiempo; en especial si tal labor de comprensión se ejerce en tiempos de oscuridad. Como afinará Arendt, “en tiempos de crisis histórica, el pensamiento deja de ser una actividad políticamente marginal”
El problema, dice Benda, es “la organización intelectual de los odios políticos” que ya desfiguraba al siglo XX. Se refería a la peligrosa preeminencia de las pasiones políticas (nacionales, de raza, de clase…), un síntoma de la intrusión del romanticismo alemán del siglo XIX, el aval de la renuncia a la razón frente a la arremetida del sentimiento. La “traición” viene dada, entonces, no por un pensamiento políticamente comprometido y enlazado con un resultado práctico, sino por la renuncia a principios que guían la compleja e ineludible operación de la inteligencia. Cuando las ideas acaban subordinadas al sentimiento, lejos de proponer orden se transforman en embriaguez, en opio para el pensamiento, en fanatismo.
No cuesta mucho avistar que derivas contra las que Benda o Aron nos ponían en guardia hace un siglo resurgen hoy, con otros rostros, pero tan fulleras como antes. Habría que reconocer, naturalmente, los lúcidos períodos de ese mismo siglo XX en los que agentes de la razón y formadores de opinión (suerte de influencers, para usar la expresión de moda) se adhirieron a la defensa de valores afines a la modernidad, a la sociedad abierta, al progreso social, a la democracia, movidos por la necesidad de contener los desgarros del autoritarismo. Recurriendo incluso a posturas muy críticas, demostraban así que se puede “luchar sin odiar”, como proclamaría Aron. Pero el vértigo comunicacional de los tiempos líquidos parece alentar lo contrario. Un romanticismo escudado en el desmesurado peso que hoy cobran los afectos políticos, concede protagonismo a una “verdad” siempre elástica, atada a una subjetividad sin treguas. Verdad peligrosamente precedida por el culto de lo particular, fustigadora de la razón práctica, base del quehacer político y su ética distintiva. Aliñada, a su vez, con un cinismo habilidoso, capaz de estigmatizar la voz de quien discrepa, de aplicar cancelaciones, vaciar significantes, de volver indigno y sospechoso el sentido de realidad.
Sobre tales peligros, los de la incapacidad para distinguir y penetrar la emergencia distanciándose al mismo tiempo de sus aguijonazos, también deja constancia el español Julián Marías. Al reflexionar sobre las razones espirituales que habrían precipitado la guerra civil española (La Guerra Civil: ¿cómo pudo ocurrir?, 2012) no dudó en calificar la ingente frivolidad de los formadores de opinión de entonces como el germen, la palabra decisiva. Eso, y la irrealidad, “la pereza, sobre todo para pensar”. Insensibles a los reveses de la descomposición social que azuzaban, casi todos los políticos, “un número crecidísimo de los que se consideraban intelectuales y, desde luego, de los periodistas”; miembros de sectores económicamente poderosos y sindicalistas, “se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían”. Paradójicamente, en “un momento de esplendor intelectual como pocos en toda la historia española”, se produjo “una retracción de la inteligencia pública”, el angostamiento de la diversidad por vía de la simplificación, la compulsiva aplicación de etiquetas destinadas “a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos”.
Salvando las pavorosas distancias, pero obligados a responder como colectivo ante circunstancias muy graves y decisivas, los venezolanos tampoco escapamos de los peligros de marras: esa organización intelectual de los odios políticos, la frivolidad, el raciocinio falaz, el desaliento precoz y mañosamente urdido, la imprecación moral. A merced de eso, se va configurando una opinión pública menos expuesta a la dialéctica y sus síntesis que a la exclusión maniática; bregando con antagonismos que, más que ejercicio desapasionado de discernimiento, acaban siendo “mera fricción, obstáculo y desgaste”. Sí: aun cuando sospechamos que los desbarros han dejado algunos aprendizajes, persiste la amenaza de que esas tirrias indestructibles ofusquen de nuevo el juicio, excedan la consciencia de la emergencia.
@Mibelis