La figura del Héroe ha jugado y sigue jugando, sin duda, un rol protagónico en el imaginario político. Un arquetipo que, en línea con la seña del romanticismo, remite a figuras llevadas por un idealismo a todo trance, en las que la noción de una libertad irrestricta sirve de guía a la conducta: el ser humano somete la naturaleza a su voluntad, y su temperamento debe crecerse ante los desafíos. Actor extraordinario y autosuficiente, en él Isaiah Berlin identificaba un impulso vital de “resistencia” frente a aquello que le oprime. La caracterización de ese héroe romántico muestra cómo este pasa de adecuarse a los designios de la naturaleza para sólo rendir cuentas ante sí mismo, ante los valores que lo espolean y que defenderá, de ser necesario, hasta la muerte.
El problema, advertía el propio Berlin en su momento, surge al ver en esa subjetividad desbocada que el proyecto estético y moral de los románticos adquiría capacidades demiúrgicas, casi sobrehumanas. Visión que, de paso, cobra espesor y deja su estampa en el cuerpo del pensamiento político de occidente que se desarrolla a partir del siglo XIX y la primera mitad del XX. Es el individuo quien determina y crea la realidad haciendo uso de su libre volición, se alega entonces, no al revés. La realidad luce como un elemento del que eventualmente puede prescindir, incluso. Así, el discurso romántico oscila en un doble juego en el que la voluntad lo es todo, es capaz de crear el mundo, más allá de lo razonable; pero al mismo tiempo es nada, reducida por la propensión a la nostalgia y la paranoia, víctima de energías sobrenaturales y externas que desconoce.
En dicho paisaje es fácil identificar señas del propio presente. Un contexto adverso, pleno de incertidumbre y susceptible de transformación, ha servido de caldo de cultivo para que resurjan estos aspirantes a cabalgar sobre las olas del miedo, del desencanto colectivo. Coraje, sacrificio, fe y fuerza son palabras con las que se nos presentan. En tiempos de globalización y modernidad líquida, el pensamiento romántico sigue ajustándose a los nuevos entornos e identidades, respirando también bajo la piel de los nacionalismos, los neopopulismos y relativismos. Si a eso sumamos el peso de dinámicas signadas por la hegemonía del mito y la emoción, el “yo siento” -y en atención a eso, el “yo opino”- desalojando la observación objetiva o el análisis racional de los hechos, podríamos decir que los mareos discursivos del héroe tienen nichos garantizados. Las campañas electorales, de paso, brindan ocasiones ideales para que el arquetipo en cuestión y sus sub-arquetipos (el Guerrero, el Salvador, el Libertador, el Vengador…) se desplieguen cómodos en pos de la conquista de la psiquis del votante.
A santo del ciclo electoral que se avecina en Venezuela -y que ya empezó a asomar sus filudos colmillos- cabría preguntarse qué tan conveniente o relevante será recurrir nuevamente al mentado modelo. Una historia de salvación trunca, la de la irrupción del caudillo que prometía arrasar con el pasado y edificar sobre los cadáveres y el estropicio un mundo libre de injusticias, no ha dejado el mejor de los regustos. Sin embargo, el discurso revolucionario de la disrupción, la negación de la política, el cambio abrupto e impuesto de forma unilateral parece ejercer un atractivo formidable, al punto de haber llevado a sus adversarios a mirarse en él, como en un espejo. Buena parte de la oposición, lejos de ofrecer contrastes que reivindicasen la Fuerza Tranquila de la democracia, (slogan con el que François Mitterrand llegó a la presidencia de Francia en 1981) optó por responder a la conmoción con más conmoción, al encrespamiento con más encrespamiento e intransigencia. Eso, a costa de ver diluida su propia identidad.
El agotamiento de tal dinámica se ha hecho patente, no obstante. La falta resultados, la inexistencia de una gran fuerza construida de abajo hacia arriba, da fe de los vacíos. Y si “la honradez política es la eficacia política”, como decía Benedetto Croce, si el poder y la eficacia en su consecución es lo central en este territorio, podríamos decir que estos años de confrontación feroz e indiferenciada han arrojado frutos bastante enclenques. Los presuntos héroes, en fin, han terminado consumidos por el fuego de su propia retórica.
Otras dificultades se asoman ahora, cuando la guerra simbólica se muda al terreno electoral, cuando muchos aliados enflaquecidos compiten por el mismo botín. Y es que, para bien o para mal, la decisión de explotar una retórica maniquea, de lucha existencial y atiborrada de promesas de mudanzas radicales, más que de las cualidades y diferenciadores del propio candidato depende de los valores, expectativas y estado de ánimo del potencial electorado.
Los recientes estudios de opinión ofrecen algunas luces acerca de cómo activar ese nervio sensible; como conectar con ese cerebro político del elector que, antes que una máquina de cálculo desapasionada es, sobre todo, cerebro emocional (Drew Westen). Sabiendo que la energía de la gente está enfocada ahora mismo en los asuntos de la supervivencia -lo cual suele remitir al miedo, a la impotencia, a la sensación de indefensión y pérdida de control- pero también al tanto del hartazgo, de la necesidad de superar el conflicto y buscar puntos de acuerdo que reconduzcan al país a cierta “normalidad”, quizás sea posible sortear la tentación de la “ruta heroica” y la táctica del “backfire”. Una comunicación centrada en la búsqueda colectiva de soluciones, en la bondad del cambio gradual y consensuado, en la necesidad de plantearse metas realizables así como de promover cambios que no comporten traumas o desintegración, puede llevar a privilegiar arquetipos más aglutinadores, menos polarizantes, iluminados por el sentido común. Sustancia que seguramente exigirá ingentes dosis de destrucción creativa; la audacia y la innovación que, tras tocar fondo y haber hecho consciente la propia oscuridad (Jung), afloran con la trascendente misión de remozar paradigmas.
@Mibelis